14

David Browne, director de Criminalística, y James Gartrell, fotógrafo forense de la Policía, habían llegado hacía un rato en vehículos separados. Tanto Browne -un hombre delgado y musculoso de poco más de cuarenta años, con el pelo pelirrojo muy corto y una cara alegre cubierta de pecas, llevaba un grueso anorak guateado, vaqueros y deportivas- como Gartrell, alto y serio, de pelo corto y oscuro, estaban ocupados en la cubierta principal del Arco Dee, tomando fotografías y vídeos del escenario.

Browne estaba de acuerdo con Roy Grace en que no había motivo para tratar el barco como escenario de un crimen, y ninguno de los tres hombres, ni Lizzie Mantle, se habían molestado en cambiarse y ponerse ropas de protección. Grace se había limitado a cercar la zona de alrededor de la cabeza de dragado con cordón policial.

Junto al cordón se encontraba ahora el superintendente, calentándose las manos con una taza de café caliente e interrogando de un modo informal al capitán y al ingeniero jefe, cuyas declaraciones registraba la inspectora Mantle, de pie a su lado. El superintendente miró su reloj. Eran las seis y diez.

El capitán, Danny Marshall, sin afeitar y con tejanos, con una chaqueta reflectante sobre un grueso suéter y botas, tenía aspecto preocupado, y también consultaba repetidamente su reloj. El jefe de ingenieros, Malcolm Beckett, vestido con un mono blanco sucio y un casco rígido, estaba algo menos nervioso, pero Grace notaba la tensión en ambos hombres.

Era evidente que les preocupaba el cadáver, pero también las implicaciones comerciales de aquella alteración en su calendario.

Otro miembro de la tripulación se acercó a ellos con una hoja de papel milimetrado con una serie de coordenadas impresas que indicaban el punto exacto del lecho marino de donde habían extraído el cuerpo.

Lizzie Mantle copió la información en su cuaderno y luego metió el cuadrado de papel en una bolsa de plástico de pruebas y se la metió en el bolsillo. Al cuerpo le habían colgado un pesado lastre, pero con eso y con todo, tal como sabía Grace por experiencias anteriores, en el canal de la Mancha había fuertes corrientes y los cuerpos podían desplazarse considerablemente. Necesitaría recurrir al equipo de submarinistas para calcular la posición aproximada desde donde lo habían tirado.

De pronto oyó el rugido de una motocicleta, la radio hizo un ruido y oyó la voz de una joven agente que se había situado en la parte inferior de la pasarela para asegurarse de que no subiera a bordo nadie sin autorización.

– El médico acaba de llegar, señor -dijo.

– Ahora bajo.

Roy atravesó la cubierta y el ruido del motor de la motocicleta aumentó de volumen. La luz de un único faro atravesó el muelle. Unos momentos más tarde, a la luz de las balizas del barco, vio que una BMW con los colores del cuerpo de paramédicos se detenía. El conductor bajó y puso el caballete. Graham Lewis apoyó la moto con cuidado, se sacó el casco y los guantes de cuero y se dispuso a sacar su maletín del maletero.

Por obvio que pudiera resultarle a un policía que alguien estaba muerto, por orden del juez de instrucción, a menos que los restos fueran poco más que huesos, o que la cabeza estuviera separada o no apareciera, era necesario un certificado formal de defunción realizado en el mismo escenario. En otro tiempo se exigía incluso la presencia de un médico de la Policía, pero recientemente se había cambiado la norma y ahora eran los paramédicos quienes realizaban el trámite.

El sanitario, un tipo bajo y enjuto con el pelo gris rizado, tenía una expresión amable que siempre tranquilizaba a las víctimas de accidente a las que atendía. Y mostraba un optimismo irrefrenable, a pesar de todo lo que veía a diario en su

– ¿Cómo te va, Roy? -saludó con tono jovial.

– Mejor que al pobre diablo del barco -respondió Grace. «Aunque no me irá mucho mejor si no llego a la fiesta antes de que acabe», pensó.

– No creo que vayas a necesitar ese maletín. Está todo lo muerto que se puede estar -añadió.

Acompañó a Graham Lewis por la inestable pasarela hasta la cubierta, y luego, a la luz de los focos del barco, junto a los rollos de cable y los rieles naranja de la cinta transportadora, que en aquel momento habría tenido que estar girando y traqueteando, sacando la carga de la bodega y vertiéndola en el muelle. Pero estaba en silencio. El sanitario siguió a Roy Grace hasta el otro extremo del barco.

La cabeza de dragado de acero, colgada medio metro por encima de la cubierta, tenía el aspecto de un par de tenazas de cangrejo gigante. Encajado entre ambas había un fardo de lona negra impermeabilizada atado con varias cuerdas. La cuerda también pasaba por unos ojetes de la lona, de los que colgaban unos bloques de cemento, que ahora estaban tirados sobre la sucia cubierta de metal pintado de naranja.

– Está en la bolsa -le informó Grace-. La han abierto, pero no lo han tocado.

Graham Lewis se acercó y echó un vistazo por el largo corte practicado longitudinalmente en la bolsa. Roy Grace observaba a su lado, horrorizado pero muy intrigado.

El sanitario sacó un par de guantes de látex y luego abrió más el corte, con lo que dejó a la vista el cuerpo inerte del interior, de un color gris blancuzco, casi translúcido. Era un hombre joven, de apenas veinte años, calculó Grace, y por su estado no daba la impresión de que llevaba en el agua mucho tiempo.

Se percibía un intenso olor a plástico y un leve rastro de descomposición, pero no el terrible hedor dulzón a carne podrida que a lo largo del tiempo Grace había acabado por asociar con un cuerpo que llevara tiempo muerto. Aquel hombre llevaba muerto sólo unos días, supuso, pero esperaba que el examen post mortem le diera una estimación más precisa.

