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– Alguien me dijo que tu padre solía jugar al tenis con el equipo de Sussex. ¿Es cierto, E. J.? -dijo Guy Batchelor-. Yo también juego un poco. Bueno, solía jugar, pero no a ese nivel. ¿Cómo se llama?

– Nigel. Jugó con los sub-16, pero no ha jugado en serio desde hace años. Probablemente ahora podría jugar con el equipo de bebedores de cerveza de Sussex. O, más probablemente, de charlatanes -dijo ella, con una mueca.

– ¿Tiene el don de la palabra?

– Podríamos decirlo así.

Se dirigían hacia el oeste, tras dejar el pueblo de Storrington. Las suaves laderas de los South Downs se sucedían a su izquierda. E. J. echó un vistazo al mapa que llevaba sobre las rodillas.

– Debería ser la próxima a la derecha.

Giraron y tomaron un estrecho camino, apenas más ancho que el coche, flanqueado por altos setos. Medio kilómetro más allá, Emma-Jane le indicó que girara a la izquierda, por un sendero aún más estrecho. Batchelor pensó que los coches de la Policía debían de ser los últimos del planeta sin GPS incorporado -pese a ser los que más lo necesitaban-. Estaba a punto de comentarle aquello a E. J. cuando la radio cobró vida con un ruido crepitante. Aunque estaba conduciendo, la cogió y se la llevó al oído, pero era una solicitud de asistencia en otro lugar del condado, muy apartado.

– Deberíamos encontrárnoslo a la izquierda -anunció Emma-Jane.

El Mondeo sin distintivos fue frenando. Unos momentos más tarde vieron un par de imponentes puertas de hierro forjado entre dos pilares que culminaban en sendas bolas de piedra. Sobre una placa negra, unas letras doradas decían: «Thakeham Park».

Detuvieron el coche frente a las puertas, bajo la mirada ciclópica de una cámara de seguridad montada en lo alto. En otro pilar había un cartel amarillo con una cara sonriente, bajo la cual se leía: «Sonría, está apareciendo en el circuito cerrado».

La joven agente salió y apretó el botón del interfono que había debajo. Un momento más tarde oyó una voz entrecortada de mujer que hablaba con acento.

– ¿Sí?

– Sargento Batchelor y agente Boutwood -se presentó-. Tenemos una cita con sir Roger Sirius.

El interfono emitió un ruido agudo y luego las puertas empezaron a abrirse. E. J. volvió a subirse al coche y pasaron por un camino asfaltado de casi un kilómetro, cuesta arriba, con grandes árboles a ambos lados. Hasta que apareció una mansión jacobea con una vía de acceso circular enfrente, con un estanque en el centro rodeado de hierba.

Frente a la casa había varios coches aparcados, entre los que Guy reconoció un Aston Martin Vanquish negro. A la derecha, en un gran círculo de cemento en medio de un césped cuidadísimo, había un helicóptero azul oscuro.

– ¡Parece que la medicina da dinero! -comentó Guy.

– Hay a quien se le da bien -dijo ella.

– O quizá se trate de no hacerlo tan bien -le corrigió él.

Emma-Jane no se molestó siquiera en contar el número de ventanas, acorde a una mansión de aquella categoría.

– Creo que nos hemos equivocado de profesión.

Rodearon el estanque y pararon casi enfrente de la gran puerta de entrada.

– Depende de lo que quieras en la vida, ¿no? -dijo Guy-. Y del código ético con el que decidas vivir.

– Sí, supongo.

– ¿Has coincidido alguna vez con Jack Skerritt?

Jack Skerritt era el superintendente en jefe de la central del Departamento de Investigaciones Criminales, el policía de mayor antigüedad de Sussex. Y el más respetado.

