Ahora que esperaba una visita importante, Lynn habría deseado, más que nunca, haberse podido permitir darle mejor aspecto a la planta baja de la casa. O por lo menos haber cambiado las cortinas del salón, con aquel horrible estampado, por modernas persianas, y haberse desprendido de la mugrienta moqueta.
Había hecho lo posible para dejar la casa presentable: había puesto flores frescas en el recibidor y el salón, y había dejado algún ejemplar de Sussex Life y Absolute Brighton y otras revistas con clase sobre la mesita -truco que había aprendido de un espectáculo de reforma integral en la televisión-. Ella también se había arreglado: se había puesto un traje chaqueta azul marino que había comprado en una tienda de segunda mano, una blusa de un blanco cándido y unos zapatos negros de salón. Además se había echado una buena cantidad de la colonia Escada que le había regalado Caitlin para su cumpleaños, en abril, y que racionaba cuidadosamente.
A cada minuto que pasaba aumentaba su temor a que aquella mujer alemana no apareciera. Ya eran las diez y cuarto, y el día anterior Marlene Hartmann había dicho que esperaba llegar hacia las nueve y media. ¿No se suponía que los alemanes siempre eran puntuales?
A lo mejor su vuelo se había retrasado.
Mierda. Tenía los nervios de punta. Apenas había dormido en toda la noche, sufriendo por Caitlin, levantándose a cada hora para comprobar que estuviera bien. Y sin dejar de pensar, con rabia, en la coordinadora de trasplantes del Royal, Shirley Linsell.
Y preguntándose en qué se estaban metiendo Caitlin y ella misma quedando con aquella vendedora.
Pero ¿qué alternativa tenía?
Dio un último repaso al salón y de pronto observó, horrorizada, una colilla aplastada contra la tierra del tiesto en que tenía su aspidistra. La quitó, sintiendo un acceso de rabia hacia Luke. Aunque desde luego también podía ser de Caitlin. Por cómo olía a veces, sabía que Caitlin fumaba ocasionalmente desde que conocía a Luke. Entonces observó una mancha en la moqueta beis; estaba a punto de aplicar espuma seca a toda prisa, cuando oyó la puerta de un coche que se cerraba.
Sobresaltada, se dirigió corriendo hacia la ventana. A través de las cortinas de malla vio un Mercedes marrón con los cristales tintados aparcado afuera. Se apartó de allí a toda prisa, atravesó la cocina, depositó la ofensiva colilla en la basura y bajó el volumen de la televisión. En la pantalla, una pareja enseñaba a dos presentadores su hogar, una pequeña casa pareada no muy diferente a la suya, por lo menos desde fuera.
Luego subió las escaleras a toda prisa y entró en la habitación de Caitlin. La había despertado pronto y le había hecho ducharse y vestirse, por si la mujer alemana quería hacerle un examen médico. Ahora Caitlin estaba dormida sobre la cama, con los auriculares de su iPod puestos, y con el rostro aún más amarillo que el día anterior. Vestía unos tejanos rajados, una camiseta blanca, una sudadera con capucha verde y unos gruesos calcetines de lana gris.
Lynn le tocó el brazo suavemente.
– ¡Está aquí, cariño!
Caitlin la miró con una expresión extraña e ilegible en los ojos, una mezcla de esperanza, desesperación y desconcierto. Sin embargo, en la oscuridad de sus pupilas seguía reflejándose su inconformismo. Lynn esperaba que nunca lo perdiera.
– ¿Ha traído un hígado?
Lynn se rio y Caitlin consiguió esbozar una sonrisita burlona.
– ¿Quieres que le diga que suba, cariño, o vas a bajar?
Caitlin asintió, pensándoselo unos momentos. Luego dijo:
– ¿Hasta qué punto quieres que se me vea enferma?
Sonó el timbre.
Lynn la besó en la frente.
– Tú sé natural, ¿vale?
Caitlin echó la cabeza atrás y dejó caer la lengua fuera de la boca.
