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Lynn estaba sentada en su lugar de trabajo, con un nudo en la garganta por la ansiedad. Tenía enfrente el bocadillo de atún que había traído para almorzar, al que le había dado un pequeño bocado, junto a su manzana intacta.

No tenía apetito. Sentía mariposas en el estómago y estaba hecha un manojo de nervios. Aquella noche, después del trabajo, tenía una cita. Pero las mariposas no eran de las que solían provocarle la emoción previa a un encuentro con su novio cuando era adolescente. Eran más bien como oscuras polillas atrapadas. Su cita era con el odioso Reg Okuma. O, más específicamente, por lo que a ella respectaba, era con sus 15.000 libras en efectivo, tal como le había prometido.

Aun así, por lo que había dejado entender aquella mañana al teléfono, él esperaba algo más que una copa rápida.

Cerró los ojos un momento. Caitlin estaba empeorando día a día. A veces daba la impresión que de hora en hora. Esa mañana, su madre le estaba haciendo compañía. La Navidad estaba al caer. Marlene Hartmann le había garantizado un hígado antes de una semana tras la recepción del primer pago, y ahora aquello ya estaba hecho. Pero independientemente de las promesas de la vendedora de órganos -y de todas las referencias que había pedido para quedarse tranquila- la realidad era que en Navidad mucha gente cerraba, y que las ruedas de quien no lo hacía giraban a un ritmo más lento.

Ross Hunter la había llamado por teléfono horas antes, para implorarle que llevara a Caitlin al hospital.

– Sí, para que muera allí, ¿verdad?

Una de sus colegas, una joven alegre y amable llamada Nicky Mitchell, se le acercó y le dejó un sobre cerrado sobre la mesa.

– ¡Tu amigo invisible! -dijo.

– Vale, gracias.

Lynn se quedó mirando el sobre, preguntándose a quién, de entre sus compañeros, le tocaría comprar un regalo. Normalmente aquello le habría hecho ilusión, pero ahora mismo no era más que otra molestia.

En la gran pantalla de la pared, enfrente, se leían las palabras: «¡Bote de Navidad!», rodeadas de arbolitos festivos y monedas de oro girando. El bote superaba ya las 3.000 libras. En aquella oficina todo olía a dinero. Estaba segura de que, si abría a sus colegas por la mitad, de sus venas saldrían monedas en lugar de sangre.

Todo aquel dinero. Millones. Decenas de millones.

¿Y por qué, entonces, le costaba tanto encontrar las últimas quince mil libras para la vendedora de órganos? Mal, su madre, Sue Shackleton y Luke se habían portado estupendamente. En su banco se habían mostrado sorprendentemente comprensivos, pero como ya había superado su límite de crédito, el director le había dicho que tendría que pedir permiso a la central, y que no confiaba en que se lo dieran. Su única opción era intentar ampliar la hipoteca, pero aquello era un proceso que llevaría muchas semanas, tiempo del que no disponía.

De pronto sonó su teléfono móvil. El número estaba oculto. Respondió furtivamente; no quería que le llamaran la atención por responder a una llamada privada.

Era Marlene Hartmann, con aquella voz tersa y agitada:

– Señora Beckett, hemos identificado un hígado apto para su hija. Realizaremos el trasplante mañana por la tarde. Por favor, tenga a Caitlin preparada, con las bolsas preparadas, mañana a mediodía. ¿Tiene la lista que le envié con todo lo que necesitará llevar?

– Sí, sí -dijo Lynn. Pero tenía la voz tan seca por los nervios y la emoción que apenas se le oía-. ¿Puede decirme… algo sobre el… donante?

– Procede de una joven que ha sufrido un accidente de carretera y que está en muerte cerebral, con técnicas de soporte vital. No puedo decirle más.

– Gracias -dijo Lynn-. Gracias.

Colgó, mareada por la emoción… y el miedo.

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