En algún lugar del centro de cada ciudad importante que visitaba, había siempre una calle que destacaba entre las demás. La típica calle en la que Roy Grace sabía, sin tener que mirar los precios en los escaparates -si es que los precios estaban indicados-, que no podía permitirse comprar nada.
Ahora estaba entrando en una calle así.
– Maximilianstrasse -le informó Marcel Kullen, mientras atravesaban las vías del tranvía y entraban en una grande y elegante avenida con bonitos y regios edificios neogóticos a los lados. Algunos tenían pórticos con columnas, otros pilares de mármol y la mayoría, a nivel de la calle, presentaban llamativos escaparates bajo unas refinadas marquesinas. Grace leyó algunos de los hombres: Prada, Todd, Gucci.
Incluso el BMW gris del policía alemán, algo viejo pero inmaculado, parecía estar algo fuera de lugar en aquella calle, entre el constante desfile de limusinas con chófer, Porsches, Ferraris, Bentleys y modernos Minis, Fiat Cinquecentos y Smarts, la mayoría de ellos impecables, a pesar de la suciedad de la nieve, que llegaba al tobillo.
Sentado en el asiento del acompañante, Grace tenía en la mano el montón de registros telefónicos que el Kriminalhauptkommissar, fiel a su palabra, le había entregado. Aunque estaba ansioso por analizarlos, había sido educado y había charlado con Kullen durante los treinta minutos de trayecto desde el aeropuerto.
El alto y apuesto alemán le puso al día sobre su esposa y sus hijos y, a pesar de las protestas de Grace, que le dejó claro que ya no le interesaba buscar a Sandy, Kullen le hizo un repaso de todos los esfuerzos hechos por su equipo en la Landeskriminalamt para encontrar cualquier rastro, aunque sin suerte.
Dejaron a la derecha la imponente fachada del hotel Four Seasons, y luego Kullen paró frente a un elegante café con un tentador escaparate lleno de pasteles y con una clientela que parecía componerse exclusivamente de mujeres con largos abrigos de pieles.
El policía alemán señaló un interfono de latón en un pilar de mármol y la puerta de al lado.
– Ahí está la empresa -dijo-. Buena suerte. Yo esperaré a ti.
– No hace falta que hagas eso. Puedo tomar un taxi de vuelta al aeropuerto.
– Fuiste muy amable conmigo cuando estuve en Inglaterra, hace cuatro años. Ahora yo estoy… ¿Cómo decís? ¿A tu servicio?
Grace sonrió y le dio una palmada en el brazo.
– Gracias. Te lo agradezco mucho.
– Espero que sí.
Mientras salía del coche y sentía el azote del aire gélido, un copo de aguanieve le cayó en la mejilla. Cogió su maletín del asiento trasero, entró en el portal y miró los nombres que figuraban en el panel del interfono: «Diederichs Buchs GmbH», «Lars Schafft Krimi» y, el tercero, «Transplantation-Zentrale».
Desde que había salido del aeropuerto ya no estaba tan nervioso, y en el momento de apretar el timbre se sentía bastante relajado, aunque quizás un poco cansado por el madrugón. Inmediatamente se encendió una luz intensa procedente de encima del panel y le iluminó la cara. Una voz de mujer le preguntó el nombre con acento alemán, y luego le dijo que subiera al tercer piso.
Un momento más tarde la puerta se abrió con un clic. La empujó y entró en el estrecho vestíbulo, cubierto con una elegante moqueta roja, en el que se encontró un mostrador y, tras él, un robusto guardia de seguridad que le pidió que firmara con su nombre en un registro. Escribió «Roger Taylor» y garabateó una firma falsa debajo. Luego el guardia le señaló el antiguo ascensor de hierro forjado. Subió hasta el tercer piso y salió a un recibidor grande y suntuoso, enmoquetado en blanco donde ardían unas cuantas velas blancas perfumadas que desprendían un agradable olor a vainilla.
Una mujer joven de pelo corto y negro y vestida con gusto esperaba sentada tras un recargado escritorio antiguo.
– Guten Morgen, Herr Taylor -le saludó, con una sonrisa-. Frau Hartmann le resibirá enseguida. Porr favorr, siéntese. ¿Quierre algo de beberr?
– Un café sería estupendo.
Grace se sentó en un duro sofá blanco. Enfrente, en una mesita de vidrio, había un montón de folletos de la empresa. En las paredes había fotografías enmarcadas de gente de aspecto feliz. Tenían edades diversas, desde niños pequeños jugando hasta un anciano sonriente en la cama de un hospital. No hacían falta pies de foto. Evidentemente, eran clientes satisfechos de la Transplantation-Zentrale.
Cogió uno de los folletos y estaba a punto de empezar a leerlo cuando tras la secretaria se abrió una puerta de la que salió una mujer sorprendentemente guapa y decidida. Supuso que tendría poco más de cuarenta años. Llevaba una melena rubia perfectamente peinada, a la altura de los hombros. Lucía un traje chaqueta negro entallado, unas brillantes botas negras y varios pedruscos en los dedos, entre ellos el de la alianza.
