Lynn salió de la consulta del médico a toda prisa. Subió la cuesta hasta su pequeño Peugeot naranja destartalado, al que le faltaba un tapacubos, y se metió en el coche. Generalmente lo dejaba abierto con la esperanza -aún incumplida- de que alguien lo robara y pudiera cobrar el seguro.
El año anterior, el mecánico le había dicho que no podría pasar la siguiente inspección de seguridad y emisiones si no le hacían una revisión a fondo, y que aquello costaría más de lo que valía el coche. Dentro de una semana le tocaba pasar la inspección, y ya estaba temblando.
Mal habría podido reparar el coche personalmente: él lo reparaba todo. Dios, cómo echaba de menos aquello. Y tener a alguien con quien hablar en momentos como aquél. Alguien que le diera apoyo en la conversación que estaba a punto de tener -y que tanto temía- con su hija.
Sacó el teléfono móvil del bolso y llamó a su mejor amiga, Sue Shackleton, mientras apretaba los ojos para impedir que le cayeran las lágrimas. Sue estaba divorciada, como ella, y tenía cuatro hijos a su cargo. Y además, parecía derrochar siempre una alegría incontenible.
Mientras hablaba, Lynn vio a un guardia de tráfico caminando con aire arrogante por la calzada, pero no tenía nada que temer, ya que el ticket pegado a la ventanilla le permitía seguir estacionada una hora más. Sue era la de siempre, simpática pero realista.
– A veces ocurren estas cosas, cariño. Conozco a un tipo al que le trasplantaron un riñón, será hace unos siete años, y está muy bien.
Lynn asintió al oír hablar del amigo de Sue, al que conocía.
– Sí, pero esto es un poco diferente. Con la diálisis puedes sobrevivir durante años si no llega el trasplante de riñón, pero no es lo mismo cuando te falla el hígado. No hay otra opción. Tengo miedo por ella, Sue. Es una operación importante. Podían fallar muchas cosas. Y el doctor Hunter ha dicho que no puede garantizar el éxito. Quiero decir… ¡Joder, que sólo tiene quince años, por Dios!
– Entonces, ¿cuál es la alternativa?
– Ése es el problema. No la hay.
– Entonces la decisión es fácil. ¿Quieres que viva o que muera?
– Por supuesto que quiero que viva.
– Entonces acepta lo que tenga que venir y muéstrate fuerte y confiada ante ella. Lo último que necesita es verte flojear.
Cuando pusieron fin a la conversación, cinco minutos más tarde, aquellas palabras aún resonaban en sus oídos. Le prometió a Sue que se verían más tarde para tomar un café, si conseguía dejar a Caitlin.
«Muéstrate fuerte y confiada ante ella.»
Qué fácil de decir.
Llamó a Mal al móvil; no tenía muy claro dónde estaba en aquel momento.
Su barco se trasladaba de vez en cuando, y últimamente había estado zarpando desde Gales para trabajar en el canal de Bristol. Tenían una relación amistosa, aunque algo forzada y formal.
Él respondió al tercer tono; la conexión era muy mala.
– Hola -dijo ella-. ¿Dónde estás?
– Frente a Shoreham. Estamos a diez millas de la bocana del puerto; nos dirigimos a la zona de dragado. Dentro de unos minutos estaré fuera de cobertura. ¿Qué hay?
– Tengo que hablar contigo. Caitlin ha empeorado: está muy enferma. Desesperadamente enferma.
– Mierda -dijo él, con una voz que se oía cada vez menos, al aumentar las interferencias-. Cuéntame.
Ella le contó en pocas palabras lo esencial del diagnóstico, sabiendo por experiencias pasadas que en cualquier momento podría cortarse la línea. Casi podía imaginarse su respuesta: el barco volvería a Shoreham al cabo de unas siete horas, ya la llamaría él.
A continuación llamó a su madre, que estaba tomando café con unas amigas en el club de bridge. Su madre era una mujer fuerte, y parecía haberse hecho más dura en los cuatro años que habían pasado desde la muerte del padre de Lynn. Hasta le había confesado que, en realidad, los últimos años no se gustaban mucho el uno al otro. Era una mujer práctica y daba la impresión de que nada le inquietaba.
– Tienes que buscar una segunda opinión -dijo enseguida-. Dile al doctor Hunter que quieres una segunda opinión.