– ¡Grrrrr! -dijo-. ¡Me muero por un hígado nuevo acompañado con un buen vaso de Chianti!
– ¡Calla, Hannibal!
Lynn salió de la habitación, bajó las escaleras a toda prisa y abrió la puerta principal.
La elegancia de la mujer que esperaba en el porche la pilló por sorpresa. Lynn no sabía qué esperaba, pero se había imaginado a alguien bastante adusto y formal, quizás algo repulsivo. Desde luego no a aquella mujer alta y guapa -de cuarenta y pocos años, supuso- con una melena suelta hasta los hombros y un precioso abrigo de ante negro con remates de piel.
– ¿La señora Lynn Beckett? -preguntó, con una voz profunda y sensual y un inglés imperfecto.
– ¿Marlene Hartmann?
La mujer le dedicó una sonrisa encantadora y la miró con sus cálidos ojos azul cobalto.
– Siento llegar tan tarde. Hubo un retraso debido a la nieve en München. Pero ahora ya estoy aquí. Alles ist in Ordnung, ja?
Tras un momento de desconcierto por aquel cambio repentino de idioma, Lynn masculló:
– Ah, sí, sí.
Luego dio un paso atrás y la hizo pasar al recibidor.
Marlene Hartmann entró. Lynn observó, consternada, una leve mueca de desaprobación en su rostro. Le indicó la entrada al salón y le preguntó:
– ¿Me da su abrigo?
La alemana lo dejó caer de los hombros con la altivez de una diva y se lo dio a Lynn sin siquiera mirarla, como si fuera una empleada de guardarropía.
– ¿Le apetece un té o un café? -preguntó Lynn, consciente de la mirada escrutadora de la mujer, que analizaba cada detalle, cada mancha, cada desconchón en la pintura, los muebles baratos, el viejo televisor. Su mejor amiga, Sue Shackleton, había tenido una vez un novio alemán y le había dicho que los alemanes eran muy exigentes con el café. Al tiempo que compraba las flores, la tarde anterior, Lynn había adquirido también un paquete de café de Colombia recién tostado.
– ¿No tendrá una infusión de menta?
– Eh… ¿Menta? Pues sí, sí que tengo -respondió Lynn, intentando disimular su decepción por la compra inútil.
Unos minutos más tarde volvía al salón con una bandeja en la que llevaba una infusión de menta y un café con leche instantáneo para ella. La alemana estaba de pie junto a la repisa de la chimenea, con una fotografía enmarcada de Caitlin en la mano. En ella aparecía vestida de gótica, con el pelo negro de punta, una túnica negra, un remache en la barbilla y una anilla en la nariz.
– ¿Es ésta su hija?
– Sí, Caitlin. La foto tiene unos dos años.
Dejó la fotografía en su sitio y se sentó en el sofá. Dejó el maletín negro a su lado.
– Una jovencita muy guapa. Tiene un rostro duro. Buena estructura ósea. Quizá podría pasar modelos, ¿no?
– Quizá -dijo Lynn, tragando saliva. «Si vive», pensó. Luego puso su sonrisa más optimista y añadió-: ¿Querría conocerla ahora?
– No, todavía no. Primero cuénteme un poco su historia médica.
Lynn posó la bandeja en la mesita, le dio a la mujer su taza y se sentó en un sillón a su lado.
– Bueno, lo intentaré. Hasta los nueve años estaba bien, era una niña normal y sana. Entonces empezó a tener problemas intestinales, y de vez en cuando fuertes dolores de estómago. Nuestro médico primero lo diagnosticó como colitis indeterminada. A aquello le siguió la diarrea con sangre, que persistió un par de meses, y ella estaba cansada constantemente. El médico la derivó a un hepatólogo.
Lynn dio un sorbo a su café.
– El especialista dijo que tenía el hígado y el bazo hipertróficos. Tenía el estómago dilatado y perdía peso. La fatiga iba a más. Siempre se quedaba dormida, allá donde estuviera. Luego empezó a tener dolores de estómago que le duraban toda la noche. La pobre niña se angustió mucho y no dejaba de preguntar: «¿Por qué a mí?».