– ¿Señor Taylor? -dijo, con un cálido acento gutural, acercándose hacia él envuelta en una nube de perfume, con la mano extendida.
– ¿Marlene Hartmann?
Él se la estrechó, sintiendo la presión de sus anillos en la carne.
Marlene Hartmann se quedó de pie un momento, contemplándolo con aquellos ojos grises, luminosos e inquisitivos, como si lo estuviera evaluando. Entonces le brindó lo que parecía ser una sonrisa de aprobación.
– Sí -dijo ella-. Me alegro de que haya venido. Por favor, pase a mi despacho.
La mezcla de considerable belleza física y atractivo sexual, combinado con aquel aire distante y profesional, le recordó a Alison Vosper. Aquella mujer sin duda tenía aspecto de ser de las que no aguantaban muchas bromas.
Le hizo pasar a un despacho que le hizo caer en la cuenta, por primera vez, de lo similares que eran los gustos de Cleo y de Sandy en cuanto a mobiliario. Aquella sala podría haber sido decorada por cualquiera de las dos. Tenía moqueta blanca en el suelo y las paredes también eran del blanco más puro, roto únicamente por un tríptico de pinturas abstractas blancas enmarcadas en negro. Había un escritorio curvo lacado en negro con un ordenador encima y algunos objetos personales, algunas plantas bien cuidadas y, situadas estratégicamente por la sala, unas esculturas abstractas sobre pedestales. Aquí también ardían velas aromáticas en varios puntos, con el mismo olor a vainilla, aunque casi quedaba ahogado por el penetrante perfume de la mujer. A Grace le gustaba, pero le parecía algo masculino.
Frente al escritorio había dos sillas con el respaldo alto que parecían proceder de un museo de arte moderno y él se sentó, como era de rigor, en una de ellas. Era ligeramente más cómoda de lo que parecía.
Marlene Hartmann se sentó frente a él, tras su mesa, abrió un cuaderno de piel y cogió una pluma negra.
– Bueno, en primer lugar dígame, señor Taylor: ¿en qué puede ayudarle Transplantation-Zentrale? Y quizás, en primer lugar, ¿cómo ha oído hablar de nosotros?
Atento a no caer en una trampa para elefantes, Grace respondió:
– Les he encontrado en Internet.
Por el modo en que asentía, a modo de aprobación, parecía que la respuesta le satisfacía. «Gut.»
El motivo por el que he venido a verla es que mi sobrino -el hijo de mi hermana-, que tiene dieciocho años, sufre de un fallo hepático. Mi hermana se teme que quizás el trasplante que debería salvarle la vida no llegue a tiempo.
Hizo una pausa mientras la secretaria le traía la taza de café y una jarrita de lo que pensó que sería leche, pero que, al verterlo, resultó ser crema.
– ¿Vive aquí, señor Taylor?
– En Brighton, en Sussex.
– En su país tienen un sistema, creo, que es… ¿Cómo lo dicen en inglés? Un poco arborario. No, arbitrario.
– Podríamos decirlo así -coincidió él, mostrando entusiasmo con el fin de conectar con aquella mujer y ganarse su confianza.
Luego, echándose hacía delante, ella apoyó los codos sobre la mesa, cruzó los dedos, presentando una manicura exquisita, y apoyó en ellos la barbilla, fijando la vista, casi como si quisiera seducirle, en lo más profundo de sus ojos.
– Dígame. ¿Su sobrino tiene un fallo hepático crónico o agudo?
De pronto, horrorizado, Grace se vio completamente desarmado. El jodido agente de documentación no le había indicado la diferencia entre ambas cosas. «Agudo» parecía la respuesta más evidente. Sonaba a urgencia. «Crónico», por lo que él sabía, quería decir que era una enfermedad con la que se podía vivir años.
– Fallo hepático agudo -respondió.
Ella tomó nota. Luego volvió a mirarle.
– ¿Y qué margen de tiempo cree que tiene su sobrino?
– Quizás un mes -respondió-. Después puede que no esté en condiciones siquiera de soportar un trasplante.
– ¿En qué hospital está?
– Ha recibido tratamiento en el Royal South London, pero actualmente está otra vez en casa.
– ¿Y cuál es exactamente la enfermedad que sufre?
– Hepatitis autoinmune -dijo-. Últimamente le ha provocado una cirrosis grave.
Ella también tomó nota de aquello con una mueca, como si comprendiera la gravedad del asunto.
– ¿Puede decirme qué tipo de servicio podría proporcionar su empresa?
– Bueno -dijo ella-. Se está acercando el periodo de vacaciones de Navidad, así que creo que deberíamos actuar con rapidez. Normalmente el trasplante y los cuidados postoperatorios se dispensan en una clínica a una distancia cómoda del hogar del receptor. Si el presupuesto es un problema, hay algunas alternativas más baratas, como hacer la operación en China, la India u otros países, por ejemplo.
– ¿Cuánto cuesta un trasplante de hígado en el Reino Unido?