– No creo que haya muchas dudas -replicó Lynn-. No se trata sólo del doctor Hunter, sino también del especialista. Lo que pasa es lo que nos temíamos desde hace tanto tiempo.
– No puedes dejar de pedir una segunda opinión. Los médicos se equivocan. No son infalibles.
Algo escéptica, Lynn le prometió a su madre que pediría una segunda opinión. Luego colgó y, durante el trayecto de vuelta a casa, le fue dando vueltas mentalmente. ¿Cuántas segundas opiniones iba a pedir? Durante los años pasados lo había probado todo. Había rebuscado por Internet, para conocer las posibilidades de todos los hospitales importantes de Estados Unidos. Los de Alemania. Los de Suiza. Había probado todas las alternativas que había podido encontrar. Sanadores de todo tipo: con la fe, con vibraciones, a distancia, con imposición de manos. Curas. Pastillas de plata coloidal. Homeópatas. Herboristas. Acupuntores.
Por supuesto, su madre tenía motivo para pensar así. Podía ser que el diagnóstico estuviera equivocado, que otro especialista supiera algo que el doctor Granger no sabía y que pudiera recomendar algo menos drástico. Quizás hubiera alguna medicación nueva para tratar aquello. Pero ¿cuánto tiempo podía seguir buscando mientras su hija seguía yendo cuesta abajo? ¿Cuánto tiempo antes de aceptar que quizás en este caso la medicina convencional fuera la única opción?
Mientras giraba a la derecha en la rotonda a la salida de London Road para tomar Carden Avenue, el coche se inclinó, e hizo un horrible ruido, como si algo rascara. Cambió de marcha y oyó bajo sus pies el familiar traqueteo del tubo de escape, que tenía una brida rota. Caitlin solía decir que era la llamada de la muerte, porque el coche estaba agonizando.
Su hija tenía un macabro sentido del humor.
Prosiguió cuesta arriba hacia Patcham, con los ojos húmedos, cada vez más superada por la situación. «Mierda.» Sacudió la cabeza, apabullada. No había nada, nada, «nada» que pudiera prepararla para aquello. ¿Cómo se le dice a una hija que van a tener que ponerle un hígado nuevo? ¿Y probablemente uno del cuerpo de un muerto?
Emprendió la cuesta y embocó su calle; luego giró a la izquierda y entró en la vía de acceso a su casa, tiró del freno de mano y quitó la marcha. Como siempre, el coche tembló unos momentos, resoplando y haciendo que el tubo de escape volviera a chocar con los bajos, y luego se quedó en silencio.
La vivienda era una casa pareada en una tranquila calle residencial, como muchas casas de aquella ciudad, en una cuesta. A través de los árboles que tapaban London Road y la línea de ferrocarril se veían algunas de las elegantes casas y los enormes jardines de Withdean Road, al otro lado del valle. Todas las casas de su calle seguían el mismo diseño básico: de los años treinta, con tres dormitorios y suaves curvas y elementos metálicos art déco que siempre le habían gustado. Tenían un pequeño jardín delantero con una discreta vía de acceso al garaje y un terreno de un tamaño considerable en la parte de atrás.
Los propietarios anteriores eran una pareja de ancianos; cuando Lynn se había mudado, tenía un montón de planes para redecorarla. Pero siete años después aún no había podido pagarse siquiera la sustitución de las viejas moquetas, así que mucho menos llevar a cabo sus planes más ambiciosos de tirar tabiques y cambiar el jardín.
Lo único que había conseguido hasta ahora era pintar y cambiar el papel pintado. La deprimente cocina aún tenía un trasnochado olor a viejo, a pesar de todos sus esfuerzos con hierbas secas y ambientadores en los enchufes.
«Un día -solía prometerse a sí misma-. Un día.»
El mismo «día» que pretendía construirse un pequeño taller en el jardín. Le encantaba pintar paisajes de Brighton a la acuarela y había conseguido vender algunos.
Abrió la puerta principal y entró en el estrecho recibidor. Miró a lo alto de la escalera, preguntándose si Caitlin se habría levantado ya, pero no oyó nada.
Acongojada, subió las escaleras. En lo alto, pegado a la puerta de Caitlin, había un gran cartel escrito a mano en rojo sobre blanco y que decía: «Llama antes de entrar». Llevaba ahí más tiempo del que podía recordar. Llamó.
