Marlene Hartmann avanzaba a paso de marcha por el pasillo blanco. Su férrea compostura habitual había quedado hecha añicos. De pronto oyó los gritos. Echó a correr y de pronto vio un tumulto procedente de la sala de operaciones.
Atravesó a la carrera la sala de material y vio el equipo del quirófano, que hacía desesperados esfuerzos por contener a la enorme enfermera, que sangraba por el rostro salpicando de rojo la bata blanca. Se debatía con todas sus fuerzas y gritaba, histérica, mientras sir Roger Sirius y los dos cirujanos auxiliares, los anestesistas y las enfermeras, todos manchados de sangre, forcejeaban con ella. Simona yacía en la mesa de operaciones, con una maraña de cables y de vías a su alrededor, ajena a todo.
– Gottverdammt, ¿qué pasa?
– La chica se ha vuelto loca -dijo Sirius, jadeando.
Entonces, antes de que pudiera decir nada más, el rechoncho puño de Draguta impactó contra su mejilla, haciéndolo retroceder hasta caer en el duro suelo.
Marlene corrió hacia él, se arrodilló y le ayudó a ponerse en pie. Parecía confuso.
– ¡Hay un helicóptero de la Policía! -le gritó Marlene-. ¡Tenemos que cerrarlo todo! ¡Solucionen esto! ¿Me entiende?
Draguta cayó, con varios miembros del equipo quirúrgico encima.
– ¡Estoy ciega! -gritó en rumano-. ¡Que Dios me ayude, estoy ciega!
– ¡Sedadla! -ordenó Marlene-. ¡Que se calle! ¡Rápido!
Un auxiliar de anestesista agarró una jeringa, rebuscó en el carrito y cogió un vial.
– Tenemos que llevar a Draguta a un hospital oftalmológico -dijo una de las enfermeras.
– ¿Dónde está la chica inglesa? ¿Caitlin? ¿Dónde está?
Sólo vio miradas en blanco, de sorpresa.
– ¡¿Dónde está la chica inglesa?! -gritó Marlene.