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Lynn estaba sentada a su mesa, en el despacho de los Harriet Hornets, con los auriculares del teléfono puestos. Echó un vistazo al calendario, clavado en el biombo separador rojo, a la derecha de la pantalla del ordenador.

«Aún tres semanas para Navidad», pensó. Nunca se había sentido tan poco preparada -o tan poco interesada- en su vida. Sólo había un regalo de Navidad que le interesara.

Su amiga Sue Shackleton le había dicho que podía conseguirle 10.000 libras enseguida. Aquello dejaba un déficit de 15.000 libras.

En aquel mismo momento, Luke estaba en su banco, preparándolo todo para la transferencia de 150.000 euros a la Transplantation-Zentrale de Marlene Hartmann. Pero no efectuaría la transferencia hasta que hubieran comprobado todas las referencias.

De momento, en aquel sentido, iba muy bien. Había hablado con la mujer de Manchester, que se llamaba Marilyn Franks. El trasplante de hígado de su hija se había hecho en una clínica de Sussex, cerca de Brighton, y había sido un éxito completo. Marilyn Franks no se cansaba de cantar las alabanzas de Marlene Hartmann.

Lo mismo ocurría con el hombre de Ciudad del Cabo. Al principio había tenido complicaciones, pero le aseguró a Lynn que los cuidados tras la operación habían sido mucho más completos de lo que se habría podido imaginar. La mujer de Estocolmo a cuyo marido le habían trasplantado el corazón y los pulmones tampoco escatimaba en elogios. En aquellos dos casos, las operaciones se habían llevado a cabo en clínicas de la zona.

Aún era demasiado pronto para llamar a Estados Unidos, pero con lo que había oído, Lynn ya estaba convencida. Aun así, tenía que completar las comprobaciones. Se lo debía a Luke, especialmente. Y no iba a haber una segunda oportunidad.

Si todo iba bien, aquella misma tarde, o al día siguiente como mucho, después de que hubiera hablado con los otros dos contactos de referencia, habrían efectuado la transferencia de la primera mitad del dinero. El otro cincuenta por ciento tendrían que entregarlo en efectivo el día del trasplante. Lo que le daba unos días, como mucho, para encontrar las 15.000 libras restantes.

Había sondeado a la alemana sobre lo que ocurriría si no conseguía la totalidad del dinero y Marlene se había mostrado inflexible. Era todo o nada. No podía ser más clara.

Quince mil. Aún era mucho dinero, y aún más si tenía que conseguirlo en una semana, o quizá menos. Por si fuera poco, se preveía que el cambio de la libra con respecto al euro empeorara. Aquello significaba que aún le faltaría más dinero.

En el momento en que Luke hiciera la transferencia empezaría la cuenta atrás. Los días siguientes, Lynn podía recibir una llamada de la alemana en cualquier momento, para anunciarles a ella y a Caitlin que las recogerían en un plazo de dos horas para llevarlas a la clínica. Tal como Marlene había explicado, no se podía predecir cuándo iba a producirse un accidente del que resultara un órgano apto.

Miró a su alrededor. En las mesas del despacho empezaban a aparecer tarjetas de Navidad, y pequeños toques de espumillón aquí y allá, y ramitos de muérdago. Pero la empresa tenía unos cuantos empleados musulmanes, por lo que se había decidido que la Navidad no se celebrara abiertamente, para no ofender a los no cristianos. Así que, un año más, no habría adornos de Navidad ni comida oficial.

El año anterior aquello le había sentado muy mal, pero ahora a Lynn no le importaba. En aquel momento sólo le preocupaba una cosa. La hora. Era la una menos cinco. A la una se producía un éxodo para el almuerzo y varios de sus colegas de los Harrier Hornets desaparecían puntualmente. En particular Katie y Jim, que se sentaban a su lado y que, si se ponían a escuchar, podían oír todo lo que decía, así como su directora de equipo, Liv Thomas.

En la pantalla de la pared, el incentivo acumulado había aumentado a 1.450 libras. Era la gran campaña prenavideña, para hacerse con el dinero antes de que los clientes se lo fundieran todo en regalos y bebida.

Haciendo un gran esfuerzo por concentrarse en el trabajo, pero sin ninguna esperanza de conseguir el bote de la semana, marcó el siguiente número de su lista. Unos momentos más tarde le respondió una voz femenina que arrastraba las palabras.

– ¿Señora Hall?

– ¿Quién es?

– Soy Lynn, de Denarii. Hemos visto que este lunes no ha hecho su pago semanal.

– Sí, bueno, es Navidad, ¿no? Tengo que comprar cosas. ¿Qué quiere que les diga a mis niños? ¿Que este año no van a tener regalos porque tengo que pagar a Denarii?

