CAPÍTULO 05

Zoé Crysafés se hallaba de pie ante la ventana de su habitación favorita, mirando los tejados de la ciudad y más allá de éstos, donde el sol se derramaba sobre el Cuerno de Oro hasta transformar el agua en metal fundido. Sus manos acariciaban las piedras, aún tibias a causa del último resplandor del día.

Constantinopla se extendía a sus pies semejante a un mosaico de piedras preciosas. A su espalda estaba el acueducto de Valente, magnífico en su antigüedad, con aquellos arcos que venían desde el norte como un titán de la antigua Roma, una época en la que Constantinopla era la mitad oriental de un imperio que había gobernado el mundo. La Acrópolis, allá a la derecha, era mucho más griega y por consiguiente más cómoda para ella, para su lengua y su cultura. Aunque tus días de gloria los había vivido antes de que ella naciera, la mujer mayor sentía orgullo al imaginarla en todo su esplendor.

Distinguió las copas de los árboles que ocultaban el palacio Bucoleón, al que su padre la había llevado de pequeña. Intentó recuperar aquellos maravillosos recuerdos, pero quedaban demasiado lejos y se le escapaban de las manos.

El resplandor del sol poniente ocultó durante unos momentos la sordidez de los muros sin reparar y cubrió sus cicatrices con un velo de oro. Pero Zoé no olvidaba el dolor de la invasión enemiga, de aquellos hombres ignorantes e insensibles que pisotearon sin compasión lo que en otro tiempo había sido hermoso. Al contemplar ahora Constantinopla, la vio exquisita y profanada, pero todavía vibrante de pasión, del deseo de paladear hasta la última gota de vida.

La luz era amable con ella. Ya había cumplido los setenta, pero aún conservaba unas mejillas tersas. Sus ojos dorados se veían ensombrecidos y ocultos bajo sus cejas de forma alada. Su boca siempre había sido demasiado ancha, pero los labios eran carnosos. El brillo de su cabello era más mate de lo que había sido y se acercaba más al marrón que al castaño. Aquello era todo lo que conseguían hacer las hierbas y los tintes, pero seguía siendo hermoso.

Contempló unos instantes más el brillante perfil del Gálata conforme iban encendiéndose las antorchas. El este desaparecía rápidamente, y el puerto iba sumiéndose en un tono morado. Las cúpulas y los campanarios se recortaban con mayor contraste contra el azul esmaltado del cielo. En el pensamiento, se sentía unida al corazón de la ciudad, la zona que era algo más que palacios y santuarios, incluso más que Santa Sofía o que la luz reflejada en el mar. El alma de Constantinopla estaba viva, y aquello fue lo que ella vio que violaban los latinos cuando era pequeña.

Cuando el sol se ocultó por detrás de las bajas nubes y el aire se tornó frío de repente, Zoé se dio la vuelta por fin. Regresó al interior de la habitación, con su deslumbrante luz de antorchas. Percibió el olor del alquitrán al quemarse; vio el leve parpadear de las llamas empujadas por el aire. Entre dos de los mejores tapices color rojo oscuro, morado y pardo, descansaba un crucifijo de oro que medía más de un pie de alto. Zoé se acercó a él y lo contempló durante unos instantes, con la vista fija en el Cristo agonizante. Estaba exquisitamente forjado: cada uno de los pliegues del taparrabos, las nervaduras de los brazos y las piernas, el rostro hundido por el sufrimiento, todo era perfecto.

Alzó una mano suavemente, lo sacó del gancho y lo sostuvo frente a sí. No necesitaba mirarlo; conocía todas las líneas y sombras de las imágenes que había en cada uno de los cuatro brazos. Las acarició con los dedos recorriendo su contorno con delicadeza, como si fueran rostros de seres queridos, excepto que lo que la movía era el odio, el imaginar una y otra vez su venganza, una venganza refinada, lenta y total.

En lo alto de la cruz, por encima del Cristo, estaba el emblema de los Vatatzés, que habían gobernado Bizancio en el pasado. Era de color verde y presentaba un águila provista de dos cabezas de oro, con sendas estrellas de plata suspendidas sobre ambas. Los Vatatzés habían traicionado a Constantinopla cuando llegaron los cruzados, habían escapado de la invasión llevándose consigo iconos de valor incalculable, no para salvarlos de los latinos, sino para venderlos. Habían huido como cobardes, robando en los lugares sagrados al tiempo que desertaban, abandonando al fuego y a la espada lo que no pudieron cargar.

