En el hospital le ofrecieron enviar una ambulancia, pero Lynn no quería eso, y estaba segura de que Caitlin tampoco lo deseaba. Decidió arriesgarse con su Peugeot.
Llamó a Mal, pero saltaba inmediatamente el contestador, lo que quería decir que estaba en el mar, así que le escribió un correo electrónico; eso sí que lo recibiría:
Han encontrado donante de hígado. Le harán el trasplante mañana a las seis de la mañana. Llámame cuando puedas.
Lynn
Por una vez, en el coche Caitlin no envío ningún mensaje de texto. Se limitó a agarrar débilmente, con una mano sudorosa y temblorosa, la de su madre, siempre que Lynn no la necesitaba para cambiar de marcha. Su rostro ictérico se iluminaba con el paso de las farolas y con la luz de los faros que aparecían en sentido contrario, lo que la convertía en un fantasma amarillo.
Una canción que estaban oyendo en la radio acabó, y empezó el informativo. La tercera noticia era sobre una trama de robos de órganos en Sussex. Se oyó a un policía, un tal superintendente Roy Grace, que hablaba con una voz fuerte y rotunda: «Es demasiado pronto para especular, y de momento una de nuestras principales líneas de investigación pasa por descubrir si estos cuerpos fueron lanzados por un barco de paso por el canal. Quiero tranquilizar a la gente: consideramos que se trata de un incidente aislado y…».
Lynn apretó el botón del CD y silenció la radio.
Caitlin volvió a apretarle la mano a su madre.
– ¿Sabes dónde me gustaría estar ahora mismo, mamá?
– ¿Dónde, cariño?
– En casa.
– ¿Quieres que dé media vuelta? -preguntó Lynn, sorprendida.
– No, no hablo de nuestra casa -respondió Caitlin, sacudiendo la cabeza-. Me gustaría estar en «casa».
Lynn parpadeó para enjugarse las lágrimas que afloraban. Caitlin hablaba del Winter Cottage, donde habían vivido Mal y ella desde su boda y donde había crecido Caitlin, hasta el divorcio.
– Estábamos bien, ¿verdad, cielo?
– Era una maravilla. Entonces era feliz.
Winter Cottage. Incluso el nombre resultaba evocador. Lynn recordaba aquel día de verano en que había ido a verlo con Mal por primera vez. Estaba embarazada de seis meses. Recorrieron un largo camino de carros. Habían dejado la granja en activo a un lado para llegar a la pequeña casita, algo destartalada, cubierta de hiedra y con unas edificaciones anexas en ruinas y un invernadero con algún panel roto, pero también había un bonito césped y una casita de Wendy que Mal había reconstruido con todo mimo para Caitlin.
Recordaba perfectamente aquel primer día. Los olores a humedad, las telarañas, la madera podrida, la antigua alacena de la cocina. Las vistas de ensueño de las suaves lomas de los South Downs. Mal le pasaba su fuerte brazo sobre los hombros y la apretaba contra él, y le contaba todo lo que podría hacer él mismo para arreglarla, con su ayuda. Un gran proyecto, pero todo suyo. Su «hogar». Su pedacito de paraíso.
Y allí de pie, ella se imaginaba cómo sería en invierno, los intensos y fríos sabores, la leña ardiendo, las hojas en descomposición, la hierba húmeda. Le daba una sensación de seguridad tan grande…
Sí. Sí. Sí.
Cada vez que Caitlin hablaba de aquello, ella se entristecía. Y le ponía aún más triste que, después de más de siete años desde que se habían mudado, cuando Caitlin apenas tenía ocho años, aún se refiriera al Winter Cottage -y en particular a su casita de Wendy- como «su casa», en lugar de la casa en la que vivían ahora. Aquello le dolía.
Pero lo entendía. Aquellos ocho años en el Winter Cottage habían sido los años de salud de Caitlin. La época de su vida en la que había vivido sin preocupaciones. Su enfermedad había empezado un año más tarde, y en aquellos días Lynn se había empezado a preguntar si la tensión de presenciar la separación de sus padres habría sido un factor de influencia. Era algo que se preguntaría siempre.
Estaban pasando de nuevo junto a la chimenea de Ikea. Lynn empezaba a tener la impresión de que era algún tipo de símbolo en su vida. O una especie de indicador geográfico: la vida normal de siempre, al sur de aquella chimenea; la vida nueva, extraña, desconocida y un nuevo renacer, al norte.
En el CD, Justin Timberlake empezó a cantar What goes around comes around.
– Oye, mamá -dijo Caitlin, que de pronto parecía más animada-, ¿crees que es el caso? ¿Qué tiene razón en eso que canta?
– ¿Qué quieres decir?
– What goes around comes around: uno recibe lo que da. ¿Tú crees en eso?
– ¿Quieres decir que si creo en el karma?
