Palombara llegó a Roma tan sólo unos pocos días después que Vicenze. La travesía había sido bastante buena en lo referente a la duración y a la destreza en la navegación, pero el regusto de la derrota le había robado todo placer. Nada más hubo desembarcado en Ostia, el primero al que preguntó le dijo que Vicenze le había ganado por veinticuatro horas.
El Papa y los cardenales ya estaban reunidos en una antesala de los aposentos pontificios del palacio Vaticano cuando llegó él a toda prisa, aún con la ropa sucia por el viaje y cubierto de polvo y sudor. En cualquier otra ocasión podrían haberle negado la entrada al verlo en aquel estado de desaliño, pero ahora flotaba por todas partes un zumbido de emoción, como el que provoca una tormenta de verano cuando el aire está seco y produce un hormigueo en la piel semejante a la picazón de un centenar de moscas. Los presentes empezaron a hablar, pero al instante guardaron silencio. Todos cruzaron miradas al verlo y sonrieron. ¿Era toda aquella burla un producto de su imaginación, o, por el contrario, algo muy real?
Ante sí tenía el enorme embalaje de madera abierto, y únicamente una tela protegía el icono de la Santísima Virgen que Miguel Paleólogo había portado cuando su pueblo regresó al hogar.
Vicenze se encontraba a un lado del mismo, con el semblante iluminado por la victoria y los ojos brillantes. Una sola vez miró a Palombara, para a continuación desviar la vista como si éste fuera insignificante, un hombre que hubiera dejado de importar.
A su señal, un sirviente dio un paso al frente. En la estancia no se oyó ningún otro ruido, ni un roce de vestiduras, ni un movimiento de los pies. Hasta el Papa parecía contener la respiración.
El sirviente alargó una mano y retiró la tela. El Papa y los cardenales se inclinaron hacia delante. Se hizo un silencio sepulcral.
Palombara miró, parpadeó y se quedó inmóvil. ¡Dios todopoderoso! Con lo que se topó su mirada no fueron las facciones exquisitas de la Virgen, sino una desordenada profusión de cuerpos desnudos, una representación festiva y exuberante de la que no faltaba detalle, pintada con gran destreza. La sonriente figura central era una parodia de la Virgen, pero de una femineidad tan descarada que uno no podía mirarla sin que se le acelerase el pulso y le viniese al pensamiento el ardor de la pasión. Tenía un pecho al descubierto y una esbelta mano apoyada íntimamente en la ingle del hombre que se encontraba más cerca.
Uno de los cardenales menos austeros estalló en una carcajada y al momento intentó sofocarla con un acceso de tos.
El pontífice tenía el rostro de color escarlata, aunque ello podría obedecer a más de una razón.
Hubo más cardenales que se ahogaron con la tos. Uno lanzó un resoplido de asco. Otro rio de manera bastante abierta.
Vicenze tenía los labios blancos y los ojos tan enramados como si la fiebre lo tuviera al borde del delirio.
Palombara intentó durante un buen rato dar la impresión de no reírse, pero fracasó. Fue un placer exquisito. Él también había contraído con alguien una deuda que jamás iba a poder pagar.
Cuando Nicolás lo mandó llamar, Palombara no tuvo más remedio que acudir.
La expresión del Santo Padre era impenetrable.
– Explícate, Enrico -dijo en tono muy quedo. Le temblaba la voz, y Palombara no supo decir si la emoción que lo ahogaba era furia o diversión.
No había nada que decir excepto la verdad.
– Sí, Santo Padre -dijo piadosamente-. Convencí al emperador de que enviara el icono a Roma. Llegó a la casa que habíamos utilizado durante nuestra estancia en Constantinopla. Fue desembalado delante de nosotros, y no cupo duda de que era una imagen muy oscura y muy bella de la Virgen María. Volvieron a embalarlo en nuestra presencia y lo dejaron listo para embarcar.
– Eso no me dice nada -dijo Nicolás secamente-. ¿Quién lo obtuvo? ¿Tú?
– Sí, Santo Padre.
– ¿Y qué hizo Vicenze al respecto? No me digas que esto es una forma de vengarse por tu superioridad. Él no pudo haberse hecho esto a sí mismo. La burla lo seguirá hasta la tumba, como tú bien sabes. -Se inclinó hacia delante-. Esto parece mucho más propio de tu ingenio, Enrico. Y por esa razón voy a perdonarte… -un ligerísimo temblor rozó la comisura de sus labios- si me devuelves el icono de la Virgen sin dilación. Discretamente, claro está.
Era posible que Nicolás no tuviera una fe inmensa que sirviera de faro a la cristiandad, pero era indudable que poseía un agudo sentido del humor, y para Palombara aquello era una cualidad que bastaba para redimirlo de casi cualquier otro fallo.
– ¿Sigue en Constantinopla? -inquirió Nicolás.
– No lo sé, Santo Padre, pero lo dudo -contestó Palombara-. En mi opinión, Miguel fue sincero.
– ¿Así lo crees? En tal caso me inclino a aceptarlo -repuso Nicolás-. Tú eres un hombre escéptico, manipulas a los demás, y por consiguiente esperas que los demás te manipulen a ti. -Enarcó las cejas-. ¡No pongas esa cara de consternación! ¿Y dónde está el icono, quienquiera que lo tenga? Si esa información te resulta embarazosa, no es necesario que me la proporciones.
– Imagino que en Venecia -respondió Palombara-. El capitán que trajo a Vicenze y el icono a Roma es veneciano: Giuliano Dandolo.
– ¡Ah! Sí, me suena ese nombre. Es descendiente del gran dux -dijo Nicolás en tono calmo-. Bien, bien. Muy interesante. Ya he tomado una decisión. Cuando regreses a Constantinopla, llevarás contigo una carta mía en la que agradeceré al emperador Miguel su obsequio de buena fe y le aseguraré que Roma contempla la unión con el máximo de seriedad y respeto. -Miró serenamente a Palombara-. Regresarás a Bizancio, acompañado de Vicenze…
Palombara se sintió horrorizado ante semejante idea.
Nicolás vio su disgusto y prefirió ignorarlo.
– No quiero tenerlo en Roma. Ya veo que tú tampoco deseas tenerlo contigo, pero yo soy el Papa, Enrico, y tú no… al menos por el momento. Llévate a Vicenze. Aún tienes trabajo pendiente en Bizancio. Carlos de Anjou está reuniendo más ejércitos, más dinero, más barcos. Partirá, y entonces será demasiado tarde para detenerlo. A lo mejor tú encuentras a algún amigo bizantino que frene sus excesos. Ve con Dios.
Palombara no tuvo otro remedio que dejar que fuera Nicolás quien reclamase el icono. A poco inteligente que fuera Dandolo, lo cedería de buen grado. Dios sabía que Venecia poseía riquezas de sobra. Además, robarle al Papa, y consiguientemente al corazón de la Iglesia, era muy peligroso.
Era muy posible que Dandolo se lo entregara al Santo Padre, junto con alguna excusa en cuanto al modo en que se había hecho con él. A lo mejor Nicolás lo perdonaba y fingía creerse cualquier historia sobre las aventuras corridas por el icono.