– Hace un par de años me tomé una copa con él -recordó Batchelor-. En el bar de la comisaría de Brighton, cuando él era director de la Policía local de Brighton y Hove. Estábamos hablando de lo que ganaban los polis. Me dijo que él ganaba setenta y tres mil libras al año, más un par de miles más de dietas. «Puede que eso parezca mucho -me contó-, pero es menos de lo que gana el director de un colegio, y yo tengo a mi cargo toda la ciudad de Brighton y Hove.» Luego me dijo algo que nunca olvidaré.

Ella lo miró con curiosidad.

– Dijo: «En este trabajo, las riquezas vienen del interior».

– Eso es bonito.

– Y cierto. Ser poli, hacer este trabajo, me hace sentir como un millonario cada día de mi vida. Nunca quise ser otra cosa.

Salieron del coche y llamaron al timbre. Momentos después, la enorme puerta de roble se abrió y apareció un hombrecillo menudo de unos setenta años. De constitución fina, con cara de pájaro, nariz aguileña, expresión amable y unos grandes y despiertos ojos azules llenos de curiosidad. Tenía el cabello ralo y gris, tirando a blanco, bien peinado, y llevaba un cárdigan beis sobre una camisa blanca a cuadros, una corbata de cachemira, unos pantalones de pana color óxido que daban la impresión de servir para las labores de jardinería, y zapatillas de cuero negras. El único elemento que revelaba que era un hombre rico era un leve pero distintivo bronceado.

– Hola -dijo con una voz jovial y clara que parecía sacada de una película de los años cincuenta.

– ¿Sir Roger Sirius? -preguntó Batchelor.

– Soy yo -respondió, tendiendo su mano, fina y peluda, con unos dedos largos de manicura perfecta.

Los policías le estrecharon la mano y luego Batchelor sacó su placa y se la mostró. Sirius le echó una mirada de lo más superficial y se hizo a un lado con un gesto teatral de la mano.

– Pasen, por favor. Tengo curiosidad por saber cómo puedo ayudarlos. Ustedes siempre me fascinan. He leído muchas novelas negras. Me gustó bastante la serie The Bill. ¿La han visto?

Ambos policías negaron con la cabeza.

– Y el inspector Morse. También me gustaba. No tanto ese John Hannah, de Rebus; yo diría que Slott lo hacía mucho mejor. ¿No los han visto?

– No tenemos mucho tiempo libre, señor -dijo Batchelor.

Siguieron al eminente cirujano de trasplantes por un majestuoso vestíbulo con paneles de madera de roble. Estaba decorado con magníficos muebles antiguos y varias armaduras relucientes. En las paredes había una combinación de espadas antiguas, armas de fuego y óleos, algunos de ellos retratos y otros paisajes.

A continuación entraron en un gran despacho. De las paredes, también paneladas en madera de roble, colgaban diplomas que demostraban las cualificaciones del cirujano. Alrededor había un montón de fotografías enmarcadas en las que aparecía con muchas caras famosas. Una era con la Reina. En otra, en un acto de etiqueta, estaba con la princesa Diana. En otras se le veía con sir Richard Branson, Bill Clinton, François Mitterrand y el futbolista George Best. Batchelor se quedó mirando aquella fotografía con especial interés. Era sabido que Best había recibido un trasplante de hígado.

Los dos policías se sentaron en un sofá capitoné de cuero rojo, mientras una belleza de negra melena, que Sirius presentó como su esposa, les traía café. Sirius se distrajo un momento con un pitido de su BlackBerry, y Batchelor y E. J. aprovecharon la ocasión para intercambiar una breve mirada. El cirujano sin duda era un personaje complejo. Modesto en aspecto y en modos, pero no en ego, ni en su gusto por las mujeres.

– Así pues, ¿en qué puedo ser de ayuda? -preguntó Sirius, cuando su esposa hubo salido de la habitación. Se sentó en un sillón frente a ellos, del otro lado de la arqueta de roble que hacía las veces de mesita auxiliar.