Caitlin se quedó pensativa unos momentos.
– Es como que yo estoy aprovechando que alguien haya muerto. ¿Es así?
Alguien que había muerto en un accidente de moto, según le habían dicho a Lynn en el hospital. Pero ella no había entrado en detalles con su hija, y tampoco quería, para que no se angustiara.
– A lo mejor lo que necesitas es mirarlo con otra perspectiva. Quizás esa persona tiene seres queridos que se sentirán reconfortados sabiendo que, al menos, su pérdida aportará algo bueno.
– Es raro, ¿no? Eso de que no sepamos siquiera quién es. ¿Crees que algún día podría… conocer a la familia?
– ¿Querrías?
Caitlin se quedó en silencio un rato.
– Puede ser. No sé.
Siguieron adelante un par de minutos, en silencio.
– ¿Sabes lo que me ha dicho Luke?
Lynn tuvo que respirar hondo para evitar responder: «No, y no quiero saber lo que ha dicho ese capullo descerebrado». Apretó los dientes y, con un tono de voz mucho más alegre e interesado de lo que realmente sentía, respondió:
– Dime.
– Bueno, me ha dicho que algunas personas que reciben un trasplante heredan cosas de los donantes. Características, o cambios en sus gustos. Así que si al donante le volvían loco las barritas Mars, puedes heredar eso. O si le gustaba algún tipo de música en particular. O si se le daba bien el fútbol. Como si lo heredaras de sus genes.
– ¿De dónde ha sacado eso Luke?
– De Internet. Hay montones de páginas. Hemos visto algunas. ¡También puedes heredar manías!
– ¿De verdad? -reaccionó Lynn de pronto. Quizás aquel hígado proceda de alguien que no soportara a los capullos con peinados estúpidos.
– Hay casos verificados -añadió Caitlin, animándose aún más-. ¡De verdad! Sabes que me dan miedo las alturas, ¿no?
– Sí.
– ¡Bueno, pues he leído el caso de una mujer de Estados Unidos que tenía pavor a las alturas, a quien le trasplantaron los pulmones de un alpinista y que ahora es una escaladora empedernida!
– ¿No crees que sería sencillamente porque se sentía mejor con unos pulmones que funcionaban bien?
– No.
– Es impresionante -dijo Lynn, que no quería parecer escéptica, dispuesta a mantener el entusiasmo de su hija.
– Y luego está este otro, ¿sabes? ¡Había un hombre en Los Ángeles que recibió el corazón de una mujer, y antes odiaba ir de compras y ahora quiere ir de compras todo el rato!
Lynn hizo una mueca.
– ¿Y qué característica es la que más te gustaría heredar?
– ¡Bueno, he pensado en ello! Yo soy un desastre en dibujo. ¡Quizá me den el hígado de alguien que era un artista brillante!
– ¡Sí, siempre puedes llevarte una sorpresa! -exclamó Lynn, riendo-. ¡Ya verás, te pondrás bien!
– Sí, con el hígado de un cadáver en mi interior -señaló Caitlin-. Sí, estaré bien, sólo un poco «atacada del hígado».
Lynn volvió a reírse, encantada de ver que su hija sonreía. Le apretó la mano y siguieron adelante, amigablemente, unos minutos, escuchando la música y el traqueteo del tubo de escape bajo sus pies.
Luego, a medida que las risas se disipaban, sintió una presión férrea, como de frío acero, en su interior. Aquella operación tenía riesgos que les habían comunicado a las dos. Las cosas podían ir mal, y a veces iban mal. Había una posibilidad real de que Caitlin muriera en la mesa de operaciones.
Pero sin el trasplante, no tenía ninguna posibilidad de vivir más que unos meses.
Lynn nunca había ido mucho a misa, pero desde su más tierna infancia, durante gran parte de su vida, había rezado sus oraciones cada noche. Cinco años atrás, en las semanas inmediatamente posteriores a la muerte de su hermana, había dejado de rezar. Hasta hacía poco, cuando Caitlin había caído gravemente enferma, cuando había vuelto a empezar, pero sin mucha convicción. A veces deseaba poder confiar en Dios y poner en sus manos todas sus preocupaciones. Aquello simplificaría mucho la vida.
Volvió a apretar la mano de su hija. Aquella mano viva y bonita que Mal y ella misma habían creado, quizás a imagen de Dios, o tal vez no. Pero sin duda era su imagen. Dios podía jactarse de lo que fuera, pero era ella la que iba a estar junto a Caitlin durante las horas siguientes, y si el Señor quería portarse bien con ella durante las horas siguientes, ella se lo agradecería enormemente. Pero si pretendía joderle mental y emocionalmente, podía irse a paseo.
Aun así, en los semáforos siguientes cerró por un momento los ojos y recitó una oración en silencio.