CAPÍTULO 79

Ana había sido llamada una vez más a la casa de Juana Estrabomytés, aun cuando los criados no sabían si quedaba dinero para pagarle. Pero no importaba; la decisión de acudir no estaba basada en la posibilidad de cobrar, sino en la intención de no prolongar el sufrimiento de la enferma y aliviarle el dolor de la agonía.

Juana estaba consumida por la enfermedad, razón por la que daba la impresión de tener más años de los que tenía en realidad, cuarenta y tantos, y ya le quedaba muy poco tiempo de vida. El calmante que le había administrado Ana le había proporcionado más o menos una hora de tranquilidad, y ya no sufría un dolor físico innecesario ni el tormento mental que la acosaba. Había dicho poca cosa al respecto. La herida era tan honda que la había privado del habla, a excepción de la pregunta que repetía una y otra vez: «¿Su marido no podría haber esperado?» Leónico había dejado a Juana cuando ésta agonizaba, porque estaba enamorado de Teodosia, cuyo esposo a su vez la había abandonado cruelmente. Leónico no quiso esperar a ser libre, deseaba gozar de su felicidad de inmediato, aquella semana, aquel mes. También era posible que Teodosia lo hubiera querido así, y él no había tenido valor ni nobleza para negarse.

Por una vez reinaba el silencio en aquella estancia caldeada y tranquila. Ana se encontraba a los pies de la cama, cerciorándose de que Juana estuviera dormida realmente. Acto seguido dio media vuelta y se apartó de la cama. Salió brevemente al patio, un lugar en el que, a pesar del calor del verano, por lo menos podía escapar del olor de las hierbas medicinales y las funciones corporales de la moribunda.

Teodosia había sido durante toda su vida una mujer muy religiosa. Ana se la imaginó rezando, arrodillada frente a Constantino con devota gratitud por el sacramento del arrepentimiento y la absolución. Teodosia conocía bien la amargura y el dolor de ser rechazada. ¿Cómo podía, precisamente ella, hacerle aquello a otra mujer? ¿Qué bondad había en tener a un hombre a semejante precio?

¿Habría deseado ella tener a Giuliano de aquella forma?

Teodosia gozaba de buena salud cuando su marido la abandonó, y dicho abandono le causó un dolor insufrible, incluso la llevó al borde del suicidio. Ana todavía sentía lástima al rememorarlo. Juana estaba enferma y agonizando. ¿De verdad Teodosia deseaba aquello? ¿Sufría Juana una especie de autoengaño, una desesperanza que formaba parte de su dolencia? ¿Sería que la conclusión de Ana era precipitada, basada en un conocimiento parcial de la situación y por lo tanto completamente injusta?

Durante uno de los ratos en que Juana se encontró mejor, Ana impartió instrucciones precisas a los criados. Luego, después de regresar a su propia casa para recoger más hierbas, fue a ver a Teodosia.

– Lo lamento, pero la señora Teodosia no puede recibiros -le dijo el sirviente momentos más tarde.

Ana insistió en la urgencia y la importancia del motivo que la había llevado hasta allí. El sirviente fue nuevamente a transmitir el recado. La segunda vez fue Leónico el que acudió personalmente a la entrada. En su mirada había tristeza, y también una cierta irritación al dirigirse a Ana.

– Lo siento mucho, pero Teodosia no desea hablar con vos -dijo-. No precisa de vuestros servicios, y en realidad no hay nada más que añadir. Os agradezco que hayáis venido, pero os ruego que no volváis más.

Dio media vuelta y se alejó dejando que el criado se ocupara de cerrarle la puerta a Ana en las narices.

Ana regresó con la esposa de Leónico, a continuar cuidándola y tratar de aliviarle el dolor del cuerpo y del alma lo mejor que pudiera. Mezcló hierbas, se sentó a su lado cuando le costaba conciliar el sueño, le habló de todo lo que se le ocurrió que fuera gracioso o amable o que ofreciera alguna belleza.

