La nieve caía a gruesos copos en el momento en que Ian Tilling aparcaba su destartalado Opel Kadett en un tramo vacío de la calle, a sólo unos doscientos metros de la entrada de la Gara de Nord. Como siempre, al apagar el contacto, el motor siguió traqueteando y girando unos segundos hasta darse por vencido.
Salió del coche, con Andreea e Ileana, y cerró de un portazo. Le gustaba Ileana. Era una cuidadora comprometida, dedicada plenamente a ayudar a los más desfavorecidos de Bucarest. Tenía una bonita cara, pese a su nariz aguileña, pero, casi como si quisiera alejar a los admiradores deliberadamente, llevaba la melena comprimida en un moño de matrona, unas gafas que no le favorecían nada y una ropa más funcional que femenina.
En más de una ocasión, cuando habían trabajado juntos, él había pensado en el impresionante aspecto que tendría si se maquillara un poco. También le divertía la persistencia del cachondo subcomisario Radu Constantinescu al insistirle para que la convenciera de que saliera a tomar una copa con él, y la desenvoltura de ella para rechazarlo en todas las ocasiones.
En aquella calle a veces había prostitutas, pero para decepción suya no había ninguna aquella noche. Allí era donde esperaba encontrar a la tal Raluca. Sintiendo el aire glacial de la noche, subió los escalones tras Ileana y entró en la lúgubre y enorme estación término de Bucarest. Casi inmediatamente, Ian vio un grupito de niños de la calle a su izquierda. Cien metros más allá, bajo la débil luz de sodio de las bombillas del techo, un pequeño grupo de policías fumaban y bromeaban.
– Ésos son amigos de Raluca, allí -le dijo Ileana en voz baja, señalando con el pulgar, enfundado en un guante, hacia el grupo.
– Muy bien. Llevémosles algo.
Seguido por las dos chicas, atravesó el vestíbulo desierto, pasando junto al café Metropol, ya cerrado, y junto a un viejo barbudo con un gorro de lana, vestido con harapos y botas de lluvia que agitaba una botella de licor y que llevaba allí desde siempre, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, en aquel mismo lugar y con aquellas mismas ropas. Se detuvo un momento y dejó caer un billete de cinco leis sobre las cuatro monedas colocadas frente al viejo, y a cambio recibió un alegre saludo.
En aquel silencio cavernoso, Tilling oyó el traqueteo de las ruedas de un tren que iban adquiriendo velocidad en algún andén cercano, y la mirada se le fue automáticamente al tablón de salidas y llegadas. El puesto de golosinas estaba a punto de cerrar, pero Ian convenció al antipático propietario para que les vendiera un montón de chocolatinas, galletas, patatas fritas y refrescos, que metieron en varias bolsas de plástico y llevaron a los pequeños vagabundos.
A unos cuantos los conocía. Había un chico alto y delgado de unos diecinueve años llamado Tavian que llevaba un gorro de lana azul con orejeras, una chaqueta militar de camuflaje sobre una cazadora de nailon gris y varias capas de ropa debajo. Tenía en brazos un bebé dormido, vestido con un mono de pana y envuelto en una manta. Tavian siempre sonreía; Tilling no sabía si era por naturaleza o porque estaba permanentemente colocado con Aurolac, pero sospechaba que por lo segundó.
– Os he traído unos regalos -dijo el ex policía inglés en rumano, tendiéndoles las bolsas.
El grupo las agarró. Se las disputaron para mirar dentro y escarbaron en ellas con las manos. Nadie le dio las gracias.
Ileana se dirigió a otra chica del grupo, una gitana de una edad indeterminada vestida con una chaqueta de chándal rosa fluorescente y unos pantalones verdes brillantes, con una bufanda al cuello.
– Stefania, ¿cómo estás? -le dijo en rumano.
– No muy bien -dijo la chica, abriendo una bolsa de patatas-. Hace un tiempo de mierda. Y es una época muy mala. Nadie tiene dinero para dárselo a los mendigos. ¿Dónde están los turistas? Las Navidades se acercan, ¿verdad? Pero nadie tiene dinero.
Un joven alto y taciturno con un pequeño bigote y un gorro de lana bordado, una chaqueta negra de borreguillo y unos vaqueros mugrientos llevaba en la mano una botellita de plástico, sin duda de Aurolac. Empezó a quejarse de cómo les estaban tratando últimamente los «pavos» -como llamaban ellos a los policías-. Entonces miró en el interior de una de las bolsas que Stefania tenía abierta y sacó una chocolatina.
– No nos dejan en paz. Es que no nos dejan en paz.
– Estoy buscando a Raluca -dijo Ileana-. ¿Alguien la ha visto esta noche?
Se miraron unos a otros. Estaba claro que todos la conocían, pero sacudieron la cabeza.
– No -dijo Stefania-. No conocemos a ninguna Raluca.
– Venga ya, si estaba aquí con vosotros la semana pasada. ¡Hablé con ella y estabais todos!
– ¿Qué ha hecho de malo? -preguntó otra chica.
