A pesar de la llegada de dos bolsas de grueso plástico negro al depósito de cadáveres de Brighton y Hove con los cuerpos recuperados en el canal aquella misma mañana, Roy Grace estaba de mejor humor que desde hacía años.
No le importaba que fueran las tres menos cuarto de una tarde de viernes y que, dependiendo de la llegada de Nadiuska De Sancha, las autopsias pudieran cargarse sus planes para la noche. Estaba como en una nube.
¡Iba a ser padre! Aquella idea se imponía a todo lo demás. ¡Y en la partida de póker de la noche anterior había ganado 550 libras, más que en ninguna otra timba que recordara!
Lo que más le gustaba del póker, aparte de la camaradería de una velada tranquila pasada en compañía de amigos y colegas, era la psicología del juego. Era muy improbable ganar si te plantabas en la mesa con ánimo de perdedor. Pero si estabas animado, tu entusiasmo podía ser contagioso y podías conseguir dominar el juego incluso con cartas modestas. Pero es que él no había tenido unas cartas modestas la noche anterior: había tenido una racha tremenda. Cuatro dieces, innumerables tríos, full tras full, y un montón de escaleras altas.
En el pequeño despacho del depósito, con el sonido de fondo del hervidor de agua que iba calentándose lentamente, rodeó a Cleo con los brazos y la besó.
– Te quiero -le dijo.
– ¿De verdad? -dijo ella, con una sonrisa-. ¿Lo dices en serio? -Levantó los brazos, mostrando el aparatoso vestuario que llevaba puesto-. ¿Incluso vestida así?
– Hasta el fin del mundo.
La quería. Tras la partida de póker había vuelto a la casa de ella y había desparramado el dinero sobre la cama. Luego se había tumbado, despierto, a su lado, demasiado excitado como para dormir, pensando en su vida. En Sandy. En Cleo. Quería casarse con ella, estaba seguro de ello. Más seguro que de nada en el mundo. Lo había decidido el día que había iniciado, con mucho retraso, el procedimiento para declarar a Sandy legalmente muerta.
Y lo primero que había hecho aquella mañana era contactar con una abogada de Brighton que le habían recomendado, Susan Ansell, y había hecho aquello precisamente. Había pedido una cita.
Cleo le besó.
– ¿Sólo hasta el fin del mundo?
Él sonrió, comprobó que la puerta estuviera bien cerrada, para que nadie entrara, y volvió a besarla.
– ¿Qué tal hasta el fin del universo?
– Mejor -dijo ella. Luego levantó las palmas de las manos hacia arriba y movió los dedos, indicando que tenía que subir más.
– Y hasta el extremo de cualquier otro universo que puedan llegar a descubrir.
– Mejor aún -respondió ella, y volvió a besarle.
Entonces él se quedó inmóvil de pronto, deseando no haber empezado con aquella metáfora. Sandy era una gran aficionada a la Guía del autoestopista galáctico. Recordaba que su libro favorito era el segundo de la serie, El restaurante del fin del mundo. ¿Por qué tenía que aparecer siempre su sombra sobre todo, algo que oscurecía sus momentos más felices? A veces daba la impresión de que su fantasma le acechaba.
– ¿Estás bien? -preguntó Cleo.
– ¡Perfectamente!
– Es como si hubieras desaparecido por un momento.
– Estaba sobrecogido por tu belleza.
Ella sonrió con una mueca.
– Qué bien mientes, ¿eh, Grace?
– ¡No estaba mintiendo! -se defendió él, sonriendo a su vez.
– Te pasas la mitad del tiempo interrogando a delincuentes que mienten de un modo muy convincente. ¡No me digas que no se te ha pegado algo!
Él la cogió por los hombros, suavemente pero con firmeza, y se le quedó mirando a los ojos.
– Yo nunca te mentiría -dijo-. No querría mentirte nunca.
– Es lo mismo que siento yo.
