La sargento Tania Whitlock se estremeció al sentir la corriente fría que se colaba por la ventana junto a su escritorio. El lado derecho de su rostro se le estaba quedando helado. Sorbió un poco de café caliente y miró su reloj. Las once y diez. Ya había pasado casi medio día y el montón de informes y formularios por rellenar sobre su mesa aún era alarmantemente alto. En el exterior, una llovizna constante caía del cielo gris.
Por la ventana veía el camino de hierba y los aparcamientos del aeropuerto de Shoreham, el aeropuerto civil más antiguo del mundo. Se construyó en 1910, en el extremo oeste de Brighton y Hove, y actualmente daba servicio sobre todo a aviones privados y a academias de vuelo. Hacía unos años se habían construido unas instalaciones industriales en unos terrenos junto al aeropuerto, y en uno de estos edificios, un almacén reconvertido, era donde se había instalado la Unidad de Rescate Especial de la Policía de Sussex.
Tania apenas había oído el zumbido de un motor de aviación en toda la mañana. No había despegado ni aterrizado prácticamente ningún avión ni helicóptero. Daba la impresión de que con aquel tiempo a nadie le apetecía ir a ninguna parte, y las nubes bajas desanimaban a los pilotos no experimentados que sólo supieran volar con visibilidad.
«Por favor, que el día siga así de tranquilo», pensó, y volvió a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Era una declaración estándar del juez de instrucción, con espacio para diagramas, que detallaba la inmersión de los miembros de su equipo el viernes pasado en el puerto deportivo de Brighton para recuperar el cuerpo de un patrón de yate que había perdido el equilibrio -aparentemente por la borrachera, según los testigos- y se había caído de la pasarela con un motor fuera borda colgado de la espalda.
La sargento, de veintinueve años, era bajita y delgada, con un rostro vivo y atractivo, y tenía una larga melena oscura. En aquel momento, para calentarse llevaba una chaqueta azul forrada de borreguillo y, debajo, su camiseta azul de uniforme, sus pantalones del mismo color, anchos, y sus botas de trabajo. Tenía un aspecto frágil y delicado. Nadie que la viera así por primera vez pensaría que en los cinco años previos a su trabajo en este puesto había pertenecido a la Unidad de Apoyo Local, cuerpo de élite de la Policía de Brighton y Hove, los agentes de primera línea que llevaban a cabo redadas y detenciones, que se enfrentaban con las alteraciones del orden público y con cualquier otra situación previsiblemente violenta.
La Unidad de Rescate Especial contaba con nueve agentes. Uno, Steve Hargrave, había sido buzo profesional antes de ingresar en el cuerpo. Los otros habían recibido entrenamiento en la Escuela de Submarinismo de la Policía en Newcastle. Un miembro del equipo era un ex marine; otro, un antiguo poli de tráfico -y una leyenda en el cuerpo porque un día le había puesto una multa a su propio padre por no llevar el cinturón abrochado-. Tania, la única mujer, era la jefa de una unidad que -todo el mundo estaba de acuerdo- tenía la labor más dura de toda la Policía de Sussex.
Su misión era recuperar cadáveres y restos humanos, y buscar pruebas en lugares considerados impracticables o demasiado peligrosos para los agentes normales. En la mayoría de los casos se trataba de encontrar víctimas bajo el agua -en canales, ríos, lagos, pozos, en el mar-, pero su campo de operaciones no tenía límites. En los últimos doce meses, sus mayores éxitos -o sus misiones más negras, según el punto de vista- habían sido la recuperación de cuarenta y siete fragmentos corporales de un accidente de tráfico particularmente horrible, en el que habían muerto seis personas, y la de los restos incinerados de cuatro personas de un accidente aéreo con una avioneta. La panorámica de las avionetas privadas aparcadas que tenía delante era parcial, ya que se la obstruía un camión policial en cuyo interior había bolsas para cadáveres suficientes para atender a un desastre aéreo de grandes dimensiones.
El humor hacía posible que los miembros de la unidad no perdieran el juicio, y cada uno de ellos tenía un apodo. El suyo era Smurf porque, como los pitufos, era pequeña y se ponía azul al sumergirse. De todas las personas con las que había trabajado desde que había ingresado en la Policía, diez años atrás, su equipo era sin duda el mejor. Le gustaban, y respetaba a cada uno de sus colegas, y ese sentimiento era mutuo.
