El doctor Ross Hunter estaba sentado al borde de la cama de Caitlin, mientras Lynn le preparaba a toda prisa una taza de té en la planta baja.
La caótica habitación estaba desordenada y mal ventilada, impregnada del olor acre del sudor de Caitlin. El médico sentía el calor sofocante que desprendía mientras observaba a través de sus gafas de media luna con montura de carey aquel rostro ictérico y sus profundas ojeras. Caitlin, con el cabello enredado, yacía bajo las sábanas, apoyada en las almohadas, con un camisón y una bata rosa. Tenía los auriculares por el cuello y el pequeño iPod blanco sobre el edredón, junto a un libro sobre la vida de la modelo Jordan y varios ositos de peluche.
– ¿Cómo te encuentras, Caitlin? -preguntó el doctor.
– Me han enviado purpurina -masculló con una voz apenas audible.
– ¿Purpurina? -preguntó él, frunciendo el ceño.
– Me han enviado purpurina, en Facebook -murmuró ella, críptica.
– ¿Qué quieres decir exactamente con «purpurina»?
– Es como…, una cosa del Facebook; Mi amiga Gemma me la ha enviado. Y Mitzi me ha dado un toque.
– ¡Oh! -respondió él, aparentemente divertido.
– Mitch Symons me ha enviado ruedas, ya sabe, para que me pueda mover mejor.
El médico miró por la habitación en busca de ruedas. Se quedó mirando a la diana de la pared, con una boa púrpura colgada de los dardos. Y al estuche del saxofón apoyado en una pared. Luego a un minúsculo caballo de juguete con ruedas, entre los zapatos tirados por la moqueta.
– ¿Esas ruedas?
Ella sacudió la cabeza.
– No -murmuró, haciendo girar la mano derecha, como si quisiera rescatar una idea del interior de su cabeza. Es una especie de cosa del Facebook. Para moverse. Son virtuales.
Cerró los ojos, exhausta por el esfuerzo de hablar.
Él se agachó y abrió su maletín. En aquel momento, Lynn volvía con el té y una galleta en el platillo. El médico le dio las gracias y luego se centró en Caitlin.
– Sólo quiero tomarte la temperatura y la tensión. ¿Vale?
Sin abrir los ojos siquiera, Caitlin asintió. Luego susurró:
– Lo que sea.
Diez minutos más tarde bajó las escaleras, seguido de Lynn. Entraron en la cocina y se sentaron a la mesa. Ella sabía lo que iba a decir antes de que abriera la boca, sólo por la expresión preocupada de su cara.
– Estoy muy preocupado por ella, Lynn. Está muy enferma.
Lynn notó que se le humedecían los ojos y sintió la tentación desesperada de sincerarse y contarle lo que estaba haciendo. Pero no podía predecir su reacción. Sabía que era un hombre absolutamente íntegro y que, creyera o no en la opción que había tomado, nunca podría perdonárselo. Así que se limitó a asentir, compungida, en silencio.
– Sí -respondió ella, con el corazón en un puño-, lo sé.
– Necesita volver al hospital. ¿Puedo llamar una ambulancia?
– Ross -reaccionó ella-, mira… -Entonces sacudió la cabeza y hundió la cara entre las manos, intentando desesperadamente pensar con claridad-. Dios santo, Ross, estoy perdiendo la cabeza.
– Lynn -dijo él, con delicadeza-. Sé que crees que puedes cuidarla aquí, pero la pobre chica está sufriendo mucho, además de correr un gran peligro. Tiene todo el cuerpo en carne viva de rascarse, y mucha fiebre. Está empeorando muy rápidamente. Me ha impresionado lo mucho que se ha deteriorado desde la última vez que la vi. Si quieres que te diga la verdad con toda crudeza, aquí, en ese estado, no va a sobrevivir. He hablado de ella con el doctor Granger hace un rato. El trasplante es la única opción y lo necesita muy urgentemente, antes de que se debilite demasiado.
– ¿Quieres que vuelva al Royal?
– Sí. Enseguida. Esta misma noche.
– ¿Has estado allí alguna vez, Ross?
– No, hace años que no.
– Ese sitio es una pesadilla. No es culpa suya. También hay buena gente. No sé de quién es la culpa…, pero es un infierno. Es fácil para ti decir que debe estar en un hospital, pero ¿eso qué significa? ¿Meterla en un pabellón mixto, con ancianos dementes que intentan meterse en su cama a medianoche? ¿Donde tienes que pelearte para conseguir una silla de ruedas para llevarla de un sitio a otro? ¿Donde no me permiten estar con ella, consolarla, a partir de las ocho y media de la tarde?
– Lynn, no ponen a niños en pabellones de adultos.
– Lo han hecho. Cuando estaban desbordados.
– Estoy seguro de que podemos asegurarnos de que eso no ocurre otra vez.
– Me muero de miedo por ella, Ross.
– Ahora conseguirá el trasplante enseguida.
– ¿Estás seguro, Ross? ¿Estás realmente seguro? ¿Sabes cómo funciona el sistema?
– El doctor Granger se asegurará de eso.
Ella negó con la cabeza.
– Estoy segura de que el doctor Granger actúa de buena fe, pero no conoce el maldito sistema más que tú. Se reúnen una vez a la semana, los miércoles, para decidir quién recibe los trasplantes esa semana, y eso suponiendo que aparezca un hígado apto. Hoy es jueves por la noche, así que, con suerte, nos darían luz verde el próximo miércoles. Casi una semana entera. ¿Va a sobrevivir una semana?
– Aquí no sobrevivirá -dijo él, sin rodeos.
Ella alargó la mano y cogió la suya, y hecha un mar de lágrimas dijo:
– Aquí tiene más posibilidades, Ross, créeme. Las tiene. Tú no preguntes. Por favor, no preguntes.
– ¿Qué quieres decir con eso, Lynn?
Ella se quedó callada un momento. Luego dijo:
– La llevaré al Royal en el momento en que tengáis un hígado para ella. Hasta entonces, se queda aquí. Eso es lo que quiero decir. ¿De acuerdo?
– Haré todo lo que pueda -replicó él-. Te lo prometo.
– Sé que lo harás. Pero entiende que yo soy su madre, y yo también haré lo que «yo» pueda.