– ¿Sabe qué grupo sanguíneo tiene su sobrino?
– AB negativo.
Los ojos de ella se iluminaron y levantó las cejas imperceptiblemente.
– No es muy común.
– Lo sé.
– Nuestro precio por un hígado es de trescientos mil euros. Necesitamos el cincuenta por ciento por adelantado, antes de empezar a buscar, y el otro cincuenta por ciento a la entrega, antes de que se inicie el trasplante. Garantizamos que encontraremos un hígado compatible en menos de una semana desde la entrega del primer pago.
– ¿Incluso con un grupo sanguíneo poco frecuente?
– Por supuesto -respondió ella, segura de sí misma.
– Así, dado que mi sobrino vive en Brighton, en Sussex, en Inglaterra… ¿Dónde tendría lugar el trasplante?
– Brighton es una ciudad muy bonita -dijo ella.
– ¿Ha estado allí?
– ¿En Brighton? Ja, claro. Con mi marido, hicimos un recorrido por Inglaterra.
– Así pues, ¿cuentan con alguna clínica cerca de Brighton?
– Tenemos instalaciones en todo el mundo, señor Taylor. Tiene que confiar en nosotros. En algunos lugares tenemos instalaciones para trasplantes de hígado y riñón, en otros para corazón y pulmones, y en otros para los cuatro. Puedo darle referencias de gente muy satisfecha con nuestro servicio. Personas que no estarían vivas hoy sin nuestra intervención. Pero no hay ninguna presión. En su país, mil personas mueren cada año por falta de un órgano para una operación que les podría haber salvado. Sin embargo, un millón doscientas cincuenta mil personas mueren cada año en accidentes de tráfico en todo el mundo. En Transplantation-Zentrale no somos más que intermediarios. Reconfortamos a los seres queridos de las personas que han muerto de forma repentina y trágica, dándole un uso a sus órganos, que salvarán la vida de otras personas. Así, esas personas encuentran cierto sentido a la muerte del ser querido. ¿Lo entiende?
– Sí. ¿Qué trasplantes hacen en Sussex?
– Hígado y riñones -respondió, y le miró con expresión interrogativa -. ¿Usted lleva un carné de donante encima?
– No -respondió él, sonrojándose.
– Ni usted ni la mayoría de las personas. Sin embargo, si se despierta mañana y el riñón le falla, señor Taylor, estará agradecido de que otra persona lo lleve.
– Bien pensado. Dígame algo. ¿No hay nadie en la zona de Brighton que haya recurrido a sus servicios y con quien pudiera hablar?
– Comprenderá que mantenemos la confidencialidad de nuestros clientes.
– Naturalmente.
– Comprobaré nuestros registros y, si hay alguien en su zona, me pondré en contacto con ellos y veré si quieren hablar con usted.
– Gracias. ¿No puede decirme qué clínica usarán?
Ella se mostró evasiva.
– Lo siento, pero eso dependerá de la disponibilidad de quirófanos. No tomaremos una decisión hasta que se acerque el momento.
– ¿Una institución privada o de la red pública?
– No creo que su sistema de Seguridad Social se muestre muy deseoso de cooperar, señor Taylor.
– ¿Porque esto es ilegal?
– Si quiere llamar a salvar la vida de su sobrino «ilegal», pues sí. Correcto. -Miró su reloj-. Tengo que tomar un avión, así que lo siento, pero, dado que ha llegado usted tarde, tenemos que dejarlo aquí. ¿Querrá pensar en lo que le he dicho? ¿Llevarse información nuestra a su casa? Aquí nunca tenemos que esforzarnos en vender nuestros productos. ¿Por qué? Porque, sencillamente, siempre hay gente desesperada. Y siempre hay órganos. Ha sido un placer conocerle, señor Taylor. Tiene mi dirección electrónica y mi número de teléfono. Estoy disponible veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
La limusina de Marlene Hartmann estaba esperando en la calle y ella se mostraba impaciente por llegar al aeropuerto: tenía el tiempo justo. Pero se quedó sentada a su mesa hasta que vio por la cámara de circuito cerrado que Roy Grace había salido del edificio. Luego se descargó al teléfono móvil dos fotografías capturadas con la cámara y se las envió por mensaje a Vlad Cosmescu, en Brighton, pidiéndole que identificara a aquel hombre urgentemente.
«Señor Taylor, es usted un mentiroso», pensó.
Tras diez años vendiendo órganos, conocía su mercado bastante bien. Sabía cómo funcionaba el sistema en el Reino Unido. Si un paciente sufría de un fallo hepático «agudo», inmediatamente lo ponían en la lista de trasplantes y lo hospitalizaban. No podía quedarse en casa. Roger Taylor, si es que aquél era su nombre real -y sospechaba que no lo era- había caído en la primera trampa. ¿Quién sería? ¿Y por qué habría ido a verla? Por la actitud de aquel hombre y el tipo de preguntas que hacía, sospechaba que ya conocía la respuesta.
Entonces, cuando se disponía a marcharse, sonó el teléfono y, de pronto, se le complicó el día.