Roy Grace, vestido con chándal, gorra de béisbol y deportivas, salió por la puerta de delante de la casa de Cleo poco antes de las cinco y media. Con el brillo de las farolas, la oscuridad previa al amanecer era como una niebla ámbar y el frío viento le salpicaba la cara de una llovizna salada.
Estaba eufórico y apenas había dormido, pensando en Cleo y en el bebé que crecía en su interior. Era una sensación increíble. Si le hubieran pedido que lo expresara con palabras, en aquel momento no habría sido capaz. Sintió una extraña sensación de importancia, de responsabilidad y, por primera vez desde que era policía, un cambio en sus prioridades.
Atravesó el patio y abrió la puerta del cercado, echando un vistazo a ambos lados de la calle, comprobando que todo estuviera bien. Les ocurría a todos los agentes que conocía. Tras unos años en el cuerpo, automáticamente comprobaban todo a su alrededor, constantemente, estuvieran en una calle, en una tienda o en un restaurante. Grace se reía y lo llamaba la «sana cultura de la sospecha», y en su trabajo le había resultado útil muchas veces.
Arrancaba aquella mañana de jueves de finales de noviembre, y él sentía un instinto de protección sobre Cleo más intenso que nunca, pero no veía nada en las calles desiertas de Brighton que le despertara sospecha alguna. Haciendo caso omiso al dolor en la espalda y las costillas provocado por el accidente de coche que había sufrido, emprendió la marcha por las estrechas calles peatonales de Kensington Gardens, pasando por sus cafés y boutiques, por una tienda de muebles de segunda mano y por un mercado de antigüedades y curiosidades, luego por Gardner Street y Luigi's, una de las tiendas a la que insistía en llevarle de vez en cuando, para renovar su vestuario, Glenn Branson, su autonombrado gurú de la moda personal.
Al llegar a North Street, también desierta, vio unos focos y oyó el rugido de un motor potente. Un momento después, un Mercedes SL descapotable negro pasó como una bala; apenas se veía al conductor tras los cristales tintados. Lo único que percibió Grace es que se trataba de una figura alta y delgada, pero nada más. Se preguntó qué estaría haciendo aquel hombre a aquellas horas. ¿Volver de una fiesta? ¿Ir a toda prisa al muelle de los ferris o al aeropuerto? No se veían muchos coches caros a aquellas horas de la madrugada. En su mayoría eran coches más baratos y furgonetas de trabajadores. Por supuesto que el Mercedes podía tener muchos motivos legítimos para circular a aquella hora, pero por si acaso memorizó la matrícula: «GX57 CKL».
Cruzó y atravesó las callejuelas y callejones de The Lanes para llegar por fin al paseo marítimo. Estaba desierto, salvo por un hombre solitario que paseaba a un perro salchicha viejo y regordete. Saltando cada vez menos a medida que iba entrando en calor, bajó la cuesta, pasó frente a una gran discoteca, el Honey Club, que estaba oscura y en silencio, y luego se detuvo unos momentos y se tocó los dedos de los pies varias veces. Luego se quedó quieto, aspirando los olores de la playa, de sal, de petróleo, de pescado podrido, de pintura de barco y de algas en putrefacción, escuchando el fragor del ir y venir de las olas. La llovizna era como un refrescante baño de agua vaporizada contra el rostro.
Aquél era uno de los lugares que más le gustaban de la ciudad, a nivel del mar. Especialmente ahora, a primera hora, cuando estaba desierto. El mar le seducía, como una droga. Le encantaban todos sus sonidos, sus olores, sus colores y sus cambios de carácter; y especialmente todos los misterios que ocultaba, los secretos que a veces ocultaba, como el cuerpo de la noche anterior. No podía imaginarse viviendo en el interior, a kilómetros del mar.
El Palace Pier, uno de los elementos de referencia de la ciudad, aún estaba iluminado. Sus nuevos dueños le habían cambiado el nombre por el de Brighton Pier hacía unos años, pero para él, como para miles de vecinos de la ciudad, siempre sería el Palace Pier. Decenas de miles de bombillas brillaban a lo largo de toda la estructura, resiguiendo los tejados y dando al tobogán en espiral el aspecto de una baliza que se elevaba hacia el cielo; de pronto Grace se preguntó cuánto tiempo tardaría en decretarse que todo el muelle mantuviera las luces apagadas de noche para ahorrar energía.
