Giuliano había salido de Sicilia a toda prisa, sabedor de que Carlos ordenaría su búsqueda y lo ejecutaría en cuanto diera con él. Había subido a bordo del primer barco listo para zarpar y se había dirigido hacia el este, con breves escalas en Atenas y Abydos para cambiar de nave y proseguir el viaje lo más rápidamente posible. Ahora, al rayar el alba, se encontraba por fin en el puerto de Constantinopla. Saltó a tierra inmediatamente después de haberse lavado, afeitado y aseado en la medida de lo posible. No tenía nada más que la ropa que llevaba puesta cuando prendió fuego a la flota en la bahía de Mesina. Y lo que había comprado a toda prisa en Atenas.
Dejó el muelle y empezó a ascender por las angostas callejuelas que llevaban al palacio Blanquerna. Sintió una punzada de dolor al advertir el manto de miedo que se abatía sobre la ciudad. Era imposible no fijarse en las tiendas y las casas vacías, en aquel silencio de ultratumba, en aquella sensación de abandono. Era como si ya estuvieran agonizando.
Cuando llegó al palacio lo detuvo la guardia varega. Iban a permanecer en sus puestos hasta que los derribaran o los cortaran en pedazos, pero jamás dando la espalda al enemigo.
– Soy Giuliano Dandolo -dijo, adoptando la posición de firmes-. Recién desembarcado, proveniente de Mesina. Traigo buenas noticias para su majestad. Haced el favor de llevarme con Nicéforo.
El primero de los guardias, un individuo de cabello rubio y ojos azul mar, puso cara de asombro.
– ¿Buenas noticias?
– Excelentes. ¿Esperas que te las dé a ti, antes de transmitírselas al emperador?
Nicéforo se hallaba a solas en sus aposentos. Sobre una mesita había algo de pan y fruta. Estaba de pie, en el centro de la habitación. Giuliano lo encontró más avejentado que la última vez que lo había visto, y aquejado de una soledad tan acentuada que incluso animado con la alegría de la buena noticia no pudo dejar de apreciarla.
– Permitidme que os ofrezca algo de comer. ¿De beber, quizá? -dijo Nicéforo.
Giuliano venía desaliñado y con cara de agotamiento, pero no podía borrar la sonrisa de su rostro. Traía un regalo maravilloso.
– La flota de los cruzados se ha hundido -dijo, a modo de respuesta-. Ha sido devorada por el fuego en el puerto de Mesina. Carlos de Anjou ya no podrá navegar con ella a Bizancio, ni a Jerusalén ni a ninguna parte. En estos momentos yace en el fondo del mar.
Nicéforo se lo quedó mirando unos instantes, y poco a poco fue componiendo una expresión de profundo asombro.
– ¿Estáis… seguro? -susurró.
– Del todo. -Hablaba con voz vibrante, quebrada por la emoción-. Yo mismo lo he visto. Fui uno de los que encendieron las antorchas. Jamás lo olvidaré mientras viva. Cuando hizo explosión el fuego griego que había en la bodega de aquellos barcos, el mar se transformó en el mismísimo infierno.
Nicéforo extendió la mano y aferró la de Giuliano con tal fuerza que a punto estuvo de aplastársela, una fuerza que Giuliano nunca habría imaginado en él. Tenía lágrimas en los ojos.
– Hemos de decírselo al emperador.
Esta vez no tuvo que esperar para que lo recibiera Miguel, no tuvo que pasar por las formalidades de costumbre para ser admitido al salón del trono. Pasaron por delante de la guardia varega como si estuvieran entrando en otra habitación cualquiera.
Miguel se había vestido a toda prisa, pero estaba totalmente despierto. Sus ojos negros brillaban con intensidad, muy vividos, a pesar de lo demacrado de su rostro y de las oquedades que formaba su piel apergaminada.
– Majestad -dijo Giuliano con voz calma.
– ¡Hablad!
Giuliano alzó la vista y la clavó en los ojos del emperador como si fuera su igual.
– Carlos de Anjou ya no volverá a representar una amenaza para Bizancio, majestad. Su flota se ha incendiado y yace hundida en la bahía de Mesina. Es un hombre acabado. Hasta Sicilia respirará al verse libre de la opresión.
Miguel lo miró fijamente.
– ¿Lo habéis visto vos mismo?
– El capitán Dandolo prendió las antorchas, majestad -terció Nicéforo.
– Pero vos sois veneciano -dijo Miguel con incredulidad. -Sólo a medias, mi señor. Mi madre era bizantina. -Lo dijo con orgullo.
Miguel asintió despacio. Conforme la tensión y el sufrimiento iban abandonando su cuerpo, se extendió por su semblante una amplia sonrisa y se le fue iluminando la mirada. Sin apartar los ojos de Giuliano, hizo una seña a Nicéforo.
– Dale a este hombre todo lo que le apetezca. Dale comida, vino, una cama, ropa limpia. -A continuación se quitó el anillo de oro y esmeraldas que llevaba en el dedo y se lo tendió a Giuliano.
Éste observó lo hermoso que era.
– Tomadlo -dijo Miguel-. Ahora, compartamos nuestra alegría con la ciudad entera. ¡Nicéforo! Da orden de que se propague la buena noticia por todas partes. Que todos bailen en las calles, que coman y beban, que haya música y diversión. Que se vistan con sus mejores galas. -Calló un momento para mirar de nuevo a Giuliano-. Bizancio os da las gracias, Giuliano Dandolo. Ahora id a comer, beber y descansar. Se os pagará con oro.
Giuliano inclinó la cabeza y se retiró, embriagado de triunfo.