Se quedaron sumidos en un cómodo silencio unos momentos. El calentador de agua se puso a hervir y se desconectó con un clic. Roy Grace se distrajo por un instante y miró tras ella, a una fila de sillas en L tras la atestada mesa. A una mesa de la esquina, en la que había un pequeño árbol de Navidad, cubierto de espumillón y bolas brillantes. A las paredes, que estaban aún más recargadas que la mesa, con diplomas enmarcados, un calendario, una fotografía de una puesta de sol en el muelle de Brighton y una serie de dosieres colgados de ganchos, con detalles de los desdichados residentes de las neveras. Y al periódico Argus, tirado sobre una silla. El artículo de Kevin Spinella sobre el hallazgo del Varón Desconocido aparecía en la página cinco. Era una pequeña columna que se ceñía a los hechos tal como Grace los había contado, incluido su llamamiento. Afortunadamente, Spinella había respetado su acuerdo de no mencionar nada sobre los órganos.
De pronto sonó un timbre agudo junto a la puerta.
Cleo miró el monitor de circuito cerrado de la pared y dijo:
– Acaba de llegar tu chico.
Grace se giró hacia la pantalla y vio la cara de Glenn Branson. No parecía especialmente contento.
Recorrió el corto pasillo, dejó atrás los vestuarios y abrió la puerta. La imagen que se encontró le sorprendió. Era muy raro que Glenn no tuviera un aspecto impecable. Ahora tenía delante al sargento, bajo la lluvia, hecho un asco. Sus zapatos náuticos estaban empapados, su camisa blanca estaba salpicada de manchas oscuras, su corbata de seda estaba arrugada y cubierta de manchurrones y su gabardina color crema era un mosaico de manchas marrón óxido y marrón petróleo cubierto de brillos, probablemente de escamas de pescado.
– ¿Qué narices has estado haciendo? -preguntó Grace-. ¿Practicar el kick-boxing en un matadero? ¿O la lucha en el barro en un mercado de pescado?
– Muy divertido, viejo. La próxima vez que me mandes de crucero, me compraré yo mismo los billetes.
Grace se echó a un lado para dejarle pasar.
– ¿Ha llegado ya Nadiuska? -preguntó Branson.
– Acaba de llamar. Está a diez minutos. Pensé que decías que te irías a casa a cambiarte.
– Sí, bueno, eso hice, ¿sabes? Volví a tu casa y había dos cartas esperándome.
– Si quieres puedes hacer que te envíen allí el correo.
Branson se quedó mirando a su amigo, dudando por un momento de si estaba siendo sarcástico o lo decía de verdad. No supo qué pensar y decidió no forzar las cosas.
– Una era del abogado de Ari, que, con toda la pompa, me decía que había recibido instrucciones de su clienta para iniciar los trámites de divorcio, y que debería buscarme un abogado, como si me acabara de caer de la parra y no supiera nada de leyes.
Grace cerró la puerta tras él.
– Parece que vas a necesitar uno lo antes posible.
– No sufras, ya tengo uno.
– ¿Un picapleitos?
– En realidad, «una» picapleitos.
– Muy listo. Pueden ser mucho más violentas que los hombres.
De pronto, Glenn se tambaleó y se apoyó en la pared con la mano para recuperar el equilibrio. Por un momento, Grace se preguntó si estaba borracho.
– Aún siento moverse el suelo. ¡Llevo en tierra más de dos horas y el suelo aún se mueve bajo los pies!
– ¿Qué hay de tus antepasados del barco de esclavos? ¿La vida del marino no se te ha pegado mucho? ¿No la llevabas en los genes?
– ¿Quién te ha contado esa historia del barco de esclavos?
– Tu fama de marinero te precede.
– ¿Has visto la peli Master and Commander!
Grace frunció el ceño.
– Russell Crowe.
– Sí -asintió-. La vi.
– Así me siento. Como uno de sus marineros, el que recibió un cañonazo en el estómago.
– Escucha, colega. Puede que Ari esté cabreada contigo, pero eso no le da derecho, automáticamente, a joderte la vida.
– Te equivocas. Joder, ¿te acuerdas de Kramer contra Kramer?
– ¿Meryl Streep?
Glenn Branson sonrió por un instante.
– Vaya, estoy impresionado. ¡Dos películas seguidas que menciono y que has visto! Sí, Meryl Streep y Dustin Hoffman. Bueno, pues mi situación es ésa, más o menos.
