Lynn corrió por una sucesión aparentemente interminable de salas con una apabullante variedad de carteles y nombres. En algunas buscó; otras las pasó por alto. No se molestó en entrar en la sauna finlandesa ni la de vapor, ni en la sala de aromaterapia. Pero echó un vistazo a la clase de yoga, al Centro Ayurvédico, a varias salas de tratamiento, y luego a la Zona de Experiencia Tropical.
De vez en cuando echaba la vista atrás, por si veía a algún policía. Pero no la seguían.
Iba dando tumbos, casi sin aliento y desorientada por la geografía del lugar. Estaba empapada en sudor y agitada, lo que le indicaba que estaba baja de azúcar.
«Cariño. Caitlin, cariño. Tesoro, ¿dónde estás?»
Mientras corría, marcó el número de Caitlin por tercera vez, pero de nuevo le salió el contestador.
Los diez minutos se habían agotado. Se detuvo, jadeando, marcó el número de Shirley Linsell y le rogó que le diera unos minutos más contándole una media verdad: que había llevado a su hija a un balneario y que la había perdido.
A regañadientes, la coordinadora de trasplantes del Royal le concedió otros diez minutos. Pero iban a ser los últimos.
Lynn le dio las gracias repetidamente y luego se detuvo, con el corazón latiéndole con fuerza, pensando a la desesperada y preocupadísima.
«Por favor, aparece, Caitlin. Por favor, por favor, por favor.»
Aquel lugar era demasiado grande. No la encontraría nunca sin ayuda. Intentando recomponerse, corrió hacia atrás, siguiendo los carteles que indicaban el camino hacia el vestíbulo, y llegó antes de lo que esperaba. Había un policía en la puerta principal, como si montara guardia; los otros habían desaparecido.
Atravesó la puerta con el cartel de «Privado. Prohibido el paso» y volvió a la zona de oficinas. Abrió la puerta del despacho de Marlene Hartmann y entró.
Y se quedó helada.
La alemana, con las manos esposadas por delante, tenía un aspecto sombrío pero digno. Tras ella había dos policías de uniforme y, a su lado, un hombre negro alto y calvo con gabardina. De pie junto a la mesa, rebuscando entre los papeles, estaba el superintendente que la había visitado aquella misma mañana, que se giró hacia ella, abriendo bien los ojos al reconocerla.
– Ha traído aquí a su hija para hacerle un regalo antes de la operación, ¿verdad, señora Beckett?
– Por favor, tienen que ayudarme a encontrarla -espetó.
– ¿Tiene usted un buen motivo para estar aquí, en Wiston Grange? -replicó él, con gesto severo.
– ¿Un buen motivo? Sí, claro -dijo Lynn, airada, de pronto furiosa por su actitud-. Porque quiero estar guapa para el funeral de mi hija. ¿Le parece suficiente motivo?
En el silencio que siguió, se tapó el rostro con las manos y sollozó.
– Por favor, ayúdenme. No la encuentro. Por favor, dígame dónde está -dijo, dirigiéndose a la alemana con los ojos húmedos-. ¿Dónde está?
La vendedora de órganos se encogió de hombros.
– Por favor -suplicó Lynn-, tengo que encontrarla. Ha huido a algún sitio. Tenemos que encontrarla. Tienen un hígado para ella en el Royal. Tenemos que encontrarla. Diez minutos. Sólo tenemos diez minutos. ¡Diez minutos!
Roy Grace dio un paso hacia ella, con una hoja de papel en la mano y cara de pocos amigos.
– Señora Beckett, queda detenida como sospechosa de conspiración para traficar con un ser humano con intención de efectuar un trasplante y como sospechosa de intento de adquisición de un órgano humano. No tiene por qué decir nada, pero puede que sea perjudicial para su defensa si al interrogarle deja de mencionar algo que después recuerde ante el tribunal.
Ahora Lynn ya veía qué era aquella hoja de papel. Era el fax que acababa de enviar hacía un rato a su banco, dando instrucciones de transferir la segunda mitad del pago a Transplantation-Zentrale.
De pronto le fallaban las piernas. Se llevó las manos a la boca, sollozando histérica:
– Por favor, encuentren a mi hija. Firmaré lo que sea. No me importa. Por favor, encuéntrenla.
Miró, suplicante, al agente negro, que tenía una expresión comprensiva, luego a la fría máscara de la alemana, y después al superintendente.
– ¡Se está muriendo! ¡Por favor, tienen que entenderlo! ¡Tenemos un margen de diez minutos para encontrarla, o el hospital le dará el hígado a otra persona! ¿No lo entienden? Si no consigue ese hígado hoy, morirá.
– ¿Dónde ha buscado? -dijo Marlene, con voz seca.
– Por todas partes.
– ¿También fuera?
Lynn sacudió la cabeza.
– No… Yo…
– Llamaré al helicóptero -dijo Glenn Branson-. ¿Puede darme una descripción de su hija? ¿Qué lleva puesto?
Lynn se la dio, y él se llevó la radio al oído. Tras una breve conversación, bajó el auricular.
– Han visto a una adolescente que concuerda con la descripción subiendo a un taxi hace unos quince minutos.
Lynn emitió un grito de angustia y sorpresa.
– ¿Un taxi? ¿Dónde? ¿Adónde…, adónde iba?
– Era un taxi de Brighton. Un Streamline -explicó Glenn Branson-. No debería ser un problema encontrarlo, pero va a llevar más de diez minutos.
Desconcertada, Lynn insistió:
– ¿Hace quince minutos, en un taxi?
Branson asintió.
Lynn pensó por un momento.
– Miren… Miren, probablemente habrá vuelto a casa. Por favor, déjenme ir. Volveré. Volveré al instante, se lo prometo.
– Señora Beckett -dijo Roy Grace-, está detenida, y vamos a llevarla a la comisaría de Brighton.
– ¡Mi hija se está muriendo! No puede sobrevivir. Se morirá si no va al hospital hoy mismo. Yo… tengo que estar con ella. Yo…
– Si quiere, enviaremos a alguien para ver cómo está.
– ¿No hay nadie más que pueda llevarla? -preguntó Grace.
– Mi marido… Mi ex marido.
– ¿Cómo podemos contactar con él?
– Está en un barco…, en el mar. Una draga. No… No recuerdo qué horarios tiene, cuándo están en puerto.
Grace asintió.
– ¿Puede darnos su número? Intentaremos llamarle.
– ¿No puedo hablar con él yo misma?
– Lo siento, no.
– ¿No puedo hacer…? Pensé que podía hacer… una llamada telefónica.
– Cuando registren su ingreso en comisaría.
Ella miró a ambos hombres, desesperada y les dio el número del teléfono móvil de Mal. Glenn Branson tomó nota en su cuaderno e inmediatamente lo marcó.