Lynn soltó una maldición cuando vio dos flashes de la cámara de tráfico en el retrovisor. Siempre pasaba despacio por la maldita cámara que estaba frente al Preston Park, pero aquella mañana se le había pasado completamente por alto. Estaba concentrada en llegar a casa lo antes posible, junto a Caitlin, y nada más. Ahora tendría que sumar una multa a su lista de preocupaciones financieras, y le quitarían otros tres puntos del carné, pero ella siguió sin reducir, manteniendo los noventa kilómetros por hora en una zona limitada a cincuenta, desesperada por llegar junto a su hija.
Cinco minutos más tarde aparcó el coche, bajó de un salto, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Luke estaba de pie en el vestíbulo, con el flequillo caído sobre un ojo, con una sudadera ancha y unos pantalones que podrían haber pertenecido a los cuartos traseros de un caballo de pantomima. Tenía la boca abierta y una expresión de idiota aún más evidente de lo habitual, como si estuviera en el andén de una estación viendo que se le escapaba el último tren de la noche, sin saber qué hacer. Levantó los brazos a modo de saludo y luego los dejó caer otra vez.
– ¿Dónde está? -preguntó Lynn.
– Eh…, ya… sí… ¿Caitlin?
«¿Quién coño si no? ¿Sheba? ¿Cleopatra? ¿Hillary Clinton?», pensó. Entonces vio a su hija, de pie en lo alto de las escaleras, en camisón y bata, balanceándose como si estuviera borracha.
Lynn dejó caer el bolso al suelo y se lanzó escaleras arriba, justo en el momento en que Caitlin daba un paso adelante, perdía contacto con el escalón y caía al vacío. Lynn la cogió como pudo, agarrándola con un brazo y asiéndose a la barandilla con el otro. Se aferró con todas sus fuerzas y consiguió evitar que las dos cayeran escaleras abajo.
Se quedó mirando a Caitlin a la cara, a pocos centímetros de la suya, y vio que ponía los ojos en blanco.
– ¡Cariño! ¡Cariño! ¿Estás bien?
Caitlin balbució una respuesta incomprensible.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Lynn consiguió erguirla y colocarla de nuevo en el rellano. Caitlin se tambaleó, apoyándose en la pared. Luke se les acercó, deteniéndose a la mitad de las escaleras.
– ¿Habéis estado tomando drogas? -le gritó Lynn.
– No, Lynn, qué va -protestó Luke, que parecía realmente sorprendido.
– Estoy… Estoy… como… -masculló Caitlin, arrastrando las palabras.
La condujo hacia su habitación. Caitlin se dejó caer de espaldas en la cama. Lynn se sentó a su lado y la rodeó con un brazo.
– ¿Qué te pasa, cariño? Cuéntame.
Caitlin volvió a poner los ojos en blanco.
Por un momento, su madre pensó, angustiada, que se estaba muriendo.
– Si le has dado algo, Luke, te mataré. Lo juro. ¡Te arrancaré los ojos!
– No le he dado nada, te lo prometo. Nada de nada. No me meto drogas. Nunca lo haría, no le haría nada.
Ella acercó la nariz a la boca de su hija para ver si olía a alcohol, pero sólo notó un leve olor cálido y agrio. -¿Qué te pasa, tesoro?
– Estoy mareada. Todo me da vueltas. ¿Dónde estoy?
– Estás en casa, cariño. Estás bien. Estás en casa.
Caitlin paseó la mirada, ausente, por la habitación, sin reconocer nada, como si estuviera en un lugar completamente desconocido. Lynn siguió la trayectoria de sus ojos, de la diana a la boa violeta que colgaba de los dardos, luego a la foto de ese cantante de rock cuyo nombre Lynn no recordaba en aquel momento, como si lo viera todo por primera vez.
– No…, no sé dónde estoy -dijo.
Lynn se puso en pie, atenazada por el pánico.
– Luke, quédate aquí con ella un momento.
Luego corrió escaleras abajo, cogió el bolso y se fue a la cocina. Sacó la agenda del bolso y marcó el teléfono móvil de la coordinadora de trasplantes del Royal South London Hospital.
«Por favor, Dios mío, que esté ahí.»
Para su alivio, Shirley Linsell respondió al tercer tono. Lynn le explicó los síntomas de Caitlin.
– Parece una encefalopatía -dijo ella-. Déjame que hable con un especialista y él o yo te volveremos a llamar.
– Está muy mal -insistió Lynn-. ¿Encefalopatía? ¿Eso cómo se escribe?
La coordinadora se lo deletreó. Luego le prometió que volvería a llamarla en unos minutos y colgó.
Lynn volvió a subir las escaleras corriendo, con el teléfono inalámbrico en la mano.
– Luke, ¿puedes buscar «encefalopatía» en Internet? -dijo, y se lo deletreó.
Luke se sentó frente al tocador de Caitlin, abrió su portátil y escribió algo en el teclado.
Cinco minutos más tarde, Shirley Linsell llamó.
– Tienes que hacer que Caitlin evacúe. ¿Quieres traerla hasta aquí?