– No ha hecho nada de malo -la tranquilizó Ileana-. Necesitamos que nos ayude. Algunos de vosotros estáis en peligro. Queríamos advertiros de una cosa.
– ¿Advertirnos de qué? -preguntó el joven taciturno del bigote.
– Nosotros siempre estamos en peligro. No le importamos a nadie.
– ¿A alguno os han ofrecido trabajos en el extranjero? -preguntó Tilling.
El joven se rio, socarrón:
– Aún estamos aquí, ¿no? -Partió un trozo de chocolate y se lo metió en la boca-. ¿Crees que aún estaríamos aquí si nos hubieran ofrecido un modo de irnos? -dijo, mientras masticaba.
– ¿Quién es este hombre? -preguntó una chica muy tensa desde la parte de atrás del grupo, señalando sospechosamente a Ian Tilling.
– Es un buen amigo nuestro -dijo Ileana.
Andreea sacó los retratos robot de los tres adolescentes muertos de Brighton que llevaba en uno de los bolsillos de su anorak.
– ¿Podéis mirar todos estas fotos y decirme si reconocéis a alguno? -les pidió-. Es muy importante.
El grupo se las pasó, algunos mirando con atención, otros con indiferencia. Stefania fue la que más rato se las miró y luego, señalando el rostro de la chica muerta, preguntó:
– ¿Ésa puede ser Bogdana?
Otra chica cogió la fotografía y la estudió:
– No, conozco a Bogdana. Compartimos refugio un año. No es ella.
Le devolvieron las fotos a Ileana.
– ¿Alguien conoce a un chico llamado Rares? -preguntó Ian Tilling, con el primer plano del tatuaje en la mano.
Una vez más, todos negaron con la cabeza.
De pronto, Stefania se quedó mirando por detrás de ellos. Tilling se giró y vio a una chica de unos quince años, con el cabello largo y oscuro sujeto con clips. Llevaba una chaqueta de cuero, una minifalda del mismo tejido y unas botas negras brillantes hasta la rodilla, y caminaba hacia ellos. Parecía furiosa. Cuando se acercó, Tilling vio que tenía un ojo morado y un arañazo en la otra mejilla.
– ¡Hijo de puta! -dijo Raluca, rabiosa, dirigiéndose a todos y a ninguno en particular-. ¿Sabéis lo que quería ese tipo que le hiciera en su camión? No os lo diré. Le he dicho que se fuera a la mierda y me ha pegado. ¡Y luego me ha tirado a la calle de un empujón!
Ileana se apartó del grupo, rodeó a Raluca con un brazo y se la llevó a unos metros de allí, lejos del alcance de los oídos de los demás. Le examinó el ojo y el arañazo un momento y le preguntó si quería ir a un hospital. La chica se negó en redondo.
– Necesito ayuda, Raluca -dijo Ileana.
Raluca se encogió de hombros, aún furiosa.
– ¿Ayuda? ¿Y a mí quién me ayuda?
– Escucha un momento, por favor, Raluca -le imploró, sin hacer caso al comentario-. Hace unas semanas me dijiste que habías oído hablar de una mujer que les ofrecía trabajos en el extranjero a los chicos, y un apartamento. ¿Sí o no?
Volvió a encogerse de hombros, admitiendo que lo había dicho.
Ileana le enseñó las fotografías.
– ¿Reconoces a alguno de éstos?
Raluca señaló a uno de los chicos.
– Su cara… Lo he visto por ahí, pero no sé cómo se llama.
– Esto es realmente importante, Raluca, créeme. La semana pasada, estos chicos rumanos fueron encontrados muertos en Inglaterra. Les habían quitado todos los órganos internos. Tienes que contarme lo que sepas de esa mujer que ofrece los trabajos.
Raluca se quedó pálida.
– No la conozco, pero yo… -De pronto parecía muy asustada-. ¿Conoces a Simona, y a Romeo, su amigo?
– No.
– Vi a Simona hace un par de días. Estaba contentísima. Me habló de una mujer que le había ofrecido un trabajo en Inglaterra. Va a ir… Se hizo un chequeo… -Se frenó de pronto-. ¡Mierda! ¿Tienes un cigarrillo?
Ileana le dio un cigarrillo, cogió uno también para ella y sacó el encendedor.
Raluca dio una calada y exhaló el humo enseguida.
– ¿Un chequeo?
– La mujer le dijo que tenía que hacerse un chequeo médico…, para conseguir los documentos de viaje.
– ¿Dónde está?
– Vive con su chico, Romeo, y un grupo, bajo la calle, junto a la tubería de calefacción.
– ¿Dónde?
– No lo sé exactamente. Sé en qué zona. Sólo me dijo eso.
– Tenemos que encontrarla -dijo Ileana-. ¿Vendrás con nosotros?
– Necesito dinero para mis drogas. No tengo tiempo.
– Te daremos dinero. Lo mismo que podrías ganar esta noche. ¿Vale?
Unos minutos más tarde se dirigían a toda prisa hacia el coche de Ian Tilling.