32

«Olvídate del mareo», pensó Glenn Branson. Las bandas sonoras de la carretera de circunvalación del puerto de Shoreham ya le estaban poniendo el estómago del revés. Eso, y la intensa resaca y la pelea matutina con su esposa, le hicieron empezar aquella mañana de viernes de un humor gris. Tan gris como el tenebroso cielo de la mañana que veía a través del parabrisas. A la izquierda dejó una larga playa de guijarros desierta; a la derecha se levantaban grandes estructuras industriales, los almacenes, las grúas, los contenedores apilados, las cintas transportadoras, las alambradas, la estación eléctrica, la carbonera y los almacenes del puerto comercial.

– Estoy trabajando, por Dios. ¿O no? -dijo al manos libres.

– Tengo que asistir a una tutoría esta mañana a las once -dijo su mujer.

– Ari, estoy en un operativo.

– Tan pronto te quejas de que no te dejo ver a los niños como luego, cuando te pido que te quedes con ellos sólo unas horas, me sueltas ese rollo de que estás ocupado. A ver si te aclaras. ¿Quieres ser padre o policía?

– ¡Eso no es justo, joder!

– Es perfectamente justo, Glenn. Así es como ha sido nuestro matrimonio los últimos cinco años. Cada vez que te pido que me ayudes a tener vida propia, sacas eso de «No puedo, tengo trabajo» o «Tengo una misión urgente» o «He de ver al capullo del superintendente Roy Grace».

– Ari, por favor -respondió-. Cariño, sé razonable. Fuiste tú quien me animó a que ingresara en el cuerpo. No entiendo por qué te cabreas tanto constantemente.

– Porque yo me casé contigo. Me casé contigo porque quería que tuviéramos una vida en común. Y no tengo una vida en común contigo.

– Así pues, ¿qué quieres que haga? ¿Que vuelva a trabajar de gorila en alguna discoteca? ¿Es eso lo que quieres?

– En aquella época éramos felices.

Tenía el desvío delante. Puso el intermitente y esperó a que pasara una hormigonera que venía a toda velocidad en sentido contrario, pensando en lo fácil que sería cruzarse en medio y acabar con todo.

Oyó un clic. La muy zorra le había colgado.

– Mierda -dijo-. ¡Que te jodan!

Atravesó un almacén de maderas, pasando junto a unos tablones enormes que formaban altos montones a ambos lados, y vio el muelle de la esclusa Arlington justo delante. Bajando la velocidad hasta casi detenerse, marcó el teléfono de casa. Saltó directamente el contestador.

– ¡Venga, Ari! -murmuró para sí, y colgó.

A su derecha estaba aparcado un vehículo que le resultaba familiar, un enorme camión amarillo con el logotipo de la Policía de Sussex y el rótulo «Rescate especial» en grandes letras azules sobre el lateral.

Aparcó justo detrás. Volvió a intentar localizar a Ari, pero se topó de nuevo con el contestador. Así que se quedó sentado un momento, apretándose las sienes con los dedos, intentando aliviar el dolor, que era como un tornillo que le presionara el cráneo.

Era imbécil, lo sabía. Tenía que haberse ido a dormir pronto, pero no podía dormir, hacía semanas que no dormía bien, desde que se había ido de casa. Se había quedado hasta tarde sentado en el suelo del salón de Roy Grace, llorando a solas, repasando la colección de discos de su amigo y bebiéndose una botella de whisky que había encontrado -y que tenía que acordarse de reponer-, poniendo canciones que le traían recuerdos de momentos vividos con Ari. Joder, qué felices habían sido. ¡Habían estado tan enamorados el uno del otro! Añoraba a sus hijos, Sammy y Remi. Los echaba de menos desesperadamente. Se sentía completamente perdido sin ellos.

Con los ojos húmedos y tristes, salió del coche y se enfrentó al frío y húmedo viento, sabiendo que tenía que sacar fuerzas de flaqueza y seguir adelante un día más, igual que cada día. Respiró hondo, aspirando el aire cargado de olores del mar y de gasoil, y de madera recién serrada. Una gaviota soltó un chillido en lo alto, agitando las alas, flotando contra la corriente de aire. Tania Whitlock y su equipo, todos ellos con gorras de béisbol negras con la palabra Policía escrita en gruesos caracteres, cazadoras impermeables rojas, pantalones negros y botas de goma negras, estaban cargando el material en un barco de pesca de altura algo vetusto, el Scoob-Eee, que se hallaba amarrado al muelle.