En el brazo derecho estaba el emblema de la familia Ducas, que también había gobernado hasta hacía poco. Sus armas eran azules, con una corona imperial y un águila bicéfala que sostenía una espada de plata en cada garra; traidores también, saqueadores de aquellos a quienes ya habían robado, de los desahuciados y los desamparados. A su debido tiempo sabrían lo que era morir de hambre.

En el brazo izquierdo figuraba el emblema de los Cantacuzeno, una familia imperial todavía más antigua; sus armas eran rojas, con el águila de dos cabezas en oro. Éstos habían sido avarientos, blasfemos, desprovistos de todo honor y vergüenza. Pagarían al llegar a la tercera y la cuarta generación. Constantinopla no perdonaba la violación de su cuerpo ni la de su alma.

En el tramo central de la cruz, sobre el que se apoyaba la figura de Cristo, se hallaba el emblema de los peores de todos, los Dandolo de Venecia. Su escudo de armas era una sencilla losange dividida en dos mitades en sentido horizontal, blanca la superior y roja la inferior. Era Enrico Dandolo, que ya tenía más de noventa años y estaba totalmente ciego, el que viajaba en la proa de la nave que iba a la cabeza de la flota veneciana, impaciente por invadir, saquear y después quemar la Ciudad de Ciudades. Cuando nadie más tuvo el valor necesario para ser el primero en tocar tierra, él saltó a la arena, ciego y solo, y se lanzó a la carga. Los Dandolo pagarían por aquello mientras quedaran señales de las cicatrices dejadas por el fuego en los muros de Constantinopla.

Oyó un ruido a su espalda, un carraspeo. Era Tomáis, su criada negra, de cabello casi rapado y andares elegantes y fluidos.

– ¿Qué sucede? -preguntó sin apartar la mirada de la cruz.

– Ha venido a veros la señora Helena, mi señora -contestó Tomáis-. ¿Queréis que le diga que espere?

Con sumo cuidado, Zoé volvió a poner en su sitio el crucifijo y dio Un paso atrás para verlo mejor. A lo largo de los años desde que regresó del destierro, lo había vuelto a colgar centenares de veces, y siempre perfectamente derecho.

– Camina despacio -le contestó a la criada-. Llévale una copa de vino y después tráela aquí.

Tomáis desapareció para obedecer la orden. Zoé quería hacer esperar a Helena. No podía permitir que su hija se presentase en su casa por capricho y la encontrase disponible. Helena era la única hija de Zoé, y la había moldeado cuidadosamente, desde la cuna, pero por grandes que fueran sus logros, Helena jamás superaría a su madre en inteligencia ni en hacer lo que se le antojara.

Al cabo de varios minutos Helena entró en silencio, deslizándose. En sus ojos se advertía cólera. Sus palabras eran respetuosas, no el tono de su voz. Como era preceptivo, aún llevaba luto por el asesinato de su esposo, y miró con un toque de resentimiento la túnica color ámbar de su madre, cuyo suave ondear se veía acentuado por la estatura que poseía Zoé y de la que carecía ella.

– Buenas tardes, madre -dijo con rigidez-. Espero que os encontréis bien.

– Muy bien, gracias -replicó Zoé con una ligera sonrisa de diversión, sin calor-. Estás pálida, pero claro, el luto sirve para eso precisamente. Resulta apropiado que una viuda reciente dé la impresión de haber estado llorando, sea verdad o no.

Helena ignoró la observación.

– Hace unos días vino a verme el obispo Constantino.

– Naturalmente -respondió Zoé al tiempo que tomaba asiento con elegancia-. Teniendo en cuenta el estatus que tenía Besarión, es su deber. Sería una negligencia por su parte si no hiciera tal cosa, y lo advertirían otras personas. ¿Dijo algo interesante?

Helena se dio la vuelta para que Zoé no le viera la cara.

– Vino a sondearme, como si quisiera averiguar cuánto sabía yo de la muerte de Besarión. -Se volvió hacia Zoé un momento, con súbita claridad-. Y lo que yo pudiera decirle -agregó-. ¡Necio!

Fue casi un susurro, pero Zoé captó el matiz de pánico.