De pronto Lynn levantó la mirada y vio a Caitlin que entraba en el salón.
– Hola -dijo ella.
– Tesoro… Ésta es la señora Hartmann.
Caitlin le dio la mano con recelo.
– Encantada -dijo, con voz temblorosa.
Lynn vio que la mujer estudiaba a Caitlin atentamente.
– Es un placer conocerte, Caitlin.
– Cariño, estaba contándole a la señora Hartmann lo de los dolores de estómago que solías tener y que te tenían despierta toda la noche. Luego el médico te dio antibióticos, ¿verdad? Que funcionaron durante un tiempo, ¿no?
Caitlin se sentó en el otro sofá.
– Sólo me acuerdo levemente.
– Eras muy pequeña -señaló Lynn. Luego se giró hacia Marlene Hartmann-. Entonces dejaron de funcionar. Aquello era cuando tenía doce años. Le diagnosticaron algo llamado CEP: colangitis esclerosante primaria. Se pasó casi un año en el hospital; primero aquí, luego en Londres, en la Unidad de Hepatología del Royal South. La operaron para ponerle stents en los conductos biliares.
Lynn miró a su hija en busca de confirmación.
Caitlin asintió.
– ¿Se hace una idea de lo que es para una adolescente pasar un año en un hospital?
Marlene miró a Caitlin con una sonrisa comprensiva.
– Puedo imaginármelo.
– No, no creo que pueda imaginarse lo que es en un hospital inglés -rebatió Lynn-; realmente no lo creo. Estaba en el Royal South London, uno de nuestros mejores hospitales. En un momento dado, debido a la falta de espacio, a ella, una adolescente, la pusieron en un pabellón mixto. Sin televisión. Rodeada de ancianos trastornados. Tuvo que soportar a hombres y mujeres confusos que se le metían en la cama, día y noche. Estaba en un estado terrible. Yo solía subir y quedarme con ella hasta que me echaban. Luego dormía en la sala de espera o en el pasillo. -Miró a Caitlin para que lo corroborara-. ¿Verdad, cariño?
– Aquel pabellón no fue lo mejor, desde luego -confirmó Caitlin con una sonrisa burlona.
– Cuando salió, lo probamos todo. Fuimos a curanderos, sacerdotes, probamos la plata coloidal, una transfusión de sangre, la acupuntura, todo. Nada funcionó. Mi pobre tesoro estaba hecha una viejecita, arrastrando los pies, cayéndose… ¿Verdad, cariño? Si no hubiera sido por nuestro médico de familia, no sé qué habría pasado. Ha sido un santo. El doctor Ross Hunter. Él nos encontró un nuevo especialista que le prescribió otros medicamentos, y le devolvió la vida… por un tiempo. Volvió al colegio, podía nadar, jugar al baloncesto, e incluso volvió a estudiar música, que siempre ha sido su gran pasión. Empezó a tocar el saxofón.
Lynn bebió algo más de café y luego observó, irritada, que Caitlin ya no prestaba atención y que estaba escribiendo mensajes en el teléfono.
– Entonces, hace unos seis meses, todo se estropeó. Le faltaba aire al tocar el saxo. ¿No es así, mi vida?
Caitlin levantó la cabeza, asintió y volvió a sus mensajes.
– Ahora el especialista nos ha dicho que necesita un trasplante con urgencia. Encontraron un donante apropiado y la llevé al Royal para la operación hace unos días. Pero en el último minuto dijeron que había problemas con el donante, aunque nunca nos explicaron exactamente qué tipo de problemas eran. Bueno, a mí no me convencieron. Entonces nos dijeron (o por lo menos dejaron entrever) que no la consideraban un paciente prioritario. Eso significa que podría estar en ese grupo del 20 por ciento de los que esperan un trasplante de hígado y…
Se quedó mirando a Caitlin, vacilante. Pero Caitlin completó la frase en su lugar.
