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Roy Grace seguía las luces rojas del Audi TT negro, que circulaba a cierta distancia por delante de él y que se iba alejando cada vez más. No parecía que Cleo entendiera del todo cuáles eran los límites de velocidad. Y al acercarse al cruce de Sackville y Neville, tampoco le hizo caso al semáforo.

«Mierda», pensó Grace, temiendo por ella.

El semáforo se puso en ámbar. Pero las luces de freno de ella no se encendían.

Se le puso el estómago en la garganta. Las lesiones provocadas por el impacto lateral de un coche en un cruce eran de las más graves que se podían sufrir. Y ahora en aquel coche a toda mecha ya no iba únicamente Cleo. También viajaba el hijo de ambos.

El semáforo se puso en rojo. Más de dos segundos después, el Audi pasaba a toda mecha. Roy apretó el volante con las manos, temiendo por ella. Pero ya había pasado el cruce sin problemas y seguía por Old Shoreham Road, aproximándose a Hove Park.

Él detuvo su Ford Focus frente al semáforo, con el corazón golpeándole en el pecho, tentado de llamarla por teléfono, de decirle que redujera la velocidad. Pero no valdría de nada: ella conducía siempre así. En los cinco meses que habían estado saliendo había llegado a la conclusión de que conducía peor que su amigo y colega Glenn Branson, que había aprobado recientemente la prueba de Persecuciones a Alta Velocidad de la Policía y a quien le gustaba demostrarle su habilidad al volante -o más bien la falta de ella- en cuanto se daba la más mínima ocasión.

¿Por qué conducía de aquel modo tan imprudente cuando era tan meticulosa en todo lo demás que hacía? Sin duda -pensó Roy-, alguien que trabajaba en un depósito y que trataba casi a diario con los cuerpos destrozados de personas muertas en la carretera debería tener especial cuidado al volante. Sin embargo, uno de los asesores forenses de Brighton y Hove, el doctor Nigel Churchman, que se acababa de mudar al norte, participaba en carreras de coches los fines de semana. Alguna vez había pensado que sería el trabajar tan cerca de la muerte lo que provocaba esas ganas de desafiarla.

El semáforo se puso en verde. Comprobó que no hubiera nadie pasando al estilo de Cleo y luego atravesó el cruce, acelerando pero teniendo en cuenta que había dos cámaras en el siguiente tramo de carretera. Cleo negaba categóricamente que condujera rápido, como si no lo viera. Y aquello le asustaba. La quería muchísimo, y aquella noche más que nunca. La idea de que pudiera ocurrirle algo le resultaba insoportable.

Durante casi diez años tras la desaparición de Sandy, había sido incapaz de formalizar ninguna relación con otra mujer. Hasta que llegó Cleo. Durante todo aquel tiempo había estado buscando a Sandy sin cesar, esperando recibir noticias, una llamada, o que apareciera en la puerta de su casa un día. Pero aquello estaba cambiando. Quería a Cleo tanto, o quizá más de lo que había querido a Sandy, y si su esposa reapareciera de pronto un día, por muy buena que fuera su excusa, él dudaba mucho de que pudiera dejar a Cleo por ella. Había pasado página, de mente y de corazón.

Y ahora, aquello tan increíble. ¡Cleo estaba embarazada! De seis semanas. Se lo habían confirmado esta mañana, decía. Llevaba dentro un hijo de él. De ellos.

Qué paradójico. Durante sus años de vida en común, antes de su desaparición, Sandy no había podido quedarse embarazada. Los primeros años no les preocupaba, ya que habían decidido esperar un poco antes de formar una familia. Pero luego empezaron a intentarlo y no pasaba nada. El último año antes de su desaparición ambos se habían hecho pruebas de fertilidad. Resultó que el problema era de Sandy, algo bioquímico que tenía que ver con la viscosidad de la mucosa de sus trompas de Falopio, que los especialistas les habían explicado con todo detalle y que Roy se había esforzado en entender.

El especialista había puesto medicación a Sandy, aunque le avisó de que tenía menos de un 50 por ciento de probabilidades de que funcionara, y aquello la había dejado deprimida, frustrada. A ella siempre le gustaba controlar la situación. Probablemente sería uno de los motivos por los que también le gustaba conducir rápido, mandando en la carretera, pensó Roy. Había sido ella la que había dispuesto la decoración minimalista zen de su casa y quien había diseñado el jardín. Ella siempre gestionaba sus vacaciones. A veces Roy se preguntaba si el problema de la infertilidad la había deprimido más de lo que él creía. Y si aquello había sido el motivo de su desaparición.