En el edificio desde el que operaban guardaban el equipo de inmersión, que incluía un gran zepelín hinchable capaz de llevar a todo el equipo, una sala de secado y su camión, equipado con todo lo necesario, desde equipo de escalada a material de perforación de túneles. Estaban en estado de guardia permanente, veinticuatro horas al día y siete días a la semana.
La mayor parte del espacio del pequeño y atestado despacho de Tania estaba ocupado por archivadores, y en la parte frontal de uno de ellos había un enorme adhesivo amarillo con una señal de advertencia de radiación. Una pizarra blanca sobre su mesa indicaba en azul oscuro y turquesa sus prioridades inmediatas. A su lado colgaba un calendario y una fotografía de su sobrina de cuatro años, Maddie. Su portátil, su fiambrera de plástico, la lámpara, el teléfono y un montón de dosieres y formularios ocupaban la mayor parte de la superficie de su mesa.
Durante los meses de invierno allí dentro hacía un frío glacial constante, motivo por el que llevaba aquella chaqueta de borreguillo. A pesar del asmático jadeo del difusor de calor a sus pies, tenía los dedos tan fríos que le costaba mantener agarrado el bolígrafo. Seguro que hacía menos frío en el fondo del canal de la Mancha, pensó. Pasó la página del registro de inmersiones e introdujo más notas en el formulario. De pronto le distrajo el sonido del teléfono, y lo respondió, algo ausente.
– Sargento Whitlock.
Casi al instante la llamada atrajo toda su atención. Era el superintendente Roy Grace, del cuartel general del DIC, y era poco probable que llamara para charlar del tiempo.
– Hola -dijo él-. ¿Cómo va eso?
– Bien, Roy -respondió ella, transmitiendo más entusiasmo del que sentía realmente.
– ¿Es cierto el rumor de que te vas a casar pronto?
– El verano que viene -dijo ella.
– ¡Menudo tipo con suerte!
– ¡Gracias, Roy! ¡Espero que alguien se lo diga! Dime… ¿Qué puedo hacer por ti?
– Estoy en el depósito de Brighton. Estamos practicando una autopsia de instrucción a un joven varón que sacó ayer del agua el Arco Dee, a unas diez millas al sur del puerto de Shoreham.
– Conozco el Arco Dee. Trabaja sobre todo desde Shoreham y Newhaven.
– Sí. Creo que voy a necesitar que echéis un vistazo y veáis si hay algo más ahí abajo.
– ¿Qué información puedes darme?
– Tenemos una idea bastante precisa del lugar donde lo encontraron. El cuerpo estaba envuelto en plástico y lo habían lastrado. Podría ser un funeral en el mar, pero no estoy seguro de ello.
– ¿Se supone que el Arco Dee lo extrajo de una zona designada para el dragado? -preguntó ella, al tiempo que empezaba a tomar notas en su cuaderno.
– Sí.
– Hay una zona específica para los funerales en el mar. Es posible que un cuerpo se desplace con las corrientes, pero poco probable si era un funeral profesional. ¿Quieres que vaya?
– ¿Te importaría?
– Estaré allí dentro de media hora.
– Gracias.
Colgó, con una mueca de rabia. Tenía pensado irse pronto para prepararle una cena a su novio, Rob, una cena especial. A él le encantaba la comida tailandesa y ella había comprado todo lo que necesitaba por la mañana -incluidas unas gambas frescas y una lubina muy hermosa-. Rob, que era piloto de larga distancia de British Airways, llegaba aquella tarde y luego no volvería en nueve días. Daba la impresión de que sus planes se habían ido al garete.
Se abrió la puerta y apareció Steve Hargrave, apodado Gonzo:
– Me preguntaba si estás ocupada, jefa, o si tienes un par de minutos para charlar.
Ella le dedicó una sonrisa ácida capaz de fundir una viga de acero en menos tiempo del que tardó él en darse cuenta de su mal humor. Levantando un dedo y al mismo tiempo dando marcha atrás, dijo:
– No es un buen momento, ¿verdad?
Ella siguió sonriendo.