Incluso al abrigo de la esclusa del puerto, el Scoob-Eee se zarandeaba agitado por las olas. En el otro extremo del puerto había unas cuantas cubas de petróleo blancas; y detrás, un escarpado terraplén de hierba ascendía hasta la carretera y una fila de casas.

El sargento, vestido con una gabardina de color crema sobre el traje beis y con zapatos náuticos de suela de goma, se dirigió hacia el equipo. Los conocía a todos. La unidad trabajaba en estrecha colaboración con el DIC en los casos importantes, ya que estaban entrenados para la búsqueda, especialmente en lugares difíciles o inaccesibles, como alcantarillas, bodegas, orillas de ríos e incluso coches calcinados.

– ¡Eh, chicos! -saludó.

Nueve cabezas se giraron en su dirección.

– ¡Lord Branson! -dijo una voz-. ¡Querido amigo, bienvenido a bordo! ¿Cuántas almohadas desea en su cama?

– ¡Hola Glenn! -dijo Tania con simpatía, haciendo caso omiso a su colega, mientras carreteaba un gran rollo de mangas de respiración y comunicación de color amarillo hasta el borde del muelle y se las pasaba a otro de sus colegas a bordo.

– ¿Dónde te crees que vas vestido así? -le dijo Jon Lelliot-. ¿A un crucero con el Queen Mary?

Lelliot, delgado y musculoso, con la cabeza rapada, era conocido como JIPE, siglas de «Jodido Idiota a Propulsión Eólica». Le pasó una bolsa para cadáveres plegada que apestaba a jabón Jeyes a Arf, un tipo de cuarenta y pico con cara de niño y pelo canoso. Éste la cogió y la colocó en su sitio.

– Sí, mi mayordomo me ha reservado un camarote de primera -respondió Glenn Branson con una mueca. Hizo un gesto con la cabeza hacia el barco de pesca-. Supongo que éste es el bote que me llevará hasta el transatlántico, ¿no?

– Tú ve soñando.

– ¿Puedo hacer algo para ayudar?

Arf le tendió un grueso anorak rojo.

– Necesitarás esto. El mar va a moverse mucho y te vas a mojar.

– No hace falta, gracias.

Arf, el mayor y más experimentado miembro del equipo, le miró con aire divertido.

– ¿Estás seguro de eso? Creo que necesitarás unas botas.

Glenn levantó una pierna, dejando a la vista su fino calcetín amarillo.

– Son zapatos náuticos -dijo-. No resbalan.

– Resbalar va a ser el menor de tus problemas -replicó Lelliot.

Glenn esbozó una mueca y se arremangó el abrigo, dejando a la vista la muñeca.

– ¿Ves esto, Arf, el color? Negro, ¿verdad? Mis antepasados atravesaron el Atlántico remando en barcos de esclavos, ¿vale? ¡Llevo el mar en las venas!


Cuando acabaron de cargar el material, se reunieron en el muelle para recibir las órdenes previas a la inmersión de Tania Whitlock, que leía sus notas de un dosier.

– Vamos a dirigirnos a una zona diez millas náuticas al sureste del puerto de Shoreham, e informáremos al guardacostas de que vamos a sumergirnos allí -dijo-. En cuanto al nivel de riesgo, estaremos en una zona de paso de grandes rutas marítimas, así que todo el mundo tiene que estar atento, para informar al guardacostas de si algún barco se nos acerca demasiado. El calado de algunos de los buques cisterna y cargueros más grandes que pasan por el canal es tal que por algunos puntos del lecho marino dejan sólo unos metros de espacio, así que suponen un peligro real para los submarinistas.

Hizo una pausa y todo el mundo asintió.

– Salvo por los barcos, el nivel de riesgo de la inmersión es bajo -añadió.