– Constantino no tiene más remedio que estar en contra de la unión con Roma -dijo en tono tajante-. Es un eunuco. Si Roma estuviera al mando, él no sería nada. Tú sigue siendo leal a la Iglesia ortodoxa, y todo lo demás te será perdonado.

Los ojos de Helena se agrandaron.

– Qué cinismo.

– Es realismo -señaló Zoé-. Y sentido práctico. Somos bizantinos. No lo olvides nunca. -Su tono de voz era descarnado-. Somos el corazón y el cerebro de la cristiandad, y también de la luz, del pensamiento y la sabiduría, de la civilización misma. Si perdemos nuestra identidad, habremos renunciado a la finalidad de nuestra vida.

– Eso ya lo sé -repuso Helena-. La cuestión es: ¿lo sabe él? ¿Qué busca en realidad?

Zoé la miró con desprecio.

– Poder, naturalmente.

– ¡Es un eunuco! -escupió Helena-. Atrás quedaron los días en que un eunuco podía ser cualquier cosa, salvo emperador. ¿Tan idiota es para no haberse enterado todavía?

– En épocas de necesidad, recurriremos a cualquiera que creamos que puede salvarnos -dijo Zoé en voz calma-. Más te vale no olvidar eso. Constantino es inteligente y necesita ser amado. No lo subestimes, Helena. Posee tu misma debilidad por la admiración, pero es más valiente que tú. Y tú puedes adular incluso a un eunuco, si te vales de tu cerebro tanto como de tu cuerpo. De hecho, sería muy sensato que, en lo que concierne a los hombres, utilizaras el cerebro en lugar de tu cuerpo, por el momento.

Nuevamente acudió el color a las mejillas de Helena.

– Dicho con toda la sensatez y la rectitud de una mujer demasiado anciana para hacer ninguna otra cosa -se burló Helena. Se pasó las manos por la esbelta cintura y el vientre plano, y levantó otra vez los hombros, muy levemente, para ofrecer una curva todavía más voluptuosa.

Aquella insinuación hirió a Zoé. Había puntos de su mentón y de tu cuello que odiaba al verlos en el espejo, y la parte superior de sus brazos y sus muslos ya no tenían la firmeza de antes, la de hacía sólo unos años.

– Haz uso de tu belleza mientras puedas -le dijo a Helena-, porque no posees nada más. Y con esa baja estatura que tienes, cuando tu cintura se ensanche serás cuadrada, y los pechos se te juntarán con la barriga.

Helena agarró un tapete de seda de la silla y lo blandió como si fuera un látigo contra su madre. Pero el extremo de la tela se enganchó en el alto pie de bronce que sostenía una antorcha y lo desequilibró. El alquitrán en llamas se esparció por el suelo. Al instante, la túnica de Zoé se prendió fuego, y ésta sintió cómo el calor empezaba a abrasarle las piernas.

El dolor era intenso. El humo la estaba asfixiando. Sentía los pulmones a punto de estallar y, sin embargo, el ruido estridente que la ensordecía era el de sus propios chillidos. Se vio volando atrás en el tiempo, hacia el pasado lejano, el crisol de todo en lo que se había Convertido. Se vio engullida por el fogonazo de luz roja en la oscuridad, por el estrépito de las paredes al desmoronarse, por el estruendo de piedra contra piedra, por el rugir de las llamas, todo invadido por el terror, la confusión, la garganta y el pecho abrasados por el calor.

Helena estaba frente a ella, lanzándole agua, gritando algo con una voz aguda teñida de pánico, pero Zoé no podía pensar. Era una niña pequeña aferrada a la mano de su madre, corriendo, cayendo, levantada del suelo a la fuerza y arrastrada de nuevo, dando traspiés por entre los muros derruidos, los cadáveres mutilados y quemados, la sangre que cubría las aceras. Percibió el olor de la carne humana al arder.

Cayó otra vez, magullada y dolorida. Pero cuando consiguió incorporarse su madre había desaparecido. Entonces la vio: uno de los cruzados la levantó del suelo de un tirón y la arrojó contra una pared. Le arrancó el manto y la túnica con su espada y después se echó sobre ella con una violenta embestida. Zoé sabía ahora lo que había hecho aquel cruzado, lo sentía como si hubiera sido violada ella misma. Cuando terminó, el cruzado le asestó un tajo a su madre en la garganta y la dejó resbalar, desangrándose, hasta los guijarros del empedrado.