– Mi madre quiere decir los que se mueren antes de conseguir uno.
Marlene Hartmann le cogió la mano a Caitlin y le miró profundamente a los ojos.
– Caitlin, mein Liebling, confía en mí. Hoy en día, nadie debe morir porque no pueda conseguir el órgano que necesita. Mírame. ¿De acuerdo? -Se dio unas palmaditas en el pecho e hizo un mohín-. ¿Me ves a mí?
Caitlin asintió.
– Yo tenía una hija, Antje, de trece años, dos menos que tú, y que necesitaba un trasplante de hígado con urgencia. No pudieron encontrarle uno. Antje murió. El día en que la enterré hice la promesa de que nadie volvería a morir esperando un trasplante de hígado. Ni un trasplante de corazón. Ni un trasplante de riñón. Fue entonces cuando monté mi agencia.
Caitlin apretó los labios, tal como hacía siempre para demostrar su acuerdo, y asintió.
– ¿Puede garantizar que habrá un hígado para Caitlin? -preguntó Lynn.
– Natürlich! De eso me ocupo. Garantizo siempre un órgano apto y la ejecución del trasplante en menos de una semana. En diez años no he fallado ni una vez. Si quieren referencias de mis clientes, hay algunos que estarían dispuestos a contactar con ustedes y contarles sus experiencias.
– Una semana… ¿Aunque sea del grupo sanguíneo AB negativo?
– El grupo sanguíneo no es importante, señora Beckett. Cada día mueren en las carreteras de todo el mundo trescientas cincuenta mil personas. Siempre hay un donante apto en algún sitio.
De pronto, Lynn se sintió enormemente aliviada. Aquella mujer resultaba creíble. Sus años de experiencia en el mundo de la recaudación de deudas le habían enseñado mucho sobre la naturaleza humana. En particular, a distinguir a la gente auténtica de los impostores.
– ¿Y cómo harán para encontrar un hígado apto para mi hija?
– Yo tengo una red mundial, señora Beckett. -Hizo una pausa para dar un sorbo a la infusión-. No será un problema encontrar a alguna víctima de un accidente, en algún lugar de este planeta, que tenga un grupo sanguíneo que coincida.
Entonces Lynn formuló la pregunta que tanto temía:
– ¿Y cuánto cobran?
– El coste del paquete completo, que incluye los honorarios de un cirujano de trasplantes experto y un cirujano asistente, dos anestesistas, enfermeras, seis meses de cuidados postoperatorios ilimitados y todos los medicamentos, es de…
– se encogió de hombros, como si fuera consciente del impacto que aquello iba a tener-: trescientos mil euros.
– ¿Trescientos mil euros? -repitió Lynn, casi sin aliento.
Marlene Hartmann asintió.
– Eso son… -Lynn hizo unas cuentas rápidas de cabeza-¡Eso son doscientas cincuenta mil libras!
Caitlin le echó a su madre una mirada de «olvídalo».
Marlene Hartmann asintió.
– Sí, es más o menos eso.
Lynn levantó las manos, desesperada.
– Eso… Eso es una suma enorme. Imposible… Quiero decir, que yo no tengo ese dinero.
La alemana dio un sorbo a su menta y no dijo nada.
Los ojos de Lynn se cruzaron con los de su hija, y vio que toda la esperanza de antes había desaparecido.
– Yo… No tengo ni idea. ¿Hay algún…, algún plan de financiación que ofrezcan?
La vendedora abrió el maletín y sacó un sobre marrón que entregó a Lynn.
– Éste es mi contrato estándar. Necesito la mitad por adelantado y el resto inmediatamente después de que se realice el trasplante. No es una gran cantidad, señora Beckett. Nunca me he encontrado con nadie que no pudiera conseguir esta cantidad.
Lynn sacudió la cabeza, consternada.
– ¡Tanto! ¿Por qué es tanto?