Tantas preguntas sin respuesta.

Pero ahora aquel vacío en su vida se había llenado. Salir con Cleo le había proporcionado una sensación de felicidad que no creía posible volver a tener. ¡Y ahora aquella noticia, aquella noticia increíble!

Vio el coche de ella enfrente, esta vez parado frente al semáforo del cruce con Shirley Drive, donde había una cámara de seguridad.

«¡Por favor, cariño, por favor, no conduzcas tan a lo loco! No vayas a estrellarte con el coche, ahora que te he encontrado, cuando está empezando una nueva vida para los dos.»

«Cuando hay una vida creciendo en tu interior.»

Vio las luces de freno que se encendían antes de llegar a la cámara siguiente y por fin la alcanzó en el semáforo siguiente. Luego la siguió por Dyke Road y la rotonda de Seven Dials. Las once y media de un miércoles por la noche y aún había gente por la calle en aquel barrio tan poblado.

Observó instintivamente cada una de las caras hasta que vio a alguien a quien reconoció al instante, un camello de tres al cuarto e informador de la Policía: Miles Penney, que se arrastraba con la cabeza gacha, vestido con harapos y con un cigarrillo que le colgaba de los labios. Por lo despacio que caminaba, no debía de ir ni a buscar mercancía ni a venderla, y además a Grace no le importaba lo que hiciera. Mientras no violara ni matara a nadie, no formaba parte de su lista de problemas.

Siguió a Cleo y pasaron frente a la estación de tren, luego por una red de callejuelas del distrito de North Laine, lleno de casas adosadas, tiendas, cafeterías, restaurantes y tiendas de antigüedades, hasta que encontró una plaza de aparcamiento para residentes cerca de su casa. Grace aparcó en una zona de estacionamiento limitado cerca del coche de ella y salió, echando un vistazo a su alrededor en busca de cualquier sombra que se moviera, sintiendo de pronto una mayor necesidad de proteger a Cleo.

Se encontraron en la puerta del almacén reconvertido en casa donde vivía ella, y la rodeó con un brazo mientras Cleo marcaba una contraseña en el teclado numérico de la entrada.

Cleo llevaba una capa negra larga por encima del vestido; él deslizó la mano en su interior y le puso la palma contra el vientre.

– Esto es asombroso -dijo.

Ella se lo quedó mirando con los ojos bien abiertos:

– ¿Estás seguro de que te parece bien?

Él retiró la mano de bajo la capa y le cogió la cara con ambas manos.

– Con todo mi corazón. No sólo me parece bien; soy increíblemente feliz. Pero… No sé cómo expresarlo. Es una de las cosas más increíbles que me han pasado. Y creo que serás una madre maravillosa. Serás fantástica.

– Yo creo que tú serás un padre maravilloso -dijo ella.

Se besaron. Entonces, con cautela, porque era tarde y estaba oscuro, Roy echó una mirada alrededor.

– Sólo una cosa -dijo entonces.

– ¿Qué?

– Conduces de miedo. Quiero decir, que Lewis Hamilton se moriría de envidia.

– ¡Eso no está nada mal, viniendo de alguien que se lanzó con el coche por los acantilados de Beachy Head!

– Bueno, sí, pero tenía un buen motivo: estaba persiguiendo a alguien. Tú acabas de pasar a 130 en un lugar donde el límite es 65, y te has saltado un semáforo en rojo sin motivo.

– ¿Y? Bueno, pues ponme una multa.

Se miraron a los ojos.

– Hay veces que eres una bruja -refunfuñó él.

– Y tú a veces eres como un grano en el culo.

– Te quiero.

– ¿De verdad, Grace?

– Sí, te quiero; te adoro.

– ¿Cuánto?

Él hizo una mueca, luego tiró de ella y le susurró al oído:

– Quiero que te metas ahí dentro, que te desnudes y entonces te mostraré cuánto.

– Eso es lo mejor que me han dicho en toda la noche -susurró ella. Introdujo la combinación. La cerradura de la puerta saltó y ella abrió empujándola.

