CAPÍTULO 08

Cuando Anastasio se hubo marchado, Zoé se quedó sola en la estancia, de pie junto a la ventana. Nunca se cansaba de aquel paisaje. Por aquel brillante brazo de mar había navegado Jasón con sus argonautas en busca del Vellocino de Oro. Se había encontrado con Medea y la había traicionado. La venganza de ella fue terrible. A Zoé no le costaba entenderlo, ella misma estaba preparada para cobrarse venganza de los Cantacuzenos. Cosmas tenía la misma edad que ella. Fue su padre, Andreas, el que dijo a los cruzados dónde se encontraba la ampolla que contenía la sangre de Cristo, a fin de salvarse él. Ya estaba muerto y por lo tanto fuera del alcance de Zoé, y ojalá ardiera en el infierno, pero Cosmas estaba vivito y coleando y de nuevo se encontraba en Constantinopla, prosperando. Tenía mucho que perder. Ella lo contemplaba como se contempla una fruta madura lista para arrancarla del árbol.

Sus ojos se posaron en el cuenco dorado que había sobre la mesa. Estaba repleto de albaricoques, que en contacto con la luz roja del sol parecían ámbar líquido. Tomó uno y lo mordió, y aplastó su carne entre los dientes dejando que el jugo le resbalara por los labios y la barbilla.

El abuelo de Eufrosina, Jorge Ducas, había ayudado a robar iconos de Santa Sofía, la iglesia madre de Bizancio. Incluso había ayudado a los cruzados a llevarse el Santo Sudario de Cristo. Jamás se le podría perdonar esa tremenda pérdida que le causó a la fe ortodoxa. Ahora el sudario estaba en las toscas e irreverentes manos de los latinos. Sintió un estremecimiento por todo el cuerpo, como si ella misma hubiera sido tocada íntimamente por algo sucio.

Fue un golpe de buena suerte que Eufrosina hubiera caído enferma de una afección de la piel que su propio médico no sabía curar. Ello le había permitido enviarle aquel médico eunuco, y éste, a su vez, conseguiría que Cosmas se fiara de ella.

Zoé cogió otro albaricoque; éste estaba menos maduro que el primero, un poco como Anastasio. La había sorprendido con su agudeza a la hora de juzgar a Eufrosina. No era que estuviera equivocado, desde luego; sencillamente, ella esperaba que fuera más evasivo a la hora de expresarse. Pero que le agradara no debía ser como un impedimento para sus planes de venganza. Si Anastasio le era de utilidad, eso era lo único que importaba.

Además, tenía un punto débil que ella no debía olvidar: que perdonaba. Algunos de los pacientes que ella le había recomendado lo habían tratado mal; en cambio, él no parecía estar resentido. Había tenido la oportunidad de aprovecharse de ellos a su vez, y no había hecho nada. Zoé no creía que fuera por cobardía; Anastasio no habría corrido ningún peligro, no habría tenido que pagar ningún precio. Era una estupidez; si no hay miedo, no hay respeto. Ella lo habría hecho mejor. Iba a tener que protegerlo, mientras fuera útil. Había que igualar todas las posiciones.

Zoé se dio la vuelta de cara a la habitación y al gran crucifijo de oro que colgaba en la pared. Iba a ayudar al médico en su búsqueda de información acerca de Besarión, pero sabía que ello no tenía nada que ver con la pretensión de entender qué alianzas había en Constantinopla. Entonces, ¿por qué preguntaba?

Naturalmente, no podía revelar a Anastasio ni un breve atisbo de la verdad. ¿Cómo iba a decirle que Helena se moría de aburrimiento al lado de Besarión, y que éste probablemente nunca había sentido interés por ella, el interés que debía sentir un hombre por una mujer?

Se relajó y echó la cabeza hacia atrás, sonriendo, en un raro ejercicio de reírse de sí misma. Ella había intentado seducir a Besarión en una ocasión, sólo para ver si había algo de pasión en sus ingles, o en su alma. Pero no la había. Con el tiempo él terminó mostrándose dispuesto, pero ya no merecía la pena.