Giró a la izquierda y corrió en su dirección; luego se sumergió en las sombras tras las enormes vigas que servían de soporte al muelle, lugar donde, casi veinte años antes, Sandy y él se habían dado su primer beso. ¿Daría su hijo -o su hija- su primer beso allí?, se preguntó, mientras reaparecía por el otro lado. Corrió casi un kilómetro más y luego se dirigió a casa de Cleo. Esta vez había sido una carrera corta, de poco más de veinte minutos, pero le sirvió para refrescarse y recargar energías.
Cleo y Humphrey aún seguían dormidos. Se dio una ducha rápida, calentó en el microondas un cuenco de copos de avena que Cleo le había dejado fuera, se los tomó mientras hojeaba las páginas del Argus del día anterior y se dirigió a la oficina. A las siete menos cuarto aparcaba en su plaza frente a la Sussex House, el cuartel general del Departamento de Investigación Criminal. Si no le interrumpían, tendría una hora y media para revisar los correos electrónicos que hubieran llegado desde el día anterior y el papeleo más urgente antes de dirigirse al depósito para la autopsia del «Varón Desconocido», tal como se llamaba en aquel momento el cuerpo recuperado por la draga.
En primer lugar se conectó a la red y repasó los números de serie de los casos de las últimas horas. Había sido una noche tranquila. Entre lo más destacado había un ataque homófobo a dos varones en Eastern Road, un robo en una oficina, una reyerta entre borrachos en un complejo de viviendas públicas de Moulescomb, un camión volcado en la A27 y seis coches abiertos en Tidy Street. Hizo una pausa para leer aquel caso a fondo, ya que era a la vuelta de la esquina de casa de Cleo, pero el informe no decía mucho. Pasó a una pelea de madrugada en una parada de autobús en London Road y luego a la denuncia de robo de un ciclomotor.
Todo asuntos menores, observó, mientras repasaba la lista. Un momento después oyó que se abría la puerta y una voz familiar. Demasiado familiar.
– ¡Eh, colega! ¿Llegas pronto, o es que te vas ahora?
– Muy gracioso -respondió Grace, levantando la vista hacia su amigo, y ahora inquilino permanente, Glenn Branson, que tenía el mismo aspecto inmaculado de siempre, como si estuviera a punto para salir de fiesta. Alto, negro, con la cabeza afeitada brillante como una bola de billar, el sargento iba siempre hecho un pincel. Esta vez llevaba un traje de tres piezas de un gris brillante, una camisa de rayas grises y blancas, mocasines negros y una corbata de seda púrpura. Tenía una taza de café en la mano.
– He oído que anoche fuiste a darte pote con el nuevo comisario -dijo Branson-. ¿O debería decir a lamerle el culo?
Grace sonrió. La noticia de Cleo le había emocionado tanto que había tenido que hacer un esfuerzo por pensar en algo inteligente que decirle al comisario cuando por fin tuvo unos momentos para hablar con él en la fiesta, y sabía que no había conseguido transmitir la buena impresión que buscaba. Pero aquello no importaba. ¡Cleo estaba embarazada! Y llevaba dentro de sí «el niño de los dos». ¿Qué otra cosa podía importarle? Le hubiera encantado contarle la noticia a Glenn, pero Cleo y él habían acordado mantenerlo en secreto. Seis semanas era muy poco tiempo; podrían pasar muchas cosas. Así que se limitó a decir:
– Sí, y está muy preocupado por ti.
– ¿Por mí? -dijo Glenn, de pronto con aspecto de preocupación-. ¿Por qué? ¿Qué dijo?
– Tenía que ver con tu música. Dijo que alguien con tus gustos musicales seguro que sería un agente de Policía horroroso.
Por un momento, el sargento volvió a fruncir el ceño. Luego apuntó a Grace con un dedo:
– Eres un cabrón -le dijo-. Me estás tomando el pelo, ¿verdad?
Grace hizo una mueca.
– ¿Así pues? ¿Hay noticias? ¿Cuándo recuperaré mi casa?
– ¿Me estás echando? -dijo Branson, con cara de decepción.
– Mataría por un café. Podrías prepararme un café a cargo del alquiler del mes que viene. ¿Trato hecho?
– Hecho. Te daría éste, pero tiene azúcar.
Grace puso cara de asco:
– Eso te mata.
– Sí, bueno, cuanto antes mejor -respondió Branson, con gesto sombrío, y desapareció.
Cinco minutos más tarde estaba sentado en una de las sillas frente al escritorio del superintendente, sosteniendo su taza de café frente al pecho. Grace lanzó una mirada escéptica a la suya.