Su padre las encontró a las dos, demasiado tarde. Zoé estaba sentada en el suelo, tan inmóvil como si ella también estuviera muerta.

Después de aquello, todo fue sufrimiento y pérdida. Estaban siempre en lugares desconocidos, asediados por el hambre y por el terrible vacío de verse desposeídos, e invadidos por un horror que a Zoé se le metió en la cabeza y jamás la abandonó. Y tras el horror llegó el odio. Un odio que la aguijoneaba por todas partes, y ella sangraba hiel.

Helena estaba a su lado, y la envolvía con algo. El resplandor de las llamas se había apagado, pero la quemazón no, continuaba atormentándola. Zoé sentía un dolor intenso en las piernas y en los muslos. A duras penas logró distinguir que alguien hablaba: era la voz de Helena, cortante y tensa por el miedo.

– ¡Estáis a salvo! ¡Estáis a salvo! Tomáis ha ido a buscar al médico. Hay uno muy bueno que acaba de mudarse aquí, entiende mucho de quemaduras, de males de la piel. Os curará.

Zoé sintió deseos de insultarla, de maldecirla por el acto estúpido y cruel que acababa de cometer, de amenazarla con una venganza que iba a ser tan terrible que iba a desear la muerte con tal de escapar a ella. Pero tenía la garganta demasiado tensa y no podía hablar. El dolor le había robado el aliento.

Perdió toda noción del tiempo. El pasado volvía a ella una y otra vez, el rostro de su madre, el cuerpo desangrado de su madre, el hedor de las hogueras. Hasta que por fin vio a otra persona, alguien que le hablaba, una voz de mujer. Estaba desenrollando las telas con que

Helena le había cubierto las quemaduras. Le provocó un dolor insoportable. Fue como si todavía tuviera la piel en llamas. Para no chillar, se mordió los labios hasta notar el sabor de la sangre. ¡Maldita Helena! ¡Maldita, maldita, maldita!

Aquella mujer volvía a tocarla, con algo frío. La quemazón cesó. Abrió los ojos y vio el rostro de la mujer. Sólo que no era una mujer, sino un eunuco. Tenía una piel suave y sin vello y facciones femeninas, pero en ellas había un gran vigor, y sus gestos, en la seguridad con que movía las manos, eran masculinos.

– Os duele, pero no es profundo -le dijo con voz tranquila-. Si lo tratamos adecuadamente, sanará. Voy a daros un ungüento que eliminará la sensación de ardor.

Ya no era el dolor lo que preocupaba a Zoé, sino las posibles cicatrices. La aterrorizaba quedar desfigurada. Hizo un amago de tomar diré, pero su boca no logró emitir palabra alguna. Arqueó la espalda por el esfuerzo.

– ¡Haced algo! -Helena le chilló al médico-. ¡Está sufriendo!

El eunuco no se volvió hacia ella, sino que miró fijamente los ojos de Zoé, como si intentara ver el terror que sentía. Él mismo tenía los ojos oscuros, pero grises. Era bien parecido, de un modo afeminado. Buenos huesos, hermosos dientes. Era una lástima que no lo hubieran dejado entero.

Zoé intentó de nuevo decir algo. Si pudiera establecer algún contacto sensato con él, a lo mejor podría alejar el pánico que empezaba t atenazarla por dentro.

– ¡Haced algo, necio! -rugió Helena-. ¿No veis que está sufriendo? ¿Qué hacéis ahí arrodillado? ¿Es que no sabéis nada?

El eunuco continuaba ignorándola. Al parecer, estaba estudiando el rostro de Zoé.

– ¡Salid! -ordenó Helena-. Vamos a llamar a otro físico.

– Traedme una copa de vino ligero con dos cucharadas de miel -le dijo el eunuco-. Disolved bien la miel.

Helena titubeó.

– Os ruego que os deis prisa -la instó el eunuco. Helena giró sobre sus talones y salió.

El eunuco se dedicó a aplicar más ungüento en las quemaduras, que a continuación vendó con telas, pero sin presionar en exceso. No se había equivocado, la pomada eliminó la quemazón y el temible dolor fue cediendo poco a poco.

