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Había ocasiones en que Ian Tilling echaba de menos la vida en la Policía británica. También había muchos momentos en que añoraba Inglaterra, a pesar de los dolorosos recuerdos que le suscitaba. Especialmente aquellos días en que el atenazador frío del invierno de Bucarest congelaba todos los huesos de su cuerpo, ahora que tenía cincuenta y ocho años. Y los días en que el sórdido caos de aquel lugar periférico, en el distrito 14, y la burocracia, la corrupción y la crueldad de su país de adopción le hacían perder el ánimo.

Cada vez que se sentía decaído, volvía con la mente a aquella noche terrible, diecisiete años atrás, cuando dos de sus colegas se presentaron en su casa de Kent y le dijeron que su hijo, John, había muerto en un accidente de moto.

Pero tenía un remedio instantáneo para enfrentarse a aquel dolor. Se levantaba de su despacho, en aquella oficina destartalada llena de muebles donados que compartía con tres jóvenes asistentes sociales y se daba un paseo por el refugio que había creado para cincuenta de los indigentes de aquella cruel ciudad, para ver las sonrisas en los rostros de sus ocupantes.

En aquel preciso momento decidió hacerlo.

Cuando Ceaucescu llegó al poder, en 1954, tenía un retorcido plan para convertir Rumania en la mayor nación industrializada del mundo occidental. Para conseguirlo necesitaba aumentar exponencialmente el volumen de población con el objetivo de crear mano de obra. Una de sus primeras iniciativas consistió en hacer que, desde los catorce años de edad, todas las chicas se sometieran a una prueba de embarazo una vez al mes. Si estaban embarazadas, se les prohibía abortar.

El resultado, al cabo de los años, fue un crecimiento enorme del tamaño de las familias, y los niños nacidos en aquella época fueron conocidos como los Niños del Decreto. Muchos de ellos eran entregados a instituciones gubernamentales y criados en enormes y frías residencias, donde muchos sufrían brutales maltratos y abusos. Un enorme número de ellos aún seguía teniendo una vida muy dura, en chabolas construidas junto a las redes de tuberías de calefacción que atravesaban los barrios periféricos o en agujeros junto a las carreteras, bajo los tubos, que se repartían por todos los bloques de pisos de la ciudad, que aportaban una calefacción central que se encendía en otoño y se apagaba en primavera.

Después de que la tragedia de la muerte de John llevara al fracaso al matrimonio de Tilling, le había resultado imposible concentrarse en su trabajo como policía. Dejó el cuerpo y se trasladó a un piso, donde se pasaba los días bebiendo para olvidar y viendo la televisión sin parar. Una noche vio un documental sobre la dura vida de los niños de la calle rumanos y aquello le impactó profundamente. Se dio cuenta de que quizá podía hacer algo diferente con su vida. Nada le devolvería a John, pero quizá podría ayudar a otros niños que nunca habían tenido las mismas oportunidades que su hijo o la mayoría de los niños ingleses. A la mañana siguiente llamó a la embajada de Rumania.

Recordaba el primer centro de acogida de niños que había visitado al llegar al país. Entró en un dormitorio en el que cincuenta niños discapacitados de entre nueve y doce años yacían en cunas con barrotes, con la mirada perdida al frente o fija en el techo. No tenían ningún juguete. Ningún libro. Nada que los mantuviera entretenidos.

Había salido corriendo y había comprado varias bolsas de juguetes para darle un juguete a cada niño. Para su asombro, ninguno de ellos mostró ninguna reacción. Se quedaron mirando a los juguetes inexpresivamente, y en aquel momento se dio cuenta de que no sabían qué hacer con ellos. No porque fueran retrasados mentales, sino porque nunca nadie les había dado un juguete y no sabían cómo jugar con él. A aquellos niños nadie les había enseñado nada. Ni siquiera cómo jugar con una mísera muñeca.

En aquel preciso instante decidió que haría algo por aquellos niños.

En principio había pensado que pasaría unos meses en el país. Nunca imaginó que aún seguiría allí, diecisiete años más tarde, felizmente casado con una mujer rumana, Cristina, y más satisfecho de lo que había estado en toda su vida.

Tilling tenía el aspecto de un hombre fuerte y sano, a pesar de cargar con unos cuantos kilos de más en el vientre, y caminaba con la energía y el paso orgulloso de un poli. Tenía el rostro curtido por los años, un bigote de cepillo y el cabello gris y muy corto. Aquel día, pese al mal tiempo, vestía una camisa azul con el cuello abierto, cómodos pantalones beis y unos viejos zapatos marrones de cuero.

Salió al vestíbulo y sonrió a un grupo de recién llegados de una organización benéfica que esperaban sentados en los vetustos sillones y sofás. Cuatro niños gitanos de piel oscura, un chico de ocho años con pantalón de chándal y una llamativa camiseta, un chico de catorce con un suéter ancho y unos pantalones de deporte negros demasiado cortos, y dos chicas: una de doce años con el pelo largo y un chándal de tela desparejado, y una de quince con tejanos y una chaqueta de punto con agujeros. Cada uno de ellos tenía en las manos un globo de colores hinchado con helio que agitaban, contentos. Todos pertenecían a una familia que no podía mantenerlos y que los había entregado a un orfanato del que habían escapado hacía dos años. Llevaban desde entonces viviendo en las calles y ahora tenían en el rostro la sonrisa que Tilling había visto tantas veces ya y que le rompía el corazón en cada ocasión. Las sonrisas de unos seres humanos desesperados que no podían creerse que su suerte hubiera cambiado.

– ¿Cómo estáis? ¿Todo bien? -les preguntó, en rumano.

Ellos le mostraron una sonrisa radiante y agitaron sus globos de colores. Tilling no tenía ni idea de dónde habían salido los globos, pero de una cosa estaba seguro: aparte de las ropas que llevaban puestas, aquellos globos eran las únicas posesiones que tenían en el mundo.

Los residentes de Casa Ioana tenían una edad que iba de las siete semanas de un bebé, que estaba allí con su madre de catorce años, a los ochenta y dos años de una mujer a la que un depravado estafador le había robado todos sus ahorros y su vida. En Rumania no había servicios sociales para los sin techo, y muy pocos refugios. La anciana tenía suerte de estar allí, compartiendo un dormitorio con otros tres viejos que habían sufrido el mismo cruel destino.

– ¿Señor Ian?

Se giró al oír la voz de Andreea, una de las asistentes sociales, que había salido del despacho tras él. Andreea era una chica de veintiocho años, delgada y guapa, que se iba a casar en primavera, cálida, compasiva e infatigable. Le gustaba muchísimo.

– Llamada de teléfono para usted. De Inglaterra.

– ¿Inglaterra? -dijo, algo sorprendido. Raramente recibía noticias de Inglaterra, salvo de su madre, que vivía en Brighton, y con la que hablaba cada semana.

– Es un policía. ¿Dice que es un viejo amigo? -dijo, como preguntándole-. Nomman Patting.

– ¿Nomman Patting? -Frunció el ceño. De pronto los ojos se le iluminaron-. ¿Norman Potting?

Ella asintió, y él volvió corriendo a su despacho.

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