Y le sostuvo la mano cuando ella perdió la conciencia y finalmente la vida.


Cuando llegó septiembre, gran parte de la indignación por las exigencias de Roma a la Iglesia fue barrida por la angustia que produjo la noticia de que en Occidente estaba organizándose un gran ejército.

Ana se encontraba en el palacio Blanquerna. Acababa de atender a varios eunucos que sufrían males de escasa importancia, cuando le mandaron recado de que acudiera a las habitaciones de Nicéforo. Lo halló inusualmente serio y con el semblante contraído por la ansiedad.

– Acabo de recibir una noticia del obispo Palombara -dijo Nicéforo-. Ha muerto el Papa.

– ¿Otra vez? Quiero decir… ¿otro Papa? -A Ana le costaba trabajo creerlo. No habían transcurrido ni tres años-. ¿De modo que no tenemos en Roma ningún jefe con quien discutir, aunque quisiéramos?

– Es mucho peor que eso -se apresuró a replicar Nicéforo, que ya no intentaba disimular el miedo-. El Papa Nicolás exigió a Carlos de Anjou el juramento de que no iba a atacar Bizancio. Pero ahora que ha muerto, Carlos queda eximido del mismo. Por lo visto, los juramentos no se transmiten de un Papa a otro. -Por un instante brilló en sus ojos una chispa de sarcasmo, pero desapareció enseguida.

Ana estaba estupefacta.

– ¿Y qué dice el emperador? -Ella misma notó cómo le temblaba la voz.

– Ahora voy a decírselo. -Nicéforo aspiró profundamente y exhaló el aire en un suspiro-. Le va a resultar muy duro. Me gustaría que me acompañarais… por si acaso… se pusiera enfermo.

Respondió solamente con un gesto de cabeza, y cuando él dio media vuelta para dirigirse a los aposentos del emperador lo siguió con una fuerte sensación de mal presagio.

Cuando entraron en la sala, Miguel estaba sentado a la mesa, escribiendo. El intenso sol se derramaba sobre el sillón, los papeles esparcidos por la mesa y las diversas plumas. Era una luminosidad cruel que hacía evidente el cansancio que revelaban sus facciones. El tono gris no sólo aparecía en el cabello, sino también en la barba, pero más que eso, el emperador lucía unas marcadas ojeras y su piel tenía la textura del papel viejo. Hasta la actitud férrea que lo había conducido a sus victorias militares estaba volviéndose desvaída. Tal vez más fuerte que la victoria con las armas era la de la mente sobre el carácter díscolo de su pueblo, las incesantes amenazas que se cernían sobre su poder, su vida y su familia, las disputas por todas las cuestiones de debate que cabía imaginar en relación con la unión con Roma. Y cada año surgía por lo menos una cuestión respecto de si tal o cual persona tenía más derecho al trono que él. Nunca se veía libre de la amenaza de un usurpador.

– ¿Sí? -preguntó al tiempo que levantaba la vista hacia Nicéforo. Por la expresión del eunuco dedujo que traía malas noticias, y su semblante se puso tenso. Fue un cambio tan leve que Ana apenas pudo percibirlo.

Nicéforo explicó en pocas palabras que el Papa Nicolás III había muerto. No hubo necesidad de agregar que ya no había nada que impidiera a Carlos de Anjou saquear Constantinopla a su antojo, y con el tiempo conquistar lo que quedara del Imperio bizantino.

Miguel permaneció totalmente inmóvil en su sillón, asimilando el impacto. Ana advirtió su agotamiento, su lucha para no derrumbarse. Había protegido a su pueblo en Constantinopla durante dieciocho largos y difíciles años, y ahora veía Ana con nitidez el coste personal que aquello le había supuesto. Temió por él y por todo lo que él representaba.

¿Era de sorprender que se sintiera derrotado, incluso por el destino, ahora que había muerto otro Papa más? Ana también percibió cómo iba acrecentándose la sensación de pánico. Temió un futuro en el que no estuviera Miguel.


