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– ¡Pero bueno! ¿Es que no lees los putos periódicos? ¿Has estado viviendo bajo una piedra las últimas dos semanas, mamá?

«¿Mamá?»

«¿Cuánto tiempo hacía que no la llamaba mamá?», pensó Lynn, desesperada, atenazada por el pánico tras la visita de los policías. La pesadilla que estaba viviendo se volvía más lúgubre por segundos.

– ¿Es que podemos estar en medio del mayor escándalo de tráfico de órganos del siglo y, de algún modo, tú no te has enterado?

Lynn se puso en pie, empujando la silla de la cocina tras ella, y se colocó frente a su hija, asombrada y encantada de lo mucho que parecía haber mejorado. Pero también algo alarmada: Caitlin estaba casi sobreexcitada.

– Sí, vale, vale… Yo, bueno…, no me he enterado. ¿Vale?

Caitlin negó con la cabeza.

– Pues no, no vale en absoluto. ¿Vale?

Luego se rascó los brazos furiosamente, por turnos.

– La Policía miente, tesoro -dijo Lynn-. No hay ningún escándalo de tráfico; no es más que una teoría absurda.

– Sí, claro. Aparecen tres cadáveres en el canal, sin los órganos vitales, y todos los periódicos y los programas de televisión y de radio mienten.

– Esos cuerpos no tienen nada que ver con tu trasplante.

– Seguro -dijo Caitlin-. ¿Y qué hacían aquí esos polis?

Lynn estaba luchando contracorriente, lo sabía. Oía la desesperación en su propia voz. En su interior una cabeza le gritaba, al bajar la mirada, casi a regañadientes, hacia la fotografía en la mesa. ¿Y si el superintendente Roy Grace estaba diciéndole la verdad?

La fotografía de la cara de aquella niña se le grabó a fuego en el cerebro, en la parte interna de los párpados, de modo que incluso cuando parpadeaba seguía viéndola.

No era posible. Nadie haría aquello. Nadie mataría a una niña por…, por dinero…, por otra niña…, por…, por…

¿Por Caitlin?

¿Lo harían?

Ojalá que Malcolm estuviera allí en aquel momento. Necesitaba a alguien con quien compartir aquello, con quien hablar. El miedo la asaltaba desde todos los ángulos.

Veintitrés años en la cárcel.

Tiene que ser consciente de lo grave que es para la Policía y para los jueces.

No había pensado en aquello. En hacer trampas al sistema, sí, usando un órgano de una víctima de accidente, eso era todo. No había nada de malo en ello, seguro.

Matar a una niña.

Matar a aquella niña.

El dinero había volado. La mitad. ¿Lo recuperaría? Mierda, no quería recuperarlo. Quería un jodido hígado.

El policía tenía que estar mintiendo.

Había un modo rápido de descubrirlo. Cogió su teléfono móvil, abrió la agenda y buscó el nombre de Marlene Hartmann.

Estaba a punto de apretar el botón de llamada cuando se detuvo.

Cayó en la cuenta.

Se dio cuenta de lo tonta que sería si lo hiciera. Si la vendedora de órganos se enteraba de que tenía a la Policía en los talones, probablemente suspendería la operación y huiría. Lynn no podía correr aquel riesgo. Caitlin había mejorado desde que el doctor Hunter le había dado aquel reconstituyente, pero aquello no iba a durar. Había ganado tiempo. Le había prometido que permitiría que Caitlin ingresara en el hospital por la tarde.

A menos que se produjera un milagro, estaba segura de que si Caitlin volvía al Royal, no volvería a salir de allí. No podía permitir que aquello se viniera abajo justo en aquel momento.

– ¡Eo! ¿Hola? ¿Hola, mamá? ¿Mamá? ¿Hay alguien ahí?

Lynn miró a su hija, sobresaltada.

– ¿Qué?

– Te he preguntado qué hacían aquí esos polis.

Entonces Lynn observó, atónita, que Caitlin de pronto se curvaba y se tambaleaba hacia los lados. La agarró justo a tiempo para evitar que se cayera, agarrándola con fuerza.

Por un instante, su hija parecía completamente desorientada.

– ¿Tesoro? ¿Cariño? ¿Estás bien?

Caitlin tenía la mirada perdida. Parecía sorprendida por lo que había pasado.

– Sí -suspiró. Tenía la piel aún más amarilla que la noche anterior. Susurrando de nuevo, hasta el punto que Lynn tuvo que situar la oreja junto a su boca para oírla, dijo-: ¿Por qué han venido…, los polis?

– No lo sé.

– ¿Van a meternos en la cárcel?

– No -respondió Lynn, sacudiendo la cabeza.

La voz de Caitlin ganó algo de fuerza.

– Parecían bastante desesperados, ¿sabes? Eso es algo desesperado, ¿no? Dejarnos esa foto de la niña. A menos que sea cierto, claro.

Se quedó mirando fijamente a su madre, de pronto enfocando otra vez.

– Probablemente esos cuerpos suponen una gran presión. Quizás estén desesperados por obtener una solución. Intentarán cualquier cosa, recurrirán a lo que sea.

– Sí, bueno, nosotras también estamos bastante desesperadas.

A pesar de todo lo que sentía, Lynn sonrió y luego rodeó a Caitlin con los brazos y la apretó más fuerte que nunca.

– Dios, te quiero, cariño. Muchísimo. Lo eres todo para mí. Eres el motivo por el que me levanto cada mañana. Eres el motivo por el que trabajo todo el día. Eres mi vida. ¿Sabes?

– Deberías salir más.

Lynn sonrió y la besó en la mejilla.

– Siempre me tratas fatal.

– Sí -respondió Caitlin, también sonriendo-. ¡Y tú eres tan jodidamente «posesiva»!

Lynn la empujó suavemente, estirando los brazos pero sin soltarla.

– ¿Sabes por qué soy tan posesiva?

– Porque soy guapa, lista, inteligente y tendría el mundo a mis pies si no fuera por un pequeño problema, ¿verdad? Dios me dio un hígado de una caja equivocada.

Lynn se echó a llorar. Eran lágrimas de alegría. Lágrimas de tristeza. Lágrimas de terror. Abrazando fuerte a Caitlin de nuevo, murmuró:

– Están mintiendo. El poli mentía. No le creas. «Mentía». Tú créeme a «mí». Tesoro, cariño, tú créeme a «mí». Yo soy tu madre. «Tú créeme».

Caitlin la abrazó a su vez, con las pocas fuerzas que tenía.

– Sí, vale. Te creo.

De pronto, se giró, haciendo un ruido gutural.

Liberándose de los brazos de su madre, se abalanzó sobre el fregadero. Lynn se puso a su lado, agarrándola del brazo para evitar que se cayera.

Entonces Caitlin vomitó violentamente.

Horrorizada, Lynn observó que no era vómito lo que salpicaba el fregadero y los azulejos de la pared. Era sangre de un rojo intenso.

Mientras abrazaba a su hija, que tosía y respiraba agitada-mente, supo que, en aquel preciso momento, no le importaba nada más. No le importaba si el superintendente Grace decía la verdad o no. No le importaba si la niña de la fotografía que había traído tenía que morir. No le importaba quién tuviera que morir. Si hacía falta, ella misma mataría a quien fuera, con sus propias manos, para salvar la vida de su hija.

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