«Ya -pensó Steve Hargrave-. Salvo por el riesgo de ahogarse, por la descompresión, las enfermedades y el peligro de quedar atrapado con algo.»

– Nos sumergiremos en una zona de unos veinte metros de profundidad y con mala visibilidad, pero es una zona de dragado y el lecho del mar será ondulado, sin obstáculos sumergidos. El Arco Dee esta mañana está dragando en otra zona. Ayer supervisamos la zona con el sónar e identificamos y marcamos con boyas dos anomalías. Empezaremos la inmersión por ahí. Habrá corriente de marea, así que llevaremos botas para movernos por el fondo, en vez de aletas. ¿Alguna pregunta?

– ¿Crees que esas «anomalías» pueden ser cuerpos?

– Nooo, sólo un par de pasajeros de primera disfrutando de la piscina -bromeó Rod Walker, al que todos conocían como «Jonah».

Tania Whitlock no hizo caso de las risas:

– Yo me sumergiré primero, y luego JIPE. Gonzo me asistirá a mí, y Arf a JIPE. Cuando hayamos investigado y grabado en vídeo las anomalías, las traeremos a la superficie y, si procede, nos plantearemos si vale la pena una nueva inmersión, o si es mejor dedicar el tiempo a barrer una zona más amplia. ¿Alguna pregunta hasta aquí?

Un par de minutos más tarde, Lee Simms, un robusto ex marine, le daba la mano a Glenn Branson para ayudarle a saltar del muelle a la resbaladiza cubierta, encharcada con la lluvia.

Al momento, Glenn sintió el balanceo del barco. Apestaba a pescado podrido y a pintura. Vio unas cuantas redes, un par de jaulas de langostas y un cubo. El motor cobró vida con un traqueteo y la cubierta vibró. Inspiró y se tragó una buena bocanada de humo de gasoil.

Mientras zarpaban bajo la lluvia, envueltos en una luz mortecina, nadie salvo Glenn observó el brillo apagado del cristal de unos binoculares orientados en su dirección, tras una de las cubas de petróleo, al otro lado del puerto. Pero cuando volvió a mirar hacia aquel punto en penumbra, no vio nada. ¿Se lo habría imaginado?



Vlad Cosmescu vestía un gorro negro y un mono azul oscuro de obrero, con botas de trabajo a juego. Sobre la piel llevaba lo último en ropa interior térmica, que le estaba ayudando mucho a protegerse del frío intenso. Pero lamentó que los guantes de cuero no llevaran forro; los dedos se le estaban quedando dormidos.

Llevaba en el puerto desde las cuatro de la mañana.

A lo lejos, en la distancia, había observado a Jim Towers, el viejo lobo de mar, con esa espesa barba hirsuta, y a quien habían alquilado el barco. Había visto cómo lo preparaba, llenaba los depósitos de gasolina y de agua, y luego cómo lo trasladaba desde su amarre en el Sussex Motor Yacht Club hasta el otro lado del puerto, el lugar de partida acordado en la esclusa Arlington. Towers había amarrado el barco y lo había dejado allí, tal como habían acordado. Ya les había dado a los de la Unidad de Rescate Especializado un equipo de arranque y un juego de llaves la noche anterior.

Era paradójico, pensó Cosmescu, que teniendo en cuenta el número de barcos de pesca disponibles para alquilar en aquella época del año, la Policía hubiera escogido el mismo barco que él. Siempre suponiendo, claro, que «fuera» una coincidencia. Y él no era de los que se quedaba tranquilo con las suposiciones. Prefería los hechos contundentes y las probabilidades matemáticas.

Hasta que no habían zarpado y había empezado a charlar con Jim Towers no había descubierto que, antes de retirarse para organizar excursiones en barco, Towers había sido detective privado. Los detectives privados a menudo eran a su vez ex policías, o por lo menos tenían muchos amigos en la Policía. Cosmescu le había pagado a Towers generosamente. Más dinero por aquel viaje del que habría ganado en un año con sus excursiones. ¡Y sin embargo, sólo unos días más tarde, permitía que diez polis zarparan en aquel mismo barco!

A Cosmescu aquello no le olía bien.

