Haciendo un esfuerzo desesperado por mantener la compostura junto a la mesa de la cocina, Lynn se quedó mirando la fotografía de la niña que tenía delante: era guapa pero de aspecto sucio.
«Intentan meterme miedo -pensó-. Por favor, Dios mío, que sea eso.»
Marlene Hartmann era una mujer decente. Le resultaba imposible creer, ni por un momento, que lo que el superintendente le acababa de decir fuera cierto. Imposible. Imposible. Imposible.
Las manos le temblaban tanto que las alejó de la mesa y se las puso sobre el regazo. Se sujetó una con la otra, apretándoselas, apartándolas de la vista. ¡Imposible!
Tenía que superar aquello. Tenía que sacar a aquella gente de su casa, para poder llamar a la mujer alemana. Sintió un nudo en la garganta que le estrangulaba la voz. Respiró hondo para calmarse, tal como le habían enseñado en el trabajo que debía hacer cuando se enfrentaba a un cliente difícil o grosero.
– Lo siento -dijo, mirándolos a ambos, uno tras otro-. No sé por qué están aquí ni qué quieren. Mi hija está en la lista de espera de trasplantes del Royal South London Hospital. Estamos muy contentas con todo lo que están haciendo y esperamos que le den un hígado muy pronto. No hay ningún motivo por el que debiera buscar un hígado en ningún otro sitio. -Tragó saliva-. Además yo… Yo no… No sabría dónde…, dónde empezar a buscar.
– Señora Beckett -dijo Roy Grace, mirándola con gesto severo pero sin levantar la voz-, el tráfico de personas es uno de los delitos más deleznables en este país. Tiene que ser consciente de lo grave que es para la Policía y para los jueces. Hace poco un caballero de Londres fue sentenciado por un tribunal de apelación a «veintitrés» años por tráfico de seres humanos con agravantes.
Hizo una pausa para que lo asimilara. Ella se sentía como si fuera a vomitar en cualquier momento.
– El tráfico de seres humanos supone toda una serie de delitos penales -prosiguió-. Voy a enumerárselos: para empezar, inmigración ilegal, secuestro y detención ilegal. Cualquier persona que intente comprar un órgano humano en este país o en el extranjero puede ser acusada de conspiración para traficar y complicidad. Estos delitos comportan las mismas sentencias que el propio tráfico. ¿Estoy siendo claro?
Lynn estaba sudando. Le daba la impresión de que el cuero cabelludo se le iba encogiendo y pegándosele al cráneo.
– Muy claro.
– Tengo suficiente información para detenerla ahora mismo, señora Beckett, como sospechosa de conspiración para traficar con un órgano humano.
La cabeza le daba vueltas. Apenas podía concentrarse en los dos policías. Tenía que aguantar de algún modo. La vida de Caitlin dependía de ella, de que pudiera encontrar una solución a aquello. Volvió a bajar la vista y miró la fotografía, intentando ganar tiempo desesperadamente, para pensar con claridad.
– ¿En qué posición quedaría usted, si la arrestara? -preguntó el policía-. ¿Qué ganaría con ello su hija?
– Por favor, créanme -dijo, desesperada.
– ¿Quiere que hablemos con su hija? -¡No! -espetó-. ¡No! Está demasiado…, demasiado enferma para ver a nadie.
Miró desesperadamente a la joven agente y detectó un atisbo de compasión en sus ojos.
Hubo un largo silencio, roto de pronto por el chisporroteo de la radio del superintendente.
Se apartó de la mesa, se la llevó al oído y habló por ella.
– Roy Grace.
– El Objetivo Uno se mueve -dijo una voz de hombre en el otro extremo de la línea.
– Dame treinta segundos.
Grace señaló con un dedo a la agente Boutwood y luego a la puerta. Se giró de nuevo hacia Lynn.
– Piense detenidamente en lo que le acabo de decir.
Unos segundos más tarde ambos policías se habían ido. Deliberadamente, dejaron allí la fotografía. La puerta principal se cerró tras ellos con un portazo. Lynn se dejó caer sobre la mesa y hundió la cara entre las manos.
Un momento más tarde sintió unas manos sobre los hombros.
– Lo he oído -dijo Caitlin-. Lo he oído todo. No voy a aceptar ese hígado. Ni hablar.