No era de extrañar que Helena dirigiera la mirada a otros lugares. Fue mucho más inteligente seducir a Antonino y después servirse de él para deshacerse de Besarión, y así librarse de los dos… si era eso lo que había sucedido. Aquello era digno de una hija suya. Helena era de comprensión lenta, pero al parecer se las había arreglado bastante bien al final. Era una lástima que hubiera comprometido también a Justiniano, que era un hombre de verdad, demasiado para ella. Helena lo había hecho, Zoé no pensaba perdonárselo.

Cruzó lentamente la estancia en dirección a la entrada, balanceando apenas el brazo para que la seda de su túnica aleteara y resplandeciera bajo la luz y cambiara de tonalidad, del rojizo al oro, y al rojo otra vez, engañando a la vista, inflamando la imaginación.


Una semana más tarde el emperador la hizo llamar. Aquél sí era un hombre digno de acostarse con él. El recuerdo que conservaba seguía siendo grato, aun después de todos aquellos años. No era el mejor, ese puesto sería siempre para Gregorio Vatatzés. Pero Zoé hizo un esfuerzo para apartarlo de su mente; pensar en él le provocaba dolor, además de placer.

Miguel deseaba algo, o de lo contrario no la habría hecho llamar. Se vistió con esmero, hermosísima en color bronce y con una túnica de seda negra que se le adhería al cuerpo. Un collar ceñido a la garganta podría ocultar los signos de envejecimiento de la piel que se le apreciaban bajo el mentón. Tenía las manos suaves. Sabía exactamente con qué ingredientes fabricar ungüentos que conservaran la piel blanca e impidieran que se le hincharan los nudillos. Se puso joyas de topacios engastados en oro. Pero nada de todo aquello tenía como fin seducir a Miguel, la relación entre ambos ya se encontraba en otra etapa. Él deseaba su habilidad, su astucia, no su carne.

Desde que el imperio regresó del exilio en Nicea y se dispersó por las ciudades situadas al norte, a lo largo de la costa del mar Negro, Miguel había fijado su residencia en el palacio de Blanquerna, ubicado en el otro extremo del antiguo Palacio Imperial. El palacio de Blanquerna estaba orientado al Cuerno de Oro, igual que la casa de ella, y no distaba más de una milla y media. Podía ir fácilmente andando, acompañada de Sabas, su sirviente más fiel.

No se dio prisa, resultaba impropio. Tuvo tiempo para reparar en las malas hierbas que habían crecido allí donde faltaba el empedrado, o en las ventanas rotas de una iglesia, que no habían sido sustituidas por otras nuevas.

Hasta el propio palacio de Blanquerna se veía surcado de cicatrices; algunos de los magníficos arcos de las ventanas superiores estaban destrozados y amenazaban con desmoronarse y hacerse añicos sobre los escalones.

Los miembros de la Guardia Imperial varega no la interrogaron. Sabían que no debían preguntarle quién era. Sin duda los habían informado de su visita. Al pasar junto a ellos hizo una breve inclinación de cabeza.

Le vinieron a la memoria aquellos días, anteriores a la llegada de los latinos, en que ella era una niña pequeña y su padre la llevó al antiguo Palacio Imperial, situado en aquel promontorio desde el cual se divisaban la ciudad y el mar. En aquella época el emperador de Bizancio, que para ella era el mundo, era Alejo V. Fue justo antes de los terribles días de la invasión.

Esperó en una amplia estancia con grandes ventanales que permitían que la luz llenara el espacio y ampliara sus perfectas proporciones. Las paredes tenían incrustaciones de mármol rosa, y las del suelo eran de pórfido. Los pies que sostenían las antorchas eran altos y esbeltos y estaban decorados con oro. Aquella sala la complació profundamente, y se sintió feliz admirándola hasta que vinieran a buscarla.