Siempre había creído en el viejo proverbio: «Los amigos, cerca; los enemigos, más cerca aún».

Y en aquel momento, Jim Towers no podía estar más cerca.

Estaba atado con cinta americana, tan fuerte que parecía una momia egipcia, convenientemente tumbado en la parte trasera de la pequeña furgoneta blanca de Cosmescu. El vehículo estaba registrado a nombre de una empresa de construcción que existía, pero que nunca había hecho transacciones. Solía tenerla oculto, aparcado en el interior de un garaje seguro.

De momento estaba aparcado en una calle lateral, junto a la carretera principal, que quedaba detrás. A sólo unos doscientos metros.

Lo suficientemente cerca.


Veinte minutos más tarde, tras pasar lentamente por la esclusa, el barco abandonó la protección de los diques del puerto y se adentró en mar abierto. Casi al instante el agua empezó a agitarse más y el pequeño barco empezó a saltar por entre las olas impulsado por el creciente viento de tierra.

Glenn estaba sentado en un taburete duro, refugiado bajo el saliente de la cabina abierta, que era poco más que un toldo, junto a Jonah, que estaba al timón. El sargento estaba agarrado a la bitácora que tenía delante, mirando el teléfono cada pocos minutos a medida que el puerto y la costa iban alejándose, por si llegaba algún mensaje de Ari. Pero la pantalla seguía en blanco. A la media hora empezó a sentirse cada vez más mareado.

La tripulación se metía con él sin compasión.

– ¿Eso es lo que llevas puesto siempre que subes a un barco, Glenn? -le preguntó Chris Dicks, apodado Clyde.

– Sí. Porque normalmente tengo un camarote privado con balcón.

– Te pagan bien en el DIC, ¿eh?

El barco vibraba y se zarandeaba tremendamente. Glenn tomaba aire en profundas bocanadas, todas ellas cargadas de humo del motor, pintura y pescado podrido y, ocasionalmente, de rastros de jabón Jeyes, el olor que todo policía asocia con la muerte. Se estaba mareando. Empezaba a ver borroso el mar.

– Espero que hayas traído el esmoquin -bromeó JIPE-. Vas a necesitarlo si quieres cenar en la mesa del capitán esta noche.

– Sí, claro que lo he traído -respondió Glenn. Cada vez le costaba más hablar. Y hacía un frío de perros.

– No dejes de mirar al horizonte, Glenn -dijo Tania, amablemente-, si te mareas.

Glenn intentó hacerle caso. Pero le era casi imposible distinguir la línea de unión de aquel cielo gris con las olas, también grises. Sentía como si su estómago estuviera saltando a la comba. El cerebro intentaba seguirlo, pero sin conseguirlo del todo.

Entre donde se encontraba él y el timonel, Jonah, que estaba apoyado en un asiento acolchado y agarrado al gran timón, estaba la pantalla de sónar de barrido lateral Humminbird.

– Ésas son las anomalías que vimos ayer, Glenn -dijo Tania Whitlock.

Puso la repetición de la imagen en la pequeña pantalla azul. Había una línea en el centro, creada por el sonar Towfish arrastrado por el barco. Ella señaló dos pequeñas sombras negras apenas visibles.

– Podrían ser cuerpos -añadió.

Glenn no estaba seguro de qué era lo que tenía que mirar exactamente. Las sombras eran minúsculas, del tamaño de hormigas.

– ¿Eso? -preguntó.

– Sí. Estamos a una hora, más o menos. ¿Café?

Glenn Branson sacudió la cabeza. «Una hora. Mierda. Una hora más de esto», pensó. No estaba seguro de que pudiera tragar nada. Intentó mirar al horizonte, pero eso le hacía sentir aún peor.

– No, gracias -dijo-. Estoy bien.

– ¿Estás seguro? Pareces un poco mareado -observó Tania.

– ¡No me he sentido mejor en mi vida!

Diez segundos más tarde saltó de su taburete y se lanzó al lateral del barco, donde vomitó con todas sus fuerzas: la lasaña al microondas de la noche anterior y un montón de whisky, así como la tostada de la mañana. Afortunadamente para él -y más aún para los que tenía cerca-, estaba a sotavento.

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