No hubo respuesta, como era habitual. Caitlin estaría dormida o machacándose los tímpanos con la música. Entró. Por el aspecto del interior de la habitación parecía que una excavadora hubiera recogido un montón de cosas de una tienda al por mayor y las hubiera dejado caer a través de la ventana.
Entre la maraña de ropa, peluches, CD, DVD, zapatos, estuches de maquillaje, una papelera rosa rebosante, un taburete rosa boca abajo, muñecas, un móvil de mariposas de metacrilato, bolsas de plástico de Top Shop, River Island, Monsoon, Abercrombie and Fitch, GAP y Zara, y una diana con una boa violeta colgando, estaba la cama. Caitlin estaba tumbada de lado, en una de las muchas posiciones estrambóticas en las que dormía, con los brazos y las piernas en jarras y una almohada sobre la cabeza, el culo y los muslos a la vista, asomando por el edredón, los auriculares del iPod encajados en las orejas y el televisor encendido, con lo que debía de ser una reemisión de The Hills.
Parecía como si estuviera muerta.
Y en un momento de pánico Lynn pensó que lo estaba. Se acercó de un salto, enredándose los pies en el cable del cargador del móvil de su hija, y le tocó el brazo, largo y fino.
– Estoy dormida -protestó Caitlin.
Lynn sintió una oleada de alivio. La enfermedad había alterado los patrones de sueño de su hija. Sonrió, se sentó al borde de la cama y le frotó la espalda. Con su pelo corto y negro engominado, a veces Caitlin parecía una muñeca articulada. Alta, desgarbada y demacrada de tan delgada, daba la impresión de que, en vez de huesos, tenía un alambre flexible bajo la piel.
– ¿Cómo te encuentras?
– Me pica.
– ¿Quieres desayunar? -preguntó, esperanzada.
Caitlin no era una anoréxica patológica, pero estaba cerca.
Le obsesionaba su peso, odiaba comer cosas como el queso o la pasta, que decía que era «comer grasa», y se pesaba constantemente.
Sacudió la cabeza.
– Necesito hablar contigo, cariño.
Miró el reloj. Eran las 10.05. El día anterior ya había avisado en el trabajo que llegaría tarde, y tendría que volver a llamar dentro de un rato y decirles que no iba a estar en todo el día. El médico sólo tenía un margen de tiempo limitado, por la tarde, para ver a Caitlin.
– Estoy ocupada -gruñó su hija.
En un arranque de rabia, Lynn le quitó los auriculares.
– Es importante.
– ¡Relájate, tía! -replicó Caitlin.
Lynn se mordió el labio y se quedó callada un momento. Luego dijo:
– He pedido hora con el doctor Hunter para esta tarde. A las dos y media.
– Me estás agobiando. Esta tarde he quedado con Luke.
Luke era su novio. Estudiaba algo de tecnologías de la información en la Universidad de Brighton, algo que nunca había sabido explicarle de un modo que ella lo entendiera. De entre los haraganes que había conocido Lynn en toda su vida, Luke era todo un espécimen. Caitlin llevaba saliendo con él algo más de un año. Y en todo aquel tiempo, sólo había conseguido extraerle unas cinco palabras, y no sin dificultad. «Sí, eso, bueno, ya sabes» parecían ser los límites absolutos de su vocabulario. Empezaba a pensar que la atracción que sentían debía deberse a que ambos procedían del mismo planeta, algún lugar en la otra punta del universo. Algún rincón en el culo de la galaxia.
Besó a su hija en la mejilla y le acarició con dulzura el pelo tieso.
– ¿Cómo te encuentras hoy, tesoro? ¿Aparte del picor?
– Bueno, bien. Estoy cansada.
– Acabo de ver al doctor Hunter. Tenemos que hablar de esto.
– Ahora no. Estoy frita. ¿Vale?
Lynn se quedó sentada, muy quieta, y respiró hondo, intentando controlar los nervios.
– Cariño, la cita con el doctor Hunter es muy importante. Quiere que te mejores. Parece que el único modo de conseguirlo es haciéndote un trasplante de hígado. Quiere hablar contigo al respecto.
Caitlin asintió.
– ¿Me devuelves los auriculares? Ésta es una de mis canciones favoritas.
– ¿Qué estás escuchando?
– Rihanna.
– ¿Has oído lo que te he dicho, tesoro? ¿Sobre lo del trasplante de hígado?
Caitlin se encogió de hombros y luego gruñó.
– Lo que tú quieras.