Algo más tarde, regresaban por el paseo entarimado casi desierto y azotado por el viento, hacia el aparcamiento. Con tres whisky sours y media botella de vino en el cuerpo, Lynn se sentía más sosegada. Y triste por Okuma. Nunca había conocido a su padre. Su madre había muerto de sobredosis cuando él tenía siete años y se había criado con unos padres adoptivos que habían abusado de él. Después había pasado por una serie de orfanatos. A los catorce años se había unido a una pandilla callejera de Brighton, los únicos, según dijo, que le habían proporcionado cierta autoestima.
Durante un tiempo se había ganado la vida como camello de un traficante de la zona. Luego, tras un periodo en un reformatorio, se había matriculado en la Escuela de Negocios de la Universidad de Brighton. Se había casado y había tenido tres hijos, pero unos meses después de licenciarse, su mujer le había dejado por un rico agente inmobiliario. Desde entonces decidió que el único modo de conseguir cierto estatus era ganar mucho dinero. Y eso es lo que estaba intentando. Pero hasta el momento su vida había sido una serie de salidas en falso.
Unos años atrás había llegado a la conclusión de que era muy difícil ganar mucho dinero en poco tiempo a través de negocios legítimos, así que había empezado a buscarse chanchullos.
– Todos los negocios son un juego, Lynn -dijo-. ¿Verdad?
– Bueno…, yo no diría tanto.
– ¿No? Yo sé cómo funcionan las agencias de cobro de morosos. Ganáis mucho dinero con lo que recuperáis de deudas ya contraídas. ¿No es eso un juego?
– Las deudas son la ruina de muchas empresas, Reg. Dejan a gente sin trabajo.
– Pero sin empresarios como yo, no habría negocios.
Aquel razonamiento lógico le hizo sonreír.
– Bueno, no deberíamos estar hablando de dinero en una cita romántica, Lynn.
A pesar del aturdimiento causado por el alcohol, ella estaba absolutamente concentrada en su misión. Al día siguiente por la mañana tendría que hacer la transferencia a la cuenta de la Transplantation-Zentrale. Costara lo que costara. Okuma le rodeaba los hombros con su brazo. De pronto él dejó de hablar e intentó besarla.
– ¡Aquí no! -susurró ella.
– ¿Volvemos a tu casa?
– Tengo una idea mejor.
Dejó caer la mano, la puso contra la cremallera de él y le dio un sugerente apretón a su erecto miembro.
De vuelta en el coche, en la oscuridad del aparcamiento medio vacío, le bajó la cremallera del todo y metió los dedos.
Al cabo de unos minutos todo había acabado. Con un pañuelo de papel limpió unas cuantas salpicaduras de su abrigo.
Él la llevó a casa, sumiso como un corderito.
– ¡Volveremos a vernos pronto, preciosa! -le dijo, pasándole el brazo alrededor de los hombros.
Ella abrió la puerta, aferrando con fuerza la bolsa de lona.
– Ha sido una bonita velada. Gracias por la cena.
– Creo que te quiero -dijo él.
Desde la seguridad relativa que le ofrecía la acera, Lynn le mandó un beso. Luego, algo más que achispada y con el estómago revuelto, se metió a toda prisa en casa. Su cabeza era un torbellino de emociones confusas. Se metió en el baño de abajo, cerró la puerta y se arrodilló con la cara frente a la taza, pensando que iba a vomitar. Pero al cabo de unos momentos se sintió más tranquila.
Entonces subió al piso de arriba y entró en la habitación de Caitlin. Hacía un calor terrible y olía a sudor. Su hija estaba dormida, con los auriculares del iPod en los oídos y la televisión apagada. ¿Sería su imaginación o la luz? Caitlin parecía estar aún más amarilla que por la mañana.
Dejando la puerta abierta de par en par, salió y se dirigió a su dormitorio, se quitó el abrigo, lo metió dentro de una bolsa de plástico de la tintorería y, sintiendo de nuevo el asco de antes, lo apretujó en la parte más baja del armario.
Abajo, en el salón, Luke estaba profundamente dormido frente al televisor, donde daban un episodio repetido de The Dragon's Den. Cogió el mando a distancia y bajó el volumen, preocupada por si molestaba a Caitlin. Luego entró en la cocina, se sirvió una gran copa de Chardonnay y se la bebió de un trago. Luego volvió al salón.
Luke se despertó de golpe cuando entró.
– ¡Hola! ¿Cómo ha ido la noche?
Lynn sintió el vino que se le subía directamente a la cabeza y la sangre que le sonrojaba las mejillas. Era una buena pregunta: «¿Cómo había ido la noche?».
Se sentía sucia. Culpable. Deshonesta. Pero en aquel momento no le preocupaba nada de eso. Bajando la mirada hacia la bolsa de lona llena de billetes, dijo en voz baja:
– Bien. Misión cumplida. ¿Cómo está Caitlin?
– Débil -respondió-. No está bien. ¿Crees…?
Ella asintió.
– ¿Mañana?
– Dios, eso espero.
Por primera vez en su vida, le dio un abrazo. Lo apretó contra su cuerpo. Lo apretó como el salvavidas en que se había convertido realmente.
Y sintió el contacto de las lágrimas del chico sobre su rostro.
De pronto ambos oyeron un terrible grito procedente de arriba.