Guy ya había ensayado aquello con E. J. durante el trayecto. De pronto sintió la imperiosa necesidad de fumar y se dio cuenta, por el agradable olor de la habitación y la ausencia total de ceniceros, que no tenía ninguna oportunidad. Tendría que gorronear un cigarrillo más tarde, algo a lo que se había acabado por acostumbrar últimamente.

Mirando fijamente al cirujano a los ojos, dijo:

– Tiene usted una casa muy bonita, sir Roger. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?

El cirujano reflexionó por un momento.

– Veintisiete años. Era una ruina cuando la compré. A mi primera esposa nunca le gustó. A mi hija le encantaba -recordó, de pronto con los ojos empañados-. Es una lástima que Katie nunca pudiera verla acabada.

– Lo siento -dijo E. J.

– Ya hace mucho tiempo -respondió el cirujano, encogiéndose de hombros.

– En la prensa le han citado mucho por su opinión sobre el sistema de donación de órganos del Reino Unido -prosiguió Guy Batchelor, sin dejar de mirarle a la cara.

– Sí -confirmó, asintiendo enérgicamente, muy animado de pronto por el asunto-. ¡Por supuesto!

– Pensamos que quizá podría ayudarnos.

– Haré lo que pueda -dijo, inclinándose hacia ellos y, con una expresión que recordaba aún más la de un pájaro, sonrió abiertamente.

– Bueno -dijo Emma-Jane, casi como si le hubieran dado la entrada-. ¿No es cierto que casi el treinta por ciento de los pacientes del Reino Unido que esperan un trasplante de hígado se mueren antes de conseguirlo?

– ¿De dónde ha sacado esa cifra? -preguntó él, frunciendo el ceño.

– Le cito a «usted», sir Roger. Eso es lo que escribió en un artículo de The Lancet, en 1998.

Frunciendo el ceño de nuevo, argumentó:

– Escribo muchas cosas. No puedo recordarlo todo. ¡Especialmente a mi edad! Lo último que oí es que la cifra oficial es del diecinueve por ciento… Pero, como todo, depende del criterio que se aplique. -Se echó adelante y cogió una jarrita de plata-. ¿Alguno de ustedes lo toma con leche?

«No lo recuerdas todo. Especialmente a tu edad. Pero aun así tienes una licencia de piloto de helicóptero, así que tu memoria no puede ser tan mala», pensó Guy Batchelor.

Cuando acabaron de servirse los cafés, el sargento preguntó:

– ¿Recuerda el artículo que escribió en Nature, en el que criticaba el sistema de donaciones de órganos, sir Roger?

– Como les he dicho, he escrito muchos artículos -respondió, encogiéndose de hombros.

– También ha trabajado en muchos sitios, ¿verdad, sir Ro-ger? -insistió E. J.-. Entre ellos Colombia y Rumania.

– ¡Vaya! -dijo él, aparentemente halagado-. ¡Parece que me han estudiado de cerca!

Batchelor le entregó al cirujano los tres retratos robot de los adolescentes muertos.

– ¿Podría decirnos si ha visto alguna vez a estas tres personas, señor?

Sirius estudió cada una de las fotos unos momentos, mientras Batchelor lo observaba fijamente. Sacudió la cabeza y se las devolvió.

– No, nunca -dijo.

Batchelor volvió a meterlas en el sobre.

– ¿Fue coincidencia que escogiera aquellos dos países para trabajar? El hecho es que ocupan posiciones destacadas en las listas de países implicados en el tráfico de órganos para trasplantes.

Sirius se lo pensó un rato antes de responder.

– Está claro que ambos han hecho sus deberes conmigo, pero me pregunto… Díganme algo: ¿entre sus datos no figura el hecho de que mi querida hija Katie muriera hace ahora diez años, a los veintitrés años de edad, de fallo hepático?

Sorprendido por esta revelación, Batchelor se giró hacia E. J. Ella parecía igualmente sorprendida.

– No -respondió él-. Siento oír eso. No, no lo sabíamos.