– Bueno, teníamos un acuerdo, señora Hall. -Sí, ya, pues venga aquí y cuéntele eso a mis hijos.

Lynn cerró los ojos un instante. Oyó que la mujer estaba tragando algo, como si vaciara un vaso de un trago. En aquel momento no tenía la energía necesaria para enfrentarse con aquello.

– ¿Puede decirme cuándo espera volver a retomar su plan de pagos?

– Dígamelo usted. Hábleme de las viviendas sociales, ya sabe, de la Seguridad Social. ¿Por qué no habla con ellos?

La mujer cada vez arrastraba más las palabras, y lo que estaba diciendo no tenía ningún sentido.

– Creo que volveré a llamarla mañana, señora Hall.

Lynn colgó.

A su derecha, Jim, un tipo bajito y enjuto de unos treinta años, se quitó los auriculares y soltó un sonoro suspiro.

– ¡Por Dios! -dijo-. ¿Qué le pasa hoy a la gente?

Lynn le lanzó una sonrisa comprensiva. Él se puso en pie.

Me voy. Creo que hoy necesito almorzar algo líquido. ¿Te apetece tomar algo? Invito yo.

– No, gracias. Lo siento, Jim. Tengo que quedarme trabajando.

– Allá tú.

Aliviada, Lynn vio como Katie, una mujer pelirroja y rechoncha de unos cuarenta, también se quitaba los auriculares y cogía el bolso.

– Muy bien -dijo-. ¡Me voy a la guerra con las tiendas!

– Buena suerte -respondió Lynn.

Unos minutos más tarde vio que la directora de equipo se ponía el abrigo. Lynn fingió estar ocupada repasando el correo electrónico mientras esperaba que los tres salieran de la sala; luego cogió el archivo de clientes y anotó un número.

En cuanto se fueron, se quitó los auriculares, sacó el teléfono móvil del bolso, seleccionó la opción «número oculto» y luego marcó el número de su cliente más detestable de todos. Él respondió con recelo, al tercer tono, con su voz profunda y empalagosa.

– ¿Sí?

– ¿Reg Okuma?

– ¿Quién es, por favor?

Con una voz que era apenas un suspiro, respondió:

– Lynn Beckett, de Denarii.

De pronto su tono de voz cambió.

– ¡Mi bella Lynn! ¿Me llama para decirme que, por fin, podremos hacer el amor juntos?

– Bueno, en realidad le llamo para ver si puedo ayudarle con su valoración crediticia. Estamos haciendo ofertas especiales de Navidad a nuestros clientes. Debe 37.500 libras, más intereses, a tres compañías de tarjetas de crédito. ¿Verdad?

– Si usted lo dice.

– Si pudiera reunir 15.000 libras inmediatamente, en efectivo, creo que podría borrarle el resto de la deuda y dejarle a cero, para que empezara limpio el Año Nuevo.

– ¿Eso haría? -respondió, incrédulo.

– Sólo porque es Navidad. Estamos pensando en nuestro balance anual. Nos iría bien liquidar las cuentas con algunos clientes particulares.

– Ésa es una proposición muy interesante.

Lynn sabía que tenía el dinero. Poseía un largo historial de impagos que se remontaba a más de una década. Tenía negocios que operaban en efectivo -furgonetas de helados y puestos de comida callejera-, pero solicitaba tarjetas de crédito, les sacaba todo el jugo y luego se declaraba insolvente. Lynn calculó que probablemente tendría cientos de miles de libras acumuladas en efectivo. Quince mil sería poca cosa para él. Y una ganga.

– Ayer me dijo que necesitaba comprar vehículos para su nuevo negocio, y que no le concedían ningún crédito.

– Sí.

– Pues ésta podría ser una buena solución para usted.

Él se quedó callado un buen rato.

– Señor Okuma, ¿sigue ahí?

– Sí, preciosa. Me gusta escuchar su respiración. Me ayuda a pensar con claridad, y también me excita. Así que si yo… pudiera encontrar esa suma…

– En efectivo.

– ¿Tiene que ser en efectivo?

– Le estoy haciendo un gran favor. Estoy jugándome el cuello con esto, para ayudarle.

– Me gustaría recompensárselo, bella Lynn. ¿Quizá podría recompensárselo en la cama?

– Primero necesito ver el dinero.

– Creo que esa cantidad… puede ser. Sí. ¿Cuánto tiempo me puede dar?

– ¿Veinticuatro horas?

– La llamaré en breve.

– Llámeme a este número -dijo ella, y le dio su móvil. Cuando colgó, empezó a temblar.

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