Constantino estaba otra vez enfermo, y mandó llamar a Ana. Ésta cogió las hierbas que consideró que iba a necesitar y acompañó al criado por entre el bullicio de la calle hasta las escaleras que conducían a la casa del obispo, cada vez más hermosa. Siempre que entraba allí descubría un adorno nuevo o una mejora, invariablemente obsequio de algún fiel agradecido que, según aseguraba Constantino, no había podido rechazar.

Lo encontró tendido en su cama, con el semblante pálido. A juzgar por la postura de su corpachón, se notaba que había algo que lo incomodaba. Ana calculó que probablemente la causa era en gran medida la ansiedad, un estómago demasiado contraído por las emociones para digerir bien.

– Tengo que estar repuesto dentro de dos semanas -le dijo el obispo con cierta preocupación, los ojos entrecerrados y los labios apretados.

– Haré todo lo que pueda -prometió Ana-. Vuestra salud mejoraría considerablemente si descansarais más.

– ¡Descansar! -Constantino dio un respingo como si ella le hubiera hecho daño-. Todas las horas del día son preciosas. ¿Acaso no sabéis el peligro que corremos?

– Sí lo sé -le aseguró ella-. Pero vuestra salud sigue exigiendo que descanséis. ¿Qué va a ocurrir dentro de dos semanas?

Constantino sonrió.

– Que voy a oficiar la ceremonia de los esponsales entre Leónico Estrabomytés y Teodosia. Será en Santa Sofía, una ocasión verdaderamente espléndida. Un ejemplo para el pueblo de la bendición y la misericordia de Dios. Insuflará nuevos ánimos en todos y les inspirará una devoción renovada.

Ana supuso que habría entendido mal.

– ¿Teodosia Skleros?

Constantino la miró fijamente.

– Deberíais alegraros por su suerte. ¿Es que la bondad de vuestro corazón no alcanza hasta ella, Anastasio? Le he regalado a Teodosia un icono muy especial de la Santísima Virgen, como símbolo de su absolución.

Ana estaba atónita.

– Teodosia y Leónico han cometido un pecado, y a sabiendas y pudiendo elegir. ¡No se han arrepentido lo más mínimo! Tomaron deliberadamente lo que no les pertenecía y se lo quedaron para sí. -Ana hablaba con aspereza, sacando de su interior toda la soledad y el sentimiento de culpa con que ella misma había cargado a lo largo de los años, consciente de que el fallo aún estaba en ella-. Representa una burla para los que se arrepienten de verdad y han pagado su pecado amargamente y durante mucho tiempo.

– Yo no le he reclamado ningún pago a Teodosia, salvo humildad y obediencia a la Iglesia-replicó Constantino-. Vos también habéis pecado, Anastasio. No os conviene criticar cuando vos mismo jamás os habéis confesado ni arrepentido. No sé cuáles serán vuestros pecados, pero son graves y profundos. Lo sé porque os lo veo en los ojos. Sé que ansiáis confesaros y obtener la absolución, pero vuestro orgullo os tiene prisionero y os aferráis a él en vez de confiaros a la Iglesia.

Ana no dijo nada. Se había quedado casi sin aliento ante la precisión del golpe que le habían asestado, un golpe que la hirió en lo más hondo y le produjo una oleada de dolor.

El obispo se irguió, con una mano apoyada en su muñeca y acercando el rostro al de ella.

– Estáis en pecado, Anastasio. Acudid a mí y confesaos, en humildad, y yo os concederé el perdón.

Ana estaba petrificada, como si Constantino la hubiera agredido en lo más íntimo. Lo único que pudo hacer fue retirar los dedos del obispo y enderezar los frascos que había sobre la mesa para a continuación darse la vuelta y salir de aquella casa, y echar a andar, mareada, hundida y profundamente confusa. Jamás en toda su vida había experimentado una soledad tan absoluta.

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