La condujo un alto eunuco de rostro blando y ojos cansados que movía las manos de un modo que resultaba irritante. La llevó por pasillos y galerías hasta los aposentos privados del emperador. Había conversaciones que no debían prestarse a los oídos de nadie. Hasta la omnipresente guardia varega debía mantenerse a cierta distancia, donde no pudiera oír. Muchos de sus miembros eran de cabello rubio y ojos azules, venidos de Dios sabe qué tierras remotas.

Aquella habitación privada estaba totalmente restaurada, las paredes habían sido adornadas con exquisitos murales de escenas pastoriles en época de cosecha. Había altos candelabros de bronce, relucientes y ricamente decorados. Y también se encontraban allí las pocas estatuas que no habían sufrido daños.

Zoé hizo la reverencia acostumbrada. Tenía veinticinco años más que Miguel y además era mujer, pero él era el emperador, el Igual a los Apóstoles. De modo que no se levantó para saludarla, sino que permaneció sentado, con las rodillas ligeramente separadas, cubiertas por el brocado de seda de su dalmática y el rojo escarlata de la túnica que llevaba debajo. Era un hombre apuesto, de cabellera y barba negras y tupidas, bellos ojos y cutis levemente rubicundo. Tenía buenas manos. Zoé recordó su tacto con placer, incluso ahora. Eran sorprendentemente sensibles para pertenecer a un hombre que había sido un brillante soldado en la flor de la edad y que todavía sabía más de estrategia militar que la mayoría de los generales. En la batalla había conducido a su ejército, más que seguirlo. Ahora estaba ocupado en reorganizar el ejército y la flota, y en supervisar la reparación de las murallas de la ciudad. Por encima de todo, era un hombre práctico. Y lo que quería de Zoé también era de carácter práctico.

– Acércate, Zoé -ordenó-. Estamos solos. No hay necesidad de fingir. -Su voz era suave y profunda, como debía ser una voz de hombre.

Zoé dio unos pasos hacia él, pero lentamente. No estaba dispuesta a actuar con demasiadas confianzas y por lo tanto dar a Miguel la oportunidad de desairarla. Que fuera él quien preguntara, quien pidiera.

– Hay un asunto en el que tú puedes ser de ayuda -dijo el emperador mirándola fijamente, escrutando su rostro.

Zoé nunca estaba segura de hasta dónde alcanzaba su capacidad para saber lo que ella estaba pensando. Miguel era bizantino hasta la médula; no se le escapaba nada que perteneciera al pensamiento. Era perspicaz, taimado y valiente, pero en aquel momento pesaba sobre él una gran carga y tenía un pueblo quebrantado y obstinado al que gobernar. Eran ciegos a la realidad de la nueva amenaza, porque no se atrevían a mirarla frente a frente.

Desde la muerte de Besarión, Zoé había empezado a ver la situación política de modo distinto. Allí se había planeado una traición, en alguna parte, y cuando la descubriera castigaría al responsable, aunque fuera Helena.

Ojalá hubiera podido hablar con Justiniano antes de que éste partiera al destierro, pero Constantino había llevado a cabo su rescate tan limpiamente, y con tanta rapidez, que no le había sido posible. Ahora necesitaba saber qué deseaba Miguel.

– Si hay algo que yo pueda hacer -murmuró respetuosamente.

– Hay ciertas personas de cuyos servicios estás haciendo uso. -El emperador calculó cuidadosamente sus palabras-. Preferiría que nadie me viera servirme de ellas, pero es que las necesito. Deseo información. Es posible que más adelante sea algo más que eso.

– ¿Sicilia? -Zoé pronunció aquella palabra en un jadeo. En realidad fue más una afirmación que una pregunta.

Miguel asintió con la cabeza.