El joven era delgado, pero más por malnutrición que por ejercicio, pensó Grace al observar la escasa musculatura. Medía entre 1,70 y 1,73 metros y tenía el rostro anguloso y una cara algo rara, con el pelo negro y corto, parte del cual le caía en un flequillo sobre la frente.

El paramédico le giró la cabeza ligeramente.

– No hay signos evidentes de ningún trauma craneal -observó.

Grace asintió, pero su mirada -y su pensamiento- estaban en otra parte del cuerpo. Estaba mirando el abdomen. En particular, la limpia incisión vertical por el centro, desde la base del cuello hasta debajo del ombligo, que acababa en el borde del triángulo de vello púbico, y las grandes suturas que la cerraban. Sus ojos se cruzaron con los del sanitario, luego volvió a bajar la vista. Se quedó mirando la incisión. El pene, casi de color negro, inerte sobre el vello, mustio y arrugado, como la piel cambiada de una serpiente. No pudo evitar quedarse mirándolo un momento. El pene de los muertos siempre le había parecido algo profundamente triste, como si el símbolo por excelencia de la virilidad, al quedar exánime, se convirtiera en el símbolo por excelencia de la muerte. Luego volvió a fijar la vista en la incisión.

– ¿Qué cojones es eso? -preguntó Graham Lewis-. No hay tejido cicatrizado, así que se ha efectuado post mortem… o casi.

– Parece muy limpia -señaló Grace-. ¿Quirúrgica?

Danny Marshall, que estaba a poca distancia, cerca de la agente Mantle, estaba nervioso y le preguntó cuánto tiempo más tendrían que esperar a que descargaran el cuerpo y pudieran zarpar de nuevo: ya habían perdido más de una hora de su valioso tiempo de descarga. El Arco Dee había costado a sus dueños 19 millones de libras y tenía que operar todo el día para ser rentable. Lo que suponía no perderse ni una marea. Una hora más de retraso y no podrían descargar a tiempo de aprovechar la marea de la noche.

Ella le contestó que la decisión dependía de Roy Grace.

Por primera vez en su carrera, Marshall entendía la actitud de un par de capitanes de barcos de pesca que había conocido y que, tras haber sacado algún cadáver del agua con sus redes, le habían confesado que lo habían vuelto a tirar al agua para evitar la pérdida de tiempo que les supondría una investigación policial.

– Desde luego. Eso no es una herida -dijo Lewis-. Al pobre infeliz le han operado. Pero… -Vaciló.

– Pero ¿qué? -le apremió Grace.

– Esa incisión sin duda me parece post mortem.

– ¿Tiene alguna idea de cuánto vamos a tardar, superintendente? -preguntó el capitán.

– Depende del forense -se disculpó Grace.

– ¿Tenemos que esperar?

En aquel momento, sonó el teléfono de Grace.

– Hablando de la reina de Roma -dijo.

Era la patóloga del Departamento de Interior: Nadiuska De Sancha.

– Roy -dijo-. Lo siento mucho. Me han llamado para una emergencia. No sé cuándo podré ir. Cuatro o cinco horas por lo menos, quizá más.

– Vale, ya te llamaré -dijo él.

El paramédico estaba tomando el pulso al cadáver. Cumpliendo con el procedimiento. Una formalidad.

Grace tomó una decisión, en parte influido por su deseo de ir a la fiesta, pero sobre todo por la situación. Aquella draga llevaba una tripulación de ocho hombres, y ya había hablado con todos. Todos ellos podían testificar que el cuerpo había sido extraído del mar. El fotógrafo, James Gartrell, ya había tomado todas las fotografías y vídeos que necesitaba. El cuerpo se encontraba dentro del envoltorio plástico en el que se había extraído del fondo marino, lo que hacía extremadamente improbable que hubiera ninguna prueba forense en el barco: de haberla habido, se habría perdido por el agua de camino a la superficie.

Tendría todo el derecho de incautar el barco como escenario de un crimen, pero a su parecer aquello no llevaría a nada. Lo único que había hecho el Arco Dee había sido extraer el cuerpo del fondo marino. El barco no tenía de escenario de un crimen más que un helicóptero que hubiera recogido un cadáver flotante. Ya determinarían la causa de la muerte en el depósito.

– Buenas noticias para usted -le dijo a Danny Marshall-. Déjeme tomar el nombre y la dirección de todos los miembros de su tripulación y pueden irse -anunció. Luego se giró hacía el paramédico-. Llevemos el cuerpo a tierra; no lo saques del plástico.

– ¿Puedo pasarte el informe más tarde? -le pidió Graham Lewis-. Esta noche entreno a un equipo de rugby juvenil.

– ¿Entrenas?

– Sí.

– ¿Eres entrenador de rugby?

– Sí.

– No lo sabía. Yo dirijo el equipo de rugby del Departamento de Investigación Criminal. Necesitamos un entrenador.

– Pues llámame.

– Lo haré.

– Puedes entregarme el informe mañana.

Entonces volvió a mirar aquel cuerpo huesudo y mutilado. «¿Quién eres tú? ¿De dónde eres? ¿Quién te ha hecho esa incisión en el cuerpo? ¿Y por qué?», pensó.

Siempre «por qué».

Era la primera pregunta que se hacía Roy Grace, siempre para sus adentros, en el escenario de un crimen. Y para ser un poli de treinta y nueve años, aún joven para el cuerpo, había visto demasiados.

Demasiados como para impresionarse.

Pero no tantos como para que no le importara.

Загрузка...