– Por favor, dígame que está de broma -imploró Lynn.
Estaba agotada tras la noche sin dormir que acababa de pasar en la silla junto a la cama de Caitlin, en la pequeña y claustrofóbica habitación del pabellón hepatológico. Sobre la cama, en el pequeño televisor, mal sintonizado y unido a la pared por un brazo extensible, brillaban unos dibujos animados mudos. En el baño goteaba un grifo. La habitación olía a huevos pochados, al café aguado de las bandejas del desayuno del pabellón principal y a desinfectante.
Lynn había pensado que aquello debía de ser como la última noche de los prisioneros antes de ser ejecutados al amanecer, tensa y desesperada, a la espera de un indulto de última hora.
Luces encendiéndose y apagándose. Constantes interrupciones. Constantes exámenes, inyecciones y pastillas que había tenido que tomarse Caitlin, y extracciones de sangre y fluidos. El tirador de la alarma colgaba sobre su cabeza. Los goteros vacíos y la toma de oxígeno que no necesitaba.
Caitlin estaba inquieta, incapaz de dormir, y le decía una y otra vez que tenía picores y que estaba asustada, y que quería irse a «casa». Lynn intentaba reconfortarla, tranquilizarla y decirle que por la mañana todo habría pasado. Le decía que dentro de tres semanas dejaría el hospital con un hígado nuevo, que, si todo iba bien, en Navidad podría estar en casa; no en Winter Cottage, claro, pero sí en el lugar que actualmente era su casa.
¡Sería la mejor Navidad de sus vidas!
Y ahora se presentaba aquella mujer en la habitación. La coordinadora de trasplantes. Shirley Linsell, con su rostro tan pálido y tan inglés y su melena larga, y con su minúsculo derrame en el ojo izquierdo. Llevaba la misma blusa blanca, el mismo suéter de punto rosa y los mismos pantalones negros que la primera vez que la había visto, hacía una semana, aunque parecía que habían pasado un millón de años.
La única diferencia era su tono. La primera vez que se habían visto, se mostraba confiada y amigable. Pero ahora, a las siete de aquella mañana, pese a estar disculpándose, parecía fría y distante. Lynn estaba de pie, frente a ella, hecha una furia.
– Lo siento muchísimo -dijo-. La verdad es que estas cosas pasan.
– ¿Cómo dice? Me llamó anoche diciéndome que tenía un hígado que coincidía perfectamente, ¿y ahora nos dice que se equivocó?
– Nos habían informado de que disponíamos de un hígado que se ajustaba a su caso.
– Y entonces, ¿qué es lo que ha pasado exactamente?
La coordinadora se dirigió a Lynn, y luego a Caitlin:
– Por la información que nos habían dado, parecía que el hígado se podía dividir, dándole el lado derecho a un adulto y el izquierdo a ti, Caitlin. Cuando nuestro especialista y su equipo se dirigieron al hospital para recoger el hígado, lo juzgaron sano y apto para el trasplante. Usamos una escala para establecer la proporción entre el hígado y el peso corporal. Pero esta mañana, nuestro cirujano experto, que era quien tenía que realizar el trasplante, ha examinado el hígado más a fondo y ha observado que había más de un treinta por ciento de grasa, y ha decidido que no sería adecuado para ti.
– Sigo sin entender -dijo Lynn-. ¿Así que van a tirarlo a la basura?
– No -le corrigió Shirley Linsell-. Lo usarán para un hombre de unos sesenta años con cáncer de hígado. Esperamos que prolongue su vida unos cuantos años.
– Fantástico -dijo Lynn-. ¿Así que dejan tirada a mi hija en favor de un anciano? ¿Qué es? ¿Un jodido alcohólico?
– No puedo hablar de otros pacientes con usted.
– Sí, sí que puede -protestó Lynn, levantando la voz-. ¡Vaya si puede! ¿Está mandando a Caitlin a casa, para que se muera, para que un jodido alcohólico, como el futbolista ese, George Best, pueda vivir unos meses más?
– Por favor, señora Beckett… Lynn… No es así en absoluto.
– ¿De verdad? Entonces, ¿cómo es exactamente?
– ¡Mamá! -intervino Caitlin-. Escúchala.
– Estoy escuchando, cariño. Estoy escuchando con la máxima atención. Es sólo que no me gusta lo que oigo.
– Todo el mundo aquí se interesa por Caitlin. Mucho. No es sólo cuestión de trabajo para la unidad, es algo personal. Queremos darle a Caitlin un hígado sano, que le dé las mejores posibilidades de llevar una vida normal, señora Becket. No tiene sentido darle un hígado que podría fallar dentro de unos años y hacerle pasar por este trago una segunda vez. Por favor, créame: todo el equipo quiere ayudar a Caitlin. Le tenemos mucho cariño.
– Muy bien -dijo Lynn-. ¿Y cuándo dispondremos de ese hígado sano?
– Eso no puedo responderlo. Depende de que aparezca un donante adecuado.
– ¿Así que volvemos a la casilla de salida?
– Bueno… Sí.
Se produjo un largo silencio.