– ¿Le has puesto azúcar a éste?
– ¡Mierda! Te haré otro.
– No, está bien. No lo removeré. -Grace se quedó mirando a su amigo, que tenía un aspecto terrible-. ¿Te has acordado de dar de comer a Marlon?
– Sí-asintió Branson, pensativo-. El destino de Marlon y el mío están unidos. Somos colegas.
– ¿De verdad? Bueno, no te pegues mucho a él.
Marlon era el pez tropical que Grace había ganado en una feria nueve años antes y que aún se mantenía en plena forma. Era una criatura arisca y antisocial que se había comido a todos los compañeros que le había comprado. Aunque el sargento, que medía metro noventa, probablemente fuera demasiado hasta para el apetito insaciable del pez, decidió. Así que volvió a fijar la vista en la pantalla, donde observó que habían actualizado el caso de los coches abiertos en Tidy Street. Dos chavales habían sido detenidos mientras abrían un coche justo debajo de una cámara de vigilancia a la vuelta de la esquina, en Trafalgar Street.
«Bien», pensó, algo aliviado. Sólo que probablemente los dejarían libres bajo fianza y volverían a las calles aquella misma noche.
– ¿Alguna novedad en el caso de los Branson?
Unos meses antes, en un intento por salvar su matrimonio, Branson le había comprado a su mujer, Ari, un caballo muy caro para participar en pruebas de hípica, aprovechando la indemnización que había recibido por una lesión. Pero el resultado de aquello no fue más que una breve tregua en una relación decididamente hostil.
– ¿Algún otro caballo?
– Anoche fui a ver a los niños. Me dijo que recibiré una carta de su abogado -dijo Branson, encogiéndose de hombros.
– ¿Para el divorcio?
Él asintió, desanimado.
Lo único que atenuaba la tristeza que sentía Grace por su amigo era la certeza de que aquello significaba que Branson se quedaría en su casa durante un tiempo considerable, y él no tenía valor para echarle.
– ¿Quieres que salgamos esta noche a tomar una copa y charlar? -preguntó Branson.
– Sí, claro.
Pese a lo mucho que quería Grace a ese hombre, respondió sin ningún entusiasmo. Sus charlas con Glenn sobre Ari eran interminables, y siempre giraban en torno a lo mismo. La realidad era que la esposa de Glenn no sólo ya no le quería, sino que ni siquiera le «gustaba». Grace consideraba que era el tipo de mujer que nunca estaría satisfecha con lo que tuviera en ninguna relación, pero cada vez que intentaba decírselo a su amigo, Glenn se ponía a la defensiva, como si aún creyera que había una solución, por complicada que fuera.
– En realidad creo que haremos otra cosa -propuso Grace-. ¿Estás ocupado esta mañana?
– Sí, pero no es nada que no pueda esperar unas horas. ¿Por qué?
– Tengo un cuerpo que una draga sacó ayer del mar. He puesto a la inspectora Mantle al cargo, pero hoy y mañana estará en un curso en la Academia de Policía de Bramshill. He pensado que querrías venir a la autopsia.
Branson abrió los ojos, al tiempo que sacudía la cabeza, incrédulo.
– ¡Chico, tú sí que sabes cómo tratar a un colega cuando está de bajón, desde luego! Vas a animarme llevándome a ver la autopsia de un cadáver pescado en el mar, una mañana lluviosa de noviembre. Tío, eso seguro que es una fiesta.
– Bueno, a lo mejor te va bien ver a alguien que está peor que tú.
– Muchas gracias.
– Además, la autopsia la efectúa Nadiuska.
Aparte de su capacidad profesional y su carácter jovial, a sus cuarenta y ocho años, Nadiuska De Sancha, la forense del Departamento del Interior, era una mujer que llamaba la atención. Era una pelirroja escultural de familia aristocrática rusa y parecía al menos diez años más joven de lo que era en realidad. Además, a pesar de estar felizmente casada con un eminente cirujano plástico, le gustaba flirtear y gastar bromas picaras. Grace no conocía a ningún agente del Cuerpo de Policía de Sussex a quien no le gustara.
– ¡Ah! -dijo Branson, animándose de golpe-. ¡Eso no me lo habías dicho!
– Ya. Y no es que tú seas tan frívolo como para que eso te haga cambiar de opinión, claro.
– Eres mi jefe. Yo hago todo lo que me dices.
– ¿De verdad? Pues nunca me lo ha parecido.