Zoé aguardó. Sería preciso hacer un pacto nuevo, y eso estaba bien. Estaba dispuesta a negociar con quien fuera por el bien de Bizancio, pero no por un precio barato. El siciliano que trabajaba para ella era un zorro, un espía doble, pero había descubierto el único error que él había cometido y se guardó para sí la prueba en un lugar en el que ni haciendo uso de toda su astucia él podría encontrarla. Era un hombre peligroso y ella debía tratarlo con cuidado, como uno haría con una serpiente. Sabía por qué Miguel no podía permitirse el lujo de tener ninguna relación con él, ni siquiera a través de sus propios espías. Nada escapaba a los eunucos que tenía más próximos, ni tampoco a los criados ni a los guardias de palacio, ni a los sacerdotes que estaban siempre yendo y viniendo. Necesitaba a alguien como Zoé, que fuera tan inteligente como él mismo pero que pudiera darse el lujo de ser despiadada de una forma que no le estaba permitida a él. Había demasiados pretendientes al trono, aspirantes a usurpadores, conspiraciones y contra-conspiraciones. Demasiado lo sabía él, demasiada amargura le producía ya, siempre vigilando su espalda.

Miguel se inclinó hacia delante, a menos de un paso de Zoé.

– Necesito a ese hombre tuyo -dijo en voz muy queda-. No actuaremos de momento, sino pasado un tiempo. Y también voy a necesitar a alguien más en Roma, una segunda voz.

– Puedo encontrar a alguien -prometió Zoé-. ¿Qué deseáis saber?

El emperador sonrió. No tenía intención de decírselo. -Alguien cercano al Papa -dijo Miguel-. Y al rey de las Dos Sicilias.

– ¿Alguien que tenga valor? -En su interior prendió la esperanza de que, después de todo, el emperador estuviera decidido a luchar. ¿Pretendía Miguel asesinar al Papa? Al fin y al cabo, el Papa era enemigo de Bizancio, y eso significaba la guerra.

El emperador le leyó el pensamiento al instante.

– No me refiero a esa clase de valor, Zoé. Esa época ya pasó. Los Papas pueden sustituirse con facilidad. -En su mirada había rabia, y también algo que podía ser miedo-. El verdadero peligro es el rey de las Dos Sicilias, y el Papa es el único que puede contenerlo. Si queremos sobrevivir, debemos arriesgar.

– No podéis arriesgar la fe -replicó Zoé.

Bajo la tupida barba de Miguel ardía la cólera. Zoé vio como se le encendían las mejillas.

– Necesitamos habilidad, Zoé, no baladronadas. Hemos de utilizar a los unos contra los otros, como siempre hemos hecho. Pero no pienso perder Constantinopla de nuevo, para pagar nada. Doblaré la rodilla ante Roma, o dejaré que piensen que la doblo, pero los cruzados no partirán ni una sola piedra de mi ciudad, ni impondrán el más mínimo tributo a mi pueblo. -Sus ojos negros taladraron los de Zoé-. Puede que Sicilia muera de hambre, y puede que incluso muerda la mano que le roba, y si lo hace, mucho mejor para nosotros. Hasta que llegue ese momento, comerciaré con palabras y símbolos con el Papa, o con el diablo, o con el rey Carlos de Anjou y de las Dos Sicilias, si es necesario. ¿Estás conmigo o contra mí?

– Estoy con vos -repuso Zoé en voz baja. Ahora percibía una ironía sutil que resultaba inquietante-. Defenderé Bizancio contra quien sea, dentro o fuera. ¿Estáis conmigo?

Miguel volvió a mirarla fijamente, sin pestañear.

– Desde luego, Zoé Crysafés. Puedes tener la seguridad de que escogeré lo que veo y lo que no veo.

– Tengo a mis espías agarrados por el cuello. Me encargaré de que cumplan vuestros deseos -prometió Zoé, sonriendo también, al tiempo que se retiraba. Su cabeza ya se había puesto a trabajar. ¿Sicilia levantándose contra su rey? Era una idea.

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