En eso, volvió Helena con el vino. El médico lo cogió e incorporó a Zoé con delicadeza hasta una posición de sentada en la que pudiera sostener la copa con sus propias manos. Al principio ella sintió la garganta áspera, pero a cada sorbo fue suavizándose, y para cuando hubo bebido la mitad de la copa ya podía hablar.

– Os lo agradezco -dijo con voz un poco ronca-. ¿Van a quedarme cicatrices importantes?

– Si tenéis suerte, procuráis mantener limpias las heridas y os aplicáis el ungüento, es posible que no os quede ninguna.

Las quemaduras siempre dejaban cicatrices. Zoé lo sabía muy bien, había visto otros casos.

– ¡Mentiroso! -masculló entre dientes. Volvía a tener el cuerpo en tensión y ofrecía resistencia a los brazos que la sostenían-. Cuando era niña vi a los cruzados saquear la ciudad -le dijo-. He visto quemaduras causadas por el fuego. He conocido el olor fétido de la carne humana al quemarse y he visto cadáveres que vos no reconoceríais como humanos.

En los ojos del eunuco había compasión al mirar a Zoé, pero ésta no estaba segura de que fuera compasión lo que deseaba.

– ¿Serán muy importantes? -le preguntó de nuevo con un siseo.

– Como acabo de deciros -repuso él con calma-, si cuidáis de las heridas como es debido y os aplicáis el ungüento, no os quedarán cicatrices. Debéis atenderlas. No son quemaduras profundas, por eso os duelen tanto. Las profundas no duelen, pero tampoco es frecuente que sanen.

– Supongo que si volvéis dentro de uno o dos días querréis que se os pague dos veces -dijo Zoé con actitud hostil. El médico sonrió como si aquello lo divirtiera. -Por supuesto. ¿Eso os incomoda?

Zoé se reclinó ligeramente hacia atrás. De pronto sentía un profundo cansancio, y el dolor había cedido tanto que casi podía apartarlo de su mente.

– Ni en lo más mínimo. Mi criada se ocupará de atenderos. -Cerró los ojos. Era una despedida.


Zoé no recordó gran cosa de las horas siguientes, y cuando despertó en su cama era ya nuevamente mediodía. Helena estaba de pie al lado de su madre, con la vista baja, y la luz que penetraba por la ventana le iluminaba la cara con crudeza. Tenía un cutis sin imperfecciones, pero el sol resaltaba la dura línea de los labios y un levísimo descolgamiento de la carne inferior de la barbilla. Tenía el entrecejo fruncido de preocupación, pero al percatarse de que Zoé estaba despierta desaparecieron todas las arrugas.

Zoé le dirigió una mirada gélida. «Que tenga miedo.» Cerró los ojos deliberadamente para desairar a su hija. El equilibrio de poder entre ambas había cambiado. Helena había causado dolor y terror que las había afectado a las dos, y el terror era peor. Ninguna de las dos iba a olvidarlo.

La quemazón que sentía en las piernas ya no pasaba de ser una leve incomodidad. Aquel eunuco era eficaz. Si estaba en lo cierto y no quedaban cicatrices, lo recompensaría bien. También podría ser provechoso cultivar su amistad y su gratitud buscándole otros pacientes. Los médicos acababan encontrándose en lugares a los que no acudían otras personas; veían a la gente en su momento de mayor vulnerabilidad, descubrían sus flaquezas, sus miedos, igual que éste había descubierto el miedo de ella. También podría descubrir sus puntos fuertes. La fuerza era un buen sitio al que dirigir un ataque, porque nadie lo esperaba. La gente no se daba cuenta de que sus puntos fuertes, si se alimentaban, se elogiaban y se llevaban al exceso, podían resultar contraproducentes.

Zoé era vivamente consciente de que podía haber quedado lisiada en aquel incendio, incluso haber muerto. Si esperaba más para cobrarse venganza, podría ser demasiado tarde. Podría sucederle alguna otra cosa.

Claro que siempre existía la otra desagradable posibilidad: la de que sus enemigos murieran de causas naturales, en su cama, y en ese caso a ella le sería robada la victoria. Si había esperado tanto tiempo era para poder saborear plenamente su venganza. No habría merecido la pena antes de que ellos hubieran regresado del exilio y alcanzado poder y riquezas en el nuevo imperio; si no tenían nada que perder, ninguna fortuna a la que aferrarse, la venganza resultaría insípida.

Exhaló el aire despacio y sonrió. Había llegado el momento de empezar.

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