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A Lynn no solía gustarle el invierno, porque implicaba que cuando salía del trabajo ya estaba oscuro. Pero aquella noche, en que Reg Okuma había aparcado en la calle, daba las gracias de que hubiera oscurecido, aunque el coche resultara claramente visible bajo la luz de las farolas. A cincuenta metros ya oía el retumbar de la música procedente de sus potentes altavoces, así como el borboteo de los tubos de escape, gruesos como cañerías.

Era un viejo BMW Serie 3 de un color marrón que recordaba el estiércol, pero, por lo menos, tenía los cristales tintados. El motor estaba encendido, supuso que para que funcionara el amplificador.

La puerta se abrió ante ella y vaciló por un momento, preguntándose si no estaría cometiendo un terrible error. Pero necesitaba desesperadamente el dinero que había prometido. Mirando a su alrededor para comprobar que nadie de su trabajo la viera, se subió al asiento del acompañante y se apresuró a cerrar la puerta.

El interior del coche era aún más horrible que el exterior. Los graves procedentes de los altavoces, que marcaban el ritmo de alguna canción rap abismal, le sacudían literalmente el cerebro. Un par de dados de peluche, colgados del retrovisor interior, también se agitaban al ritmo de la música. Había una hilera de luces azules e iridiscentes sobre el salpicadero que, por un momento, pensó que podrían ser una especie de decoración navideña, pero al momento se dio cuenta de que estaban allí porque a Reg Okuma le parecían muy modernas. Y el denso hedor de la colonia de aquel hombre era aún más embriagador que la música.

La agradable sorpresa fue el ocupante del coche.

Lynn siempre se había intentado hacer una imagen mental de sus clientes, y la que tenía de Reg Okuma, que era un cruce entre Robert Mugabe y Hannibal Lecter, distaba mucho de la realidad, que ahora, a la luz de las farolas y de las lucecillas iridiscentes, veía por primera vez.

Tendría menos de cuarenta años, y en realidad era bastante atractivo, con un aire de fuerza y confianza en sí mismo que le recordó al actor Denzel Washington. Delgado y fibroso, rapado, vestía camisa y americana negras. En los dedos llevaba demasiados anillos, una voluminosa pulsera de eslabones de oro en una muñeca y un reloj deportivo en la otra, del tamaño de un reloj de sol.

– ¡Lynn! -dijo él, con una gran sonrisa, intentado besarla torpemente.

Ella se echó atrás, en un movimiento igual de forzado.

– Llevo todo el día empalmado, pensando en ti. ¿Tú también estás mojada, pensando en mí?

– ¿Has traído el dinero? -preguntó ella, mirando por la ventana, aterrada ante la posibilidad de que alguno de sus colegas pudiera pasar por allí y la viera.

– Es una vulgaridad hablar de dinero en una cita romántica, ¿no crees, preciosa?

– Vámonos de aquí.

– ¿Te gusta mi coche? Es el 325 i. -Hizo énfasis en la «i»-. Es la versión a inyección. Es muy rápido. No es un Ferrari. Todavía no. Pero ya llegará.

– Me alegro por ti -dijo-. ¿Nos vamos?

– Primero quiero mirarte -dijo él, girándose y contemplándola-. ¡Eres aún más guapa en carne y hueso que en mis sueños! -exclamó. Luego, afortunadamente, metió la marcha y el coche salió disparado.

Ella miró atrás y vio una bolsa de lona como las de los bancos, la cogió y se la puso sobre las piernas. Un momento después sintió la fuerte y huesuda mano de él sobre su muslo.

– ¡Vamos a tener una noche de sexo tan fantástica, preciosa! -dijo él.

Se detuvieron tras una larga cola de coches en el semáforo de New England Hill. Ella miró en el interior de la bolsa y vio fajos de billetes de cincuenta libras cogidos con bandas di goma. Muchos.

– Está todo ahí -dijo él-. Reg Okuma es un hombre de palabra.

– Por mi experiencia, no tanto -replicó ella, animada por el hecho de que hubiera coches delante y detrás de ellos. Sacó un fajo y lo contó rápidamente: mil libras.

La mano de él fue subiendo por el muslo.

Sin hacer caso de su lento avance hacia arriba, contó los fajos. Quince.

De pronto sintió que le apretaba justo entre las piernas. Ella apretó los muslos y le apartó la mano con firmeza. De ningún modo iba a acostarse con Okuma. No por quince mil libras. Ni por ningún precio. Sólo quería coger el dinero y salir de allí. Pero incluso en su estado de desesperación, sabía que aquello no era tan sencillo.

– Vamos a un bar -propuso él-, mi dulce Lynn. Luego he reservado una mesa en un sitio romántico. Tendremos una cena a la luz de las velas, y luego haremos el amor como nunca.

Sus dedos presionaron con más fuerza hacia la entrepierna de ella.

El semáforo se puso en verde y pasaron, girando hacia la izquierda, colina arriba. Ella le cogió la mano, se la quitó de allí, y la puso sobre el muslo de él.

– Me pones mucho, Lynn.


Veinte minutos más tarde estaban sentados en la terraza del bar Karma, en el entarimado del puerto deportivo de Brighton. A pesar de que la estufa de gas que tenían encima ardía a máxima potencia, estaba congelada. Reg Okuma fumaba un puro inmenso y ella estaba sentada, arrebujada en su abrigo, dando sorbitos a un whisky sour que había pedido por insistencia de él, y de hecho le estaba gustando. En cualquier caso, le habría gustado mucho más si hubieran estado dentro.

Había un par de mesas más ocupadas por fumadores, pero, por lo demás, la terraza acordonada estaba desierta. Por debajo, en las oscuras aguas del puerto, las jarcias de los yates entrechocaban con ruidos metálicos empujadas por el viento.

– Bueno, preciosa mía -dijo él, llevándose el vaso a los labios-. Cuéntame más sobre ti.

– Primero dime tú cómo sabes que mi hija está enferma -soltó ella, imperturbable y en guardia.

Él le dio una calada a su puro y aspiró el rico y denso humo. A ella le gustaba el olor, que le recordaba los puros que fumaba su padre en Navidad, cuando era una niña.

– Mi bella Lynn -dijo él con aquella voz gruesa y tono de reprobación-, Brighon y Hove será una ciudad, pero ya sabes que, en realidad, es como un pueblo. Yo salía con una profesora del colegio de tu hija. Una noche fui a buscarla y te vi. Pensé que eras la mujer más guapa que había visto nunca. Le pregunté quién eras, y me habló de ti. Aquello me hizo desearte aún más. Eres una persona tan bondadosa… No hay suficientes personas buenas en el mundo.

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