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Simona estaba sentada en una silla en una habitación pequeña y sin ventanas, llorando y bebiendo un vaso de Coca-Cola. La habitación le recordaba la celda en la que había pasado una noche cuando Romeo y ella habían sido arrestados, hacía un par de años, por robar en una tienda. El mismo olor a desinfectante. Allí no había nada más que estantes llenos de material médico. Tenía tanta hambre que le dolía el estómago.

– Quiero a Gogu -sollozó.

La gran enfermera rumana, que había agarrado tan fuerte a Simona por el brazo que le habían salido cardenales, estaba de pie, con los brazos cruzados frente a la puerta, observando cómo bebía.

– Se me ha caído fuera.

– Iré a buscarlo más tarde -replicó ella.

Simona se sintió un poco mejor al oír aquello y asintió en agradecimiento. Se quedó mirando el vaso y luego volvió a mirar a la mujer.

– Por favor, ¿pueden darme algo de comer? -preguntó por tercera vez en el cuarto de hora que llevaba allí-. ¿Lo que sea?

– Bebe -ordenó la mujer.

Simona obedeció y bebió un poco más. Quizá cuando se acabara el segundo vaso le darían algo de comer, y la mujer iría a buscar a Gogu.

– ¿Qué tipo de trabajo haré aquí? -preguntó.

La enfermera frunció el ceño.

– ¿Trabajo? ¿Qué tipo de trabajo?

Simona sonrió, fantaseando.

– ¡A mí me gustaría trabajar detrás de una barra! -dijo-.

Me gustaría aprender a preparar bebidas. Ya sabe, bebidas elegantes. ¿Cómo les llaman? ¡Cócteles! Creo que ése sería un buen trabajo, preparar bebidas y hablar con la gente. Seguro que en este hotel tienen un bonito bar, ¿verdad? -Al ver que la enfermera seguía frunciendo el ceño se apresuró a añadir-: Pero, por supuesto, no me importa el tipo de trabajo. Cualquier cosa. Podría limpiar. No me importa limpiar. Estoy contenta de estar aquí. ¡Y estaré aún más contenta cuando llegue Romeo! ¿Cree que será pronto?

– Bebe -respondió la mujer.

Simona apuró el vaso. Luego se quedó sentada en silencio, con la mujer allí de pie, cruzada de brazos, como un centinela.

Unos minutos más tarde, Simona de pronto empezó a adormilarse. De pronto se mareó y no conseguía fijar la vista en la mujer. Ni en las paredes ni en los estantes. Eran imágenes que pasaban frente a sus ojos rápido, cada vez más rápido.

La enfermera permaneció impasible, viendo cómo a Simona se le cerraban los ojos y caía de lado sobre el suelo, donde quedó inmóvil, respirando con fuerza.

Entonces se cargó a la niña al hombro, la trasladó unos metros por el pasillo hasta la pequeña sala preoperatoria y la colocó sobre la camilla de acero. Luego le quitó toda la ropa, comprobando si Simona llevaba algo de valor. A veces, las ratas callejeras como aquella niña ocultaban objetos robados en sus cuerpos, con la esperanza de venderlos en Inglaterra.

Poniéndose un guante de goma a toda prisa, antes de que llegara nadie más, buscó en el interior de la boca de la niña; luego tanteó cuidadosamente en la vagina y en el ano. ¡Nada! ¡Zorrilla inútil!

A continuación llamó por el intercomunicador al anestesista y le dijo, disimulando a duras penas su indignación, que la niña estaba lista.

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