Pasaron, atravesaron el patio adoquinado y entraron en la casa, que se había convertido en el escenario de una hecatombe.

Un pequeño tornado negro saltó por entre aquel desastre y se lanzó hacia Cleo, dándole en el vientre y casi tirándola al suelo.

– ¡Abajo! -gritó ella-. ¡Humphrey, abajo!

Antes de que Grace tuviera ocasión de prepararse, el perro le dio un cabezazo en las pelotas.

Él se tambaleó, echándose atrás.

¡Humphrey! -le gritó Cleo al cachorro, mezcla de labrador y border collie.

El perro volvió corriendo al centro del desastre que había sido el salón y volvió con una tira de cuerda rosa anudada en la boca.

Grace, con un gesto de dolor e intentando recuperar la respiración tras el ataque a la entrepierna, se quedó mirando la sala, generalmente inmaculada y diáfana. Había macetas con plantas volcadas. Los cojines de los dos sofás rojos estaban por los suelos, y varios estaban desgarrados, con la espuma y las plumas esparcidas por el parqué de roble pulido. Había velas medio mascadas por el suelo, páginas de periódico por todas partes y una copia de la revista Sussex Life con la portada rasgada.

– ¡Perro malo! -le riñó Cleo-. ¡Perro muy, muy malo!

El perro agitó el rabo.

– ¡No estoy contenta contigo! ¡Estoy muy, muy enfadada! ¿Entiendes?

El perro siguió agitando el rabo y volvió a saltar hacia Cleo.

Ella le agarró la cara con las manos, se arrodilló y le gritó:

– ¡Perro malo!

Grace se rio. No pudo evitarlo.

– ¡Joder! -dijo Cleo, sacudiendo la cabeza-. ¡Perro malo!

El cachorro forcejeó hasta liberarse y se lanzó de nuevo hacia Grace. Esta vez el superintendente estaba preparado y le agarró de las patas.

– ¡No me hace gracia! -le dijo.

El perro agitó el rabo, aparentemente satisfecho de su proeza.

– ¡Mierda! -se lamentó Cleo-. Limpiaré esto luego. ¿Whisky?

– Buena idea -dijo Grace, apartando al perro, que volvió inmediatamente con él con la intención de lamerlo hasta desgastarlo.

Cleo sacó a Humphrey al patio trasero arrastrándolo del pellejo de la nuca y le cerró la puerta. Luego entraron en la moderna cocina. Desde el patio, el perro empezó a aullar.

– Necesitan dos horas de ejercicio al día -dijo Cleo-. Pero no antes de cumplir un año de edad. Si no, les va mal para las caderas.

– Y para tus muebles.

– Muy gracioso. -Dejó caer unos cubitos del dispensador de la nevera en dos vasos de whisky y echó varios dedos de Glenfiddich en uno y tónica en el otro-. Creo que no debería beber nada -observó-. ¿Qué te parece lo responsable que me he vuelto?

Grace sintió una necesidad imperiosa de fumar y rebuscó en los bolsillos, pero luego recordó que había decidido deliberadamente no llevar ninguno encima.

– Estoy seguro de que al bebé no le importará que te eches un traguito o dos. ¡A lo mejor le sirve para acostumbrarse ya desde pequeño!

Cleo le pasó un vaso.

– Salud, orejones -dijo.

– Por ti, narizota -respondió él, levantando el vaso.

– Que te den -replicó ella, poniendo fin a sus dedicatorias mutuas.

Roy apuró el vaso y se quedaron mirándose el uno al otro. En el exterior, Humphrey seguía aullando. «Él o ella.» No había pensado en aquello. ¿Sería un niño o una niña? No le importaba. Adoraría aquel bebé. Cleo sería una madre magnífica, eso lo sabía, era indudable. Pero ¿sería él buen padre? Entonces siguió la mirada de Cleo por todo aquel desastre.

– ¿Quieres que te ayude a recoger? -le preguntó.

– No -dijo ella. Entonces le besó muy suavemente, sensualmente, en los labios-. Necesito desesperadamente un orgasmo. ¿Crees que podrías encargarte de eso?

– ¿Sólo uno? Eso podría hacerlo con los ojos cerrados.

– Capullo.

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