– Puedo explicarle los costes uno por uno. Tiene que entender que un hígado empieza a deteriorarse si pasa más de media hora fuera de un cuerpo. Así que hay que traer al donante en avión en una ambulancia aérea conectado a una máquina. Tal como sabrá, en este país eso es ilegal. Todo el equipo médico corre un gran riesgo, y por supuesto tenemos que contar con personal de primera. Hay una clínica privada aquí, en Sussex, pero es extremadamente cara. Personalmente, yo saco muy poco de esto, después de cubrir gastos. Podría ahorrarse un dinero si volara con su hija a un país donde las restricciones legales no sean tan problemáticas. Hay una clínica en Bombay, en la India, y también una en Bogotá, en Colombia. Eso quizá supondría cincuenta mil euros menos.
– Pero ¿tendríamos que quedarnos mucho tiempo?
– Unas semanas, sí. Quizá más, si surgen complicaciones, como una infección. O un rechazo, claro. También tiene que pensar en el dinero que costaría la medicación antirrechazo que, pasados los seis meses con nosotros, su hija tendría que tomar de por vida.
Lynn sacudió la cabeza, totalmente desesperada.
– Yo… Yo no quiero que tengamos que ir a un lugar que no conocemos. Y tengo que trabajar. Pero, en cualquier caso, es imposible. No tengo tanto dinero.
– Lo que tiene que pensar, señora Beckett… ¿Puedo llamarla Lynn?
Ella asintió, parpadeando para limpiarse las lágrimas.
– Lo que tiene que pensar son las alternativas. «¿Qué otras posibilidades tiene Caitlin?» Eso es lo que debe de estar pensando, ¿no?
Lynn hundió la cabeza entre las manos y sintió las lágrimas que caían por sus mejillas. Intentaba pensar con claridad. Un cuarto de millón de libras. ¡Imposible! Por un instante pensó en algunos de sus clientes. Les ofrecía planes de pago que duraban años. Pero ¿con una cantidad tan grande?
– ¿No podría pedir una hipoteca sobre la casa? -propuso Marlene Hartmann.
– Ya estoy hipotecada hasta las cejas.
– A veces mis clientes consiguen ayuda de sus familiares y amigos.
Lynn pensó en su madre. Vivía en un piso de alquiler subvencionado. Tenía algunos ahorros, pero ¿cuánto? Pensó en su ex marido. Malcolm ganaba un buen sueldo en la draga, pero no manejaba cantidades así… Y tenía una nueva familia de la que ocuparse. ¿Sus amigos? La única que tenía dinero era Sue Shackleton. Estaba divorciada de un tipo rico, y tenía una bonita casa en uno de los mejores barrios de Brighton, pero tenía cuatro hijos que estudiaban en colegios privados y Lynn no tenía ni idea de su situación económica.
– Hay un banco en Alemania con el que trabajo -dijo Marlene-. Han dado financiación a algunos de mis clientes anteriores. Préstamos a cinco años. Puedo ponerle en contacto.
Lynn la miró, sin fuerzas.
– Yo trabajo en el mundo de las finanzas. En el trágico final del proceso, en la reclamación de impagos. Sé que nadie va a prestarme esa cantidad. Lo siento, lo siento muchísimo, pero ha hecho el viaje en balde. Me siento tonta. Tendría que habérselo preguntado por teléfono ayer y se habría evitado el viaje.
Marlene Hartmann dio otro sorbo a su infusión y dejó la taza en el plato.
– Señora Beckett, déjeme que le diga algo. Hace diez años que hago este trabajo. En todo este tiempo, no he hecho ni un viaje en balde. Puede que le parezca mucho dinero en este momento, pero aún no ha tenido tiempo de pensar con claridad. Yo estaré en Inglaterra un par de días. Deseo ayudarla. Quiero hacer negocios con usted. -Le dio una tarjeta de visita-. Puede llamarme a este número a cualquier hora.
Lynn se quedó mirando la tarjeta a través de las lágrimas. La letra era minúscula. Y sus esperanzas de conseguir el dinero eran aún menores.