– Sólo que tú no eres tan atractivo como Dustin Hoffman.
– Tú sabes cómo patear a alguien cuando ya está en el suelo, ¿eh?
– En los cojones. Es el mejor lugar.
Branson se quitó la gabardina empapada.
– Pues eso. La otra carta es la citación de divorcio del juzgado. ¡Es increíble, colega, es increíble!
El sargento se colgó la gabardina del brazo, estiró los dedos y empezó a contar con ellos:
– Dice que es una ruptura irreconciliable, ¿vale? Alega conducta no razonable por mi parte. Que ya no me interesa el sexo. Que bebo en exceso (y bueno, eso es verdad, me está llevando a la puta bebida). Y alega «falta de afecto».
Metió la mano en el bolsillo de su gabardina y sacó varias hojas de papel, cogidas con un clip. Se centró en la primera:
– Según parece, me niego a participar en la familia. Le grito cuando estamos en el coche. Le racaneo el dinero. Joder, ¡le compré un caballo! Y no te lo pierdas: parece ser que no valoro los cuidados que les da a nuestros hijos. -Sacudió la cabeza-. Ahí sí que se ha lucido. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Decirle a todo el mundo: «Lo siento, ya sé que esto es una investigación de asesinato, pero tengo que volver a casa para bañar a Remi»?
Aquellas palabras le produjeron a Roy Grace un repentino escalofrío. De pronto se dio cuenta de que aquél era el camino que tomaría su vida cuando naciera su hijo. Era muy habitual que estuviera en su despacho a las siete de la mañana, si no antes. Y que no volviera hasta las ocho de la noche, o quizá más tarde aún. Cuando naciera su hijo, ¿cambiaría de horarios?
No podría hacerlo sin que su carrera se viera afectada.
Miró a Glenn y se encontró con unos ojos implorantes. Y sabía que la respuesta no iba a gustarle. Ser un buen policía suponía estar casado con el cuerpo. Durante treinta años, hasta que llegara el momento de cobrar la pensión -y últimamente más- el trabajo era lo primero. Y uno tenía suerte si su esposa o su pareja lo aceptaban. Una alarmante proporción, como la esposa de Glenn, Ari, no lo hacía.
– ¿Sabes cuál es el problema? -dijo Grace.
Branson sacudió la cabeza.
– Que probablemente tenga razón. Lo plantea muy crudamente, pero en sustancia tiene razón. Tienes que decidir si quieres triunfar en tu carrera o en tu matrimonio. Es posible combinar ambas cosas, pero para eso necesitas una pareja muy tolerante y comprensiva.
– Sí, bueno, la paradoja es que ingresé en la Policía para que mis niños pudieran estar orgullosos de su padre.
– Y deberían estarlo.
– Entonces, ¿cómo iban a estarlo si me retiro?
– ¿Y si vuelves a trabajar de gorila de discoteca? ¿O de guardia de seguridad en Gatwick? No es el trabajo que hagas -dijo Grace-. Es la persona que seas. Puedes ser un gorila muy bueno y muy humano. Puedes ser un guardia de seguridad muy eficiente. Y puedes ser un poli de mierda. Es lo que seas por dentro, no lo que diga tu insignia o tu carné.
– Sí, sí, claro. Pero ya sabes lo que quiero decir.
– Mira, te lo he dicho antes: con lo mal que he llevado mi vida, no soy la persona más indicada para darte asesoramiento matrimonial. Pero ¿sabes lo que creo realmente? Si Ari te quisiera, si realmente te quisiera, aguantaría. No estoy seguro de que te quiera de verdad: todo este proceso legal y todo lo que te echa en cara… Creo que si dejaras el cuerpo para darle gusto, llegaría un punto en que querría algo más. Nada de lo que hagas le va a dejar satisfecha. Creo que es una persona inquieta. Apaciguarla nunca será más que una solución temporal. Así que, si yo estuviera en tu lugar, me quedaría con mi carrera.
Branson asintió, pesaroso.
– ¿Sabes lo que dijo Winston Churchill sobre el apaciguamiento y la política de contención?
– Dime.
– Que un apaciguador es el que da de comer a un cocodrilo, esperando que, en última instancia, él se lo coma.