– ¿Le habéis encontrado un hígado?
Hubo un momento de duda que a Lynn no le gustó.
– No, pero creo que no sería mala idea que la trajeras.
– ¿Cuánto tiempo?
– Hasta que la estabilicemos.
– ¿Cuándo tendréis un hígado?
– Como te dije ayer, no puedo darte una respuesta. Pero si quieres, puedes tratarle estos síntomas en casa.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Aplicarle una lavativa. Generalmente, en estos casos, vaciando los intestinos el paciente se estabiliza.
– ¿Qué tipo de lavativa? ¿De dónde la saco?
– De cualquier farmacia.
– Estupendo -dijo Lynn.
– ¿Por qué no lo intentas? Espera unas horas, luego mira cómo está y me llamas. Aquí siempre hay alguien, y puede venir en cualquier momento.
– Ya -dijo Lynn-. Bueno, haré eso.
Colgó.
Caitlin estaba tumbada boca arriba en su cama, abriendo y cerrando los ojos.
– ¡Creo que he encontrado lo que buscabas! -anunció Luke.
Lynn miró por encima de su hombro. El pelo le olía a sucio. Leyendo en voz alta, Luke dijo:
– «La encefalopatía es un síndrome neuropsiquiátrico que se produce en casos de enfermedades hepáticas avanzadas. Los síntomas pueden oscilar entre la confusión, los mareos, el cambio de personalidad o incluso el coma.»
– ¡Pues qué bien! -exclamó Lynn. Luego se giró hacia Caitlin, que había cerrado los ojos. Temiéndose de pronto que pudiera caer en un coma, la sacudió-. ¡Cariño! ¡No te duermas, tesoro!
Caitlin abrió los ojos.
– ¿Sabes qué? -farfulló-. Esto del hígado es la hostia.
– ¿La hostia? -dijo Lynn, sorprendida.
– Sí, ¿por qué no? -contestó Luke.
– ¿Por qué es la hostia? -le preguntó Lynn, confusa, a Luke, como si de algún modo pudiera encontrar la respuesta en aquella cara estúpida.
– Esa lista de espera para el trasplante, ¿sabes?
– ¿Qué le pasa?
– Hay un modo de saltársela.
– ¿Qué modo?
– Sí, bueno, he estado mirando en Internet. Se puede comprar un hígado.
– ¿Comprar un hígado?
– Sí, es la bomba.
– ¿«La bomba»? No estoy segura de que vivamos en el mismo planeta. ¿Qué quieres decir con eso de «comprar un hígado»?
– A un intermediario.
– ¿Un qué?
– Un intermediario, un vendedor de órganos.
Lynn se lo quedó mirando, convencida por un momento de que sería una broma. Pero él parecía de lo más serio. Era la primera vez que lo veía remotamente interesado en algo.
– ¿Qué quieres decir con eso de «un vendedor de órganos»?
– Alguien que te consigue el órgano que quieres. En Internet. Venden todo lo que puedas necesitar para un trasplante: corazones, pulmones, córneas, piel, partes del oído, riñones… e hígados.
Lynn se lo quedó mirando en silencio unos momentos.
– ¿Lo dices en serio? ¿Puedes comprar un hígado en Internet?
– Hay un montón de páginas web -prosiguió Luke-. Y, esto te interesará, he encontrado un foro sobre listas de espera de órganos. Dice que la lista para trasplantes en algunos países es aún más larga que en el Reino Unido. Casi un noventa por ciento de las personas que esperan un hígado en Estados Unidos mueren antes de conseguirlo. Eso deja nuestro veinte por ciento en nada.
«A menos que ese veinte por ciento incluya a tu hija -pensó Lynn, lanzando una dura mirada a Luke-. Que sea una de las tres personas que mueren al día en el Reino Unido esperando un trasplante.»
Estaba enferma de preocupación y hecha una furia.
Pensando. Pensando en Shirley Linsell. Su transformación, de su tono cálido a aquella frialdad. Caitlin no era más que otra paciente. Dentro de un año o dos, probablemente ni se acordaría de su nombre; no sería más que una estadística.
No iba a correr aquel riesgo.
– Me voy a la farmacia. Cuando vuelva, me gustaría que me enseñaras eso de los vendedores de órganos -dijo.
De camino, paró en el quiosco, entró y echó un vistazo al Argus en busca de nuevas noticias sobre los tres cuerpos. En la tercera página había un gran artículo con el titular «LA POLICÍA SIGUE DESCONCERTADA ANTE LOS CUERPOS DEL CANAL». Se quedó mirando las fotografías retocadas de los rostros de los tres adolescentes. Leyó las especulaciones sobre la posibilidad de que les hubieran extraído los órganos para trasplantes. Leyó las declaraciones del tal superintendente Roy Grace, quienquiera que fuera.
Sintió que algo oscuro se revolvía en su interior. Dejó el periódico en el montón; no quería que Caitlin lo viera. Compró un paquete de cigarrillos Silk Cut, volvió a su coche y se fumó uno, pensando de nuevo, concentrada, con las manos temblorosas.