– ¿Estará mi hija a la cabeza de la lista de prioridades? -reclamó Lynn.
– La lista es muy complicada. Intervienen muchos factores.
Lynn sacudió la cabeza vigorosamente.
– No, Shirley…, enfermera Linsell. Aquí no hay muchos factores. A mí me interesa sólo uno: mi hija. Necesita un trasplante urgentemente. ¿Tengo razón?
– Sí, es cierto, y estamos trabajando en ello. Pero tiene que entender que no es la única. -Para mí sí.
La mujer asintió. -Me doy cuenta, Lynn.
– ¿De verdad? ¿Qué porcentaje de los pacientes de su lista de espera mueren antes de conseguir un hígado?
– ¡Mamá, deja de atacarla de ese modo!
Lynn se sentó al borde de la cama y cogió la cabeza de Caitlin entre sus brazos.
– Por favor, cariño, déjame que me ocupe yo de esto.
– ¡Estás hablando de mí como si fuera una retrasada inútil! ¿Es que no lo ves? Yo estoy tan enfadada como tú. O más. Pero cabrearse no va a servir de nada.
– ¿Te das cuenta de lo que está diciendo esta desgraciada? -estalló Lynn-. ¡Te manda a casa para que te mueras!
– ¡Te estás poniendo de un dramático!
– ¡No me estoy poniendo dramática! -gritó Lynn, girándose hacia la coordinadora-. Dígame cuándo van a disponer de otro hígado.
– Estaría engañándoos si os diera una fecha, Lynn.
– ¿Estamos hablando de veinticuatro horas? ¿Una semana? ¿Un mes?
Shirley Linsell se encogió de hombros y esbozó una sonrisa lánguida.
– La verdad es que no lo sé. Pensamos que habíamos tenido suerte al conseguir este hígado tan rápido, en sólo una semana, sin ningún receptor apto situado en la lista por encima de Caitlin. El donante era un hombre de treinta años aparentemente sano, pero por lo que parece tenía un problema con la dieta o con la bebida.
– Así que esta misma jugada podría repetirse, ¿verdad?
La coordinadora sonrió, intentando aplacar a Lynn y tranquilizar a Caitlin.
– Aquí tenemos un historial de éxitos muy bueno. Estoy segura de que todo saldrá bien.
– ¿Tienen un buen historial? ¿Qué significa eso? -preguntó Lynn.
– ¡Mamá! -imploró Caitlin.
Pero Lynn no le hizo caso.
– ¿Quiere decir que tienen un buen historial comparado con la media nacional? ¿Qué sólo el diecinueve por ciento de sus pacientes se mueren a la espera de un hígado, frente a la media nacional del veinte por ciento? Ya conozco el sistema de salud pública y sus malditas estadísticas. -Lynn se echó a llorar-. Han jugado con la vida de mi hija, dándole a un viejo alcohólico unos meses más de vida porque eso mejorará sus resultados en las estadísticas. Tengo razón, ¿verdad?
– Aquí no jugamos a ser Dios, señora Beckett. No podemos decidir que un ser humano tiene más derecho que otro a la vida por su edad, o por cómo haya tratado o no su cuerpo. No juzgamos a nadie. Hacemos todo lo que podemos por ayudar a todo el mundo. Y a veces tenemos que tomar decisiones difíciles.
Lynn se la quedó mirando. Nunca, en toda su vida, había odiado a nadie como detestaba a aquella mujer en aquel preciso instante. Ni siquiera sabía si le estaba diciendo la verdad o le estaba contando un cuento chino. A lo mejor algún rico oligarca con un niño enfermo había hecho una donación al hospital para que dejaran a Caitlin en la cuneta y salvaran a su hijo. O quizás alguien había metido la pata y estuviera tratando de encubrirlo.
– ¿De verdad? -replicó con sorna-. ¿«Decisiones difíciles»? Dígame algo, Shirley: ¿alguna vez ha perdido una noche de sueño en toda su vida por tener que tomar una «decisión difícil»?
La enfermera mantuvo la calma y el tono amable:
– Me preocupan profundamente todos mis pacientes, señora Beckett. Me llevo sus problemas a casa todas las noches.
Lynn notaba que decía la verdad.
– Muy bien, respóndame a esto: acaba de decir que Caitlin habría recibido este hígado, si hubiera estado sano, porque no había ningún receptor que se ajustara en una posición más alta de la lista. Eso podría cambiar, ¿verdad? ¿En cualquier momento?
– Tenemos una reunión cada semana para establecer la lista de prioridades -respondió Shirley Linsell.
– Así que podría cambiar en la próxima reunión, ¿verdad? ¿Si apareciera alguien que, a juicio de ustedes, lo necesitara más que Caitlin?
– Sí, me temo que es así como funciona. -Estupendo -dijo Lynn, que sentía cómo le bullía la sangre de nuevo-. Son como un pelotón de fusilamiento, ¿no? Y en cada reunión semanal deciden quién tiene que vivir y quién va a morir. Es como si todos dispararan sus balas, sólo que la de uno de ustedes es de fogueo. Sus pacientes mueren, y ninguno tiene que cargar con la jodida culpa.