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El Airbus estaba aproximándose a la pista, descendiendo progresivamente por el cielo, claro pero agitado. La luz de los cinturones se acababa de encender. Grace comprobó que tenía el asiento en posición vertical, aunque no lo había tocado durante todo el vuelo. Había estado concentrado en las notas sobre el fallo hepático que un investigador le había preparado, y pensando en lo que quería sacar de la reunión que iba a tener aquella misma mañana con la vendedora de órganos alemana.

Llegaban con veinticinco minutos de retraso, debido al tráfico a la hora del despegue, y aquello era una pega importante, con el poco tiempo que tenía. Miró al suelo desde su ventanilla. El paisaje nevado tenía un aspecto muy diferente al de la última vez que había venido, en verano. Entonces el suelo era un mosaico de colores de campos de cultivo; ahora no era más que una gran superficie blanca. Debía de haber caído una intensa nevada, porque la mayoría de los árboles estaban cubiertos de nieve.

El suelo estaba cada vez más cerca, los edificios se volvían más grandes a cada segundo. Vio grupitos de casas blancas, con los tejados cubiertos de nieve, luego unos bosquecillos y un pueblo. Más grupitos de casas y edificios. La luz era tan intensa que, por un momento, lamentó no llevar gafas de sol.

Resultaba curioso pensar en cómo lo cambiaba todo el tiempo. Sólo unos meses atrás había llegado a Múnich con la esperanza de poder encontrar por fin a Sandy, después de que un amigo cercano le hubiera dicho que estaba seguro de haberla visto en un parque. Pero ahora todas aquellas emociones habían desaparecido; se habían evaporado. Podía decir, con sinceridad, que ya no sentía nada por ella. Era realmente consciente, por primera vez en las últimas semanas, de que estaba en las últimas fases del proceso de dar carpetazo a tantos y tan complejos recuerdos. Había pasado de la oscuridad a la luz.

Grace oyó el ruido del tren de aterrizaje desplegándose bajo sus pies y sintió un breve momento de angustia. Por primera vez en mucho, mucho tiempo, tenía algo por lo que vivir. Su querida Cleo. Estaba convencido de que no se podía querer más de lo que él la quería a ella. La llevaba en su interior, en su corazón, en su alma, en su piel, en sus huesos, en su sangre, cada segundo de su vida.

La idea de que le pudiera suceder algo malo le resultaba insoportable. Y por primera vez, hasta donde le alcanzaba la memoria, se sintió nervioso por su propia seguridad. Nervioso ante la idea de que le pudiera pasar algo que les impidiera estar juntos. Justo ahora que se habían encontrado. Por ejemplo, algo como que ese avión se estrellara al aterrizar y acabara con todos sus ocupantes.

Nunca le había dado miedo volar, pero esta vez observaba el suelo acercándose cada vez más y pensaba en todas las cosas que podían ir mal. Que se pasaran de la pista. Que se estropeara el tren de aterrizaje. Que patinara. Que chocaran con otro avión. Que toparan con un pájaro. Que fallaran los motores. Ya veía la pista. Los hangares a lo lejos. Las luces. Las misteriosas marcas en la pista y las señales a los lados eran como un código secreto para pilotos. Apenas sintió el contacto de las ruedas con el suelo. En un aterrizaje perfectamente ejecutado, el avión pasó suavemente del vuelo a la maniobra en tierra. Oyó el rugido de la inversión de los motores y sintió los frenos, que le empujaban hacia el cinturón de seguridad.

Entonces, por los altavoces, una azafata con un suave acento gutural les dio la bienvenida al Aeropuerto Internacional Franz Josef Strauss.


La puerta trasera del taxi se abrió y emergió una mujer, con unas elegantes gafas oscuras que le protegían los ojos del resol invernal. Pagó al conductor, y le dio una pequeña propina y, arrastrando su maletita de fin de semana, entró en el vestíbulo de salidas de la terminal.

Era una mujer atractiva de poco más de treinta años, vestida con ropas cálidas y elegantes: un abrigo largo de pelo de camello, botas de ante, un chal de cachemira y guantes de piel. Tras años de teñirse el pelo de castaño y mantenerlo corto, recientemente había dejado que tomara su tono natural, y había recuperado aquel color claro, ya no muy rubio. Había leído en una revista que, cuando una mujer quiere cambiar de hombre, muchas veces se cambia el pelo. Bueno, en su caso aquello era cierto.

Atravesó la sección de Lufthansa y se puso a la cola en los mostradores de facturación de clase turista para París. La última vez que había estado en París había sido hacía quince años, en su vida anterior.

La mujer tras el mostrador hizo las preguntas de rutina. ¿Había hecho las maletas personalmente? ¿Había perdido de vista sus maletas en algún momento? Luego le devolvió el pasaporte, la tarjeta de embarque y su tarjeta de pasajera frecuente.

Ich wünsche Ihren ein guten Flug, Frau Lohmann.

Danke.

Ahora hablaba un alemán perfecto. Le había llevado tiempo, porque tal como le había dicho todo el mundo, era un idioma difícil. Arrastrando su maleta, siguió las indicaciones hasta la puerta de embarque, sabiendo por sus múltiples experiencias pasadas en aquel aeropuerto que aquello llevaba su tiempo.

Mientras subía por las escaleras mecánicas, sonó su teléfono. Lo sacó del bolso y se lo llevó a la oreja.

Ja. Hallo?

En el otro extremo de la línea la voz sonaba entrecortada y poco clara. Era su colega, Hans-Jürgen Waldinger, que le llamaba desde su Mini Cooper. La conexión era mala y apenas le oía. En lo alto de las escaleras mecánicas se hizo a un lado, se tapó la boca con el bolso y, levantando la voz, repitió:

Hallo?

Entonces la llamada se cortó. Avanzó unos metros, siguiendo las indicaciones hacia las puertas de embarque de la zona G y dirigiéndose hacia el primer tramo de la cinta transportadora que le llevaría a la zona de embarque. El teléfono volvió a sonar. Respondió. Hans-Jürgen, al que apenas se le oía por las interferencias.

– ¿Sandy? ¿Sandy?

Ja, Hans! -dijo ella, subiéndose a la cinta.


A setecientos metros de allí, en la zona de llegadas de la zona G, Roy Grace, con su grueso maletín en la mano, se subía en la cinta transportadora que discurría en paralelo, en sentido contrario.

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