Ya echaba de menos a Romeo y Artur. Había visto la expresión de tristeza en la cara del perro cuando le había dado el hueso, como si supiera, como si notara que iban a separarse para siempre.
Le había prometido a Artur que volvería algún día. Le había rodeado el cuello sarnoso con los brazos y le había dado un beso. Pero él la miraba como si no se lo creyera, como si hubiera despedidas y «despedidas», y él supiera ver la diferencia. El perro se llevó el hueso a su caseta improvisada sin mirar atrás.
Simona se dio cuenta de que podría vivir sin Artur. El perro era un superviviente y se las arreglaría. Pero no podría vivir sin Romeo. En lo más profundo de su corazón ya lo echaba de menos. Las lágrimas le surcaban las mejillas, que enjugaba con Gogu, la tira de piel falsa y raída que llevaba consigo, su única posesión.
Allí, en el asiento trasero del elegante coche negro, con sus cristales tintados y el rico aroma del cuero y del perfume de la alemana, sintió que nunca había estado tan sola en su vida. La mujer no dejaba de hablar por su teléfono móvil, y de vez en cuando miraba ansiosamente por el parabrisas trasero, hacia la oscuridad. Iban despacio, por una calle cubierta de nieve sucia mezclada con sal, entre el denso tráfico. Y cada pocos minutos ella fijaba la vista en la nuca del hombre al volante.
El hombre tenía el pelo tan corto que parecía una pelusa, con aquel tatuaje de una serpiente con la lengua bífida que asomaba por el lado derecho del cuello de la blanca camisa y que había visto un par de veces, cuando la mujer había encendido las luces interiores para tomar notas en su agenda.
Se estremeció, asustada, pese al hecho de que la mujer estuviera allí, con ella, para protegerla.
Era el conductor del hombre que la había salvado de la Policía en la Gara de Nord y que luego la había violado, el que había intentado forzarla en el camino de vuelta. Y al que ella había mordido y pegado.
Sus ojos se cruzaron por el retrovisor, y ella vio que la miraba repetidamente, indicándole que aún no había acabado con ella, que no se le había olvidado. Simona intentó dejar de mirar al espejo, pero cada vez que cedía a la tentación, los ojos de él estaban allí, clavados en ella.
Ojalá le hubiera hecho más daño. Ojalá le hubiera arrancado aquella cosa de un bocado.
Por fin la mujer puso fin a su conversación telefónica.
– ¿Cuándo vendrá Romeo? -preguntó Simona con tristeza.
– ¡Pronto, meine Liebe! -La mujer le dio una palmadita en la mejilla con la mano, enfundada en un guante-. Volveréis a reuniros muy pronto. Te gustará Inglaterra. Serás muy feliz allí. ¿No estás emocionada?
– No.
– Pues deberías. ¡Una nueva vida!
En silencio, para sus adentros, Marlene Hartmann pensaba: «De hecho, tres nuevas vidas».
Era una pena desperdiciar su corazón y sus pulmones, pero no tenía a ningún solicitante para ellos en el Reino Unido, y no quería correr el riesgo de retrasar el asunto a la espera de que apareciera algún receptor apto. Sobre todo, con la Policía husmeando. Y esos órganos no sobrevivirían el tiempo necesario para enviarlos a otro país. Al igual que en el caso de los trasplantes de hígado, lo mejor era tener al donante y al receptor muy cerca el uno del otro, para que el lapso entre la muerte y el trasplante fuera el menor posible. La chica era demasiado pequeña como para dividir su hígado en dos, pero un trasplante por sí sólo ya suponía suficiente beneficio.
Los riñones tenían un tiempo de conservación razonable, de hasta veinticuatro horas, si se conservaban bien. Ya tenía compradores para los riñones de Simona esperando, uno en Alemania y otro en España. En otros países podría vender la piel, los ojos y los huesos de la chica, pero el margen de ganancias con esos órganos era muy bajo y no valía la pena exportarlos desde Inglaterra. Sacaría 100.000 euros de ganancias netas por los dos riñones, y 130.000 por el hígado, tras cubrir gastos.
Estaba muy satisfecha.