Sirius asintió, de pronto triste y compungido.

– No hay motivo para que lo supieran. Era parte de ese treinta por ciento, me temo. Ya ven, ni siquiera yo pude evitar someterme al sistema de donaciones que tenemos en este país. Nuestras leyes son extremadamente rígidas.

– Estamos aquí, sir Roger -dijo Emma-Jane- porque tenemos motivos para creer que algunos miembros de la profesión médica están saltándose esas leyes para ofrecer órganos a gente que lo necesita.

– ¿Y creen que yo podría darles sus nombres?

– Eso es lo que esperamos.

Él esbozó una sonrisa.

– Cada pocos meses leen en Internet la historia de algún tipo que se ha emborrachado en un bar de Moscú y que acaba en una bañera llena de hielo con un riñón menos. Eso no son más que leyendas urbanas. En el Reino Unido, todos los órganos que llegan a los quirófanos para trasplantes están regulados por la UK Transplant. Ningún hospital británico podría obtener un órgano y trasplantarlo fuera del sistema. Es absolutamente imposible.

– Pero eso no es así en Rumania o Colombia, ¿no? -presionó Batchelor.

– Efectivamente. Ni en China, Taiwán o la India. Hay muchos lugares donde se puede ir y conseguir un trasplante, si tiene el dinero necesario y está dispuesto a correr el riesgo.

– Así pues -insistió Batchelor-, ¿usted no cree que haya nadie en el Reino Unido que esté haciendo esas cosas de forma ilegal?

– Mire -replicó el cirujano, irritado-, no es una cuestión de quitar un órgano de un sitio y meterlo en un receptor. Se necesita un equipo enorme: un mínimo de tres cirujanos, dos anestesistas, tres enfermeras, un equipo de cuidados intensivos y todo tipo de personal especializado de apoyo. Todos ellos con formación médica, y con toda la carga moral que supone. Estamos hablando de entre quince y veinte personas. ¿Cómo podrían evitar que toda esa gente se fuera de la lengua? ¡Eso es una tontería!

– Por lo que sabemos, puede que haya una clínica en este condado haciendo eso precisamente, sir Roger.

– ¿Saben qué? -respondió Sirius, meneando la cabeza-. Ojalá la hubiera. Dios sabe que no nos iría nada mal que alguien se rebelara contra el sistema que tenemos. Pero ustedes están hablando de algo imposible. Además, ¿por qué iba a correr el riesgo nadie de hacer algo así aquí, cuando podría irse al extranjero y recibir un trasplante legalmente?

– Si me permite hacerle una pregunta delicada -dijo Batchelor-, ¿cómo es que usted, con su conocimiento, no se llevó a su hija al extranjero para que le hicieran allí el trasplante?

– Lo hice -respondió, tras unos momentos. Luego, en un acceso de rabia sorprendente, prosiguió-. Era un hospital mugriento de Bogotá. Nuestra pobre niña murió por una infección que cogió allí. -Se quedó mirando a los dos policías-. ¿De acuerdo?


Media hora más tarde, ya en el coche de vuelta a Brighton, Emma-Jane rompió el silencio que se había instaurado desde que habían salido de la casa de sir Roger Sirius; ambos estaban ordenando sus pensamientos.

– Me ha gustado -dijo ella-. Me ha dado pena.

– ¿De verdad?

– Sí. Es evidente que está resentido con el sistema. Pobre hombre. Qué ironía, ser uno de los grandes cirujanos de trasplantes de hígado del país y que perdiera a su hija por una enfermedad hepática.

– Sí, un duro golpe -respondió Batchelor.

– Muy duro.

– Pero eso también le da un motivo.

– ¿Para cambiar el sistema?

– O para oponerse a él.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque he estado observando sus ojos -dijo Batchelor-. Cuando miró los retratos robot, dijo que no reconocía a ninguno de ellos, ¿verdad?

– Sí.

– Pues estaba mintiendo.

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