Pero cuando salió al pasillo, la única idea que le vino a la cabeza fue ir a dar la noticia a las personas de aquella ciudad que le importaban, empezando por Anastasio. Debía transmitírsela primero a él, ya les tocaría a los demás más tarde. La buena nueva iba a llegar a todos los rincones, pero quería que Anastasio se enterara por él personalmente, deseaba ver su expresión de alegría y alivio.
– Os agradezco vuestras atenciones, pero tengo que ir a dar la noticia a mis amigos -le dijo a Nicéforo-. Quiero informarlos personalmente, quiero estar presente cuando se enteren de lo ocurrido.
Nicéforo afirmó con la cabeza.
– Es natural. A Anastasio lo encontraréis en el Gálata, en casa de Avram Shachar.
– ¿No está aquí, en su casa? -Giuliano tuvo un escalofrío-. ¿Por qué? ¿Ha sucedido algo?
De repente la nueva que había traído le pareció vacua. Se dio cuenta de lo mucho que deseaba dársela a Anastasio.
– Vais a encontrarlo muy… cambiado -repuso Nicéforo-. Pero bastante bien.
– ¿Cambiado? ¿En qué sentido?
– Shachar vive en la calle de los apotecarios. Todo se explicará por sí solo. Id antes de que partan de viaje hacia el sur. Leo y Simonis ya abandonaron Constantinopla ayer. Os queda poco tiempo. -Sonrió-. Bizancio os debe mucho, y no vamos a olvidarlo jamás.
Giuliano le estrechó la mano de nuevo, notando la presión del anillo que acababa de regalarle el emperador, y acto seguido dio media vuelta y se fue.
En cuanto Miguel Paleólogo, el Igual a los Apóstoles, quedó a solas, fue a sus aposentos y cerró las puertas. Estaba cansado. Aquella batalla tan larga lo había agotado y le había dejado una debilidad en el cuerpo que sabía que no iba a curarse.
Se inclinó frente al armario y cogió la llave que llevaba colgada del cuello. La introdujo en la cerradura y abrió.
Allí estaba, como siempre, el rostro sereno y bellísimo de la Madre de Dios que san Lucas había pintado y Zoé Crysafés le había regalado a él. Se arrodilló delante de ella mientras las lágrimas le rodaban lentamente por la cara.
– Gracias -dijo con sencillez-. Pese a nuestras flaquezas y nuestras dudas, nos has salvado de nuestros enemigos. Y lo que es un milagro aún mayor: nos has salvado de nosotros mismos.
Se santiguó al antiguo estilo griego, pero permaneció de rodillas.
Giuliano localizó la calle de los apotecarios, pero tuvo la sensación de haber tardado una eternidad.
Durante todo el camino, cuando salió del palacio y descendió por las empinadas calles, cuando llegó a los muelles y fue hasta el embarcadero a esperar una barca, su cabeza no dejó de dar vueltas. ¿Qué habría querido decir Nicéforo? ¿A qué cambio se refería? No quería que Anastasio hubiera perdido ni un ápice de la pasión, el valor, el ingenio y la dulzura que él recordaba; deseaba encontrarse con la misma persona afectuosa, inteligente y sensible que conocía y por la que albergaba sentimientos tan hondos.
Subió a toda prisa por la calle de los apotecarios a pleno sol, pasando por delante de tiendas y mercados vacíos, casas desiertas. De un momento a otro llegaría la noticia y se propagaría como el fuego. Quería ser el primero en dársela a Anastasio.
– ¿Dónde está la tienda de Avram Shachar? -preguntó a voces a un hombre que estaba abriendo muy despacio la puerta de su casa y oteando la calle.
El hombre señaló.
Giuliano le dio las gracias y apretó el paso.
Dio con la puerta en cuestión y se puso a aporrearla con fuerza, de forma un tanto excesiva, y al momento se dio cuenta de que estaba siendo un poco descortés.
– Perdonad -dijo cuando le abrieron-. Estoy buscando a Anastasio Zarides. ¿Está aquí?
Shachar afirmó con la cabeza, pero no se hizo a un lado ni lo invitó a pasar.
– Soy Giuliano Dandolo, un amigo de Anastasio. Traigo noticias excelentes. Carlos de Anjou ha fracasado, su flota se ha hundido… se ha quemado y ahora está en el fondo del mar. Quiero ser el primero en comunicárselo… -Cayó en la cuenta de que estaba hablando como una cotorra, y tomó aire para calmarse-. Por favor.
Shachar asintió muy despacio y sus ojos estudiaron el rostro de Giuliano.
– ¿Eso es cierto?
– Sí, lo juro. Ya he informado al emperador, pero a Anastasio quiero decírselo yo mismo… y a vos.
El rostro de Shachar se relajó en una amplia sonrisa.
– Gracias. Será mejor que entréis. -Abrió la puerta del todo e indicó una habitación que había al fondo del pasillo-. Ahí está el cuarto de las hierbas. Seguramente Anastasio estará trabajando con ellas. Nadie os molestará. -Pareció ir a agregar algo más, pero cambió de idea.
– Os lo agradezco. -Giuliano pasó junto a él como una exhalación y se dirigió hacia la puerta del fondo. Iba dominado por la aprensión. ¿A qué cambios se habría referido Nicéforo? ¿Qué habría ocurrido? ¿Estará enfermo Anastasio? ¿O herido?
Llamó con brío a la puerta.
Cuando ésta se abrió, Giuliano vio una mujer de pie. Era más alta de lo habitual y tenía un cuello esbelto, pómulos marcados y una brillante cabellera de color castaño. Poseía una belleza especial que lo impresionó, como si la conociera desde siempre, y sin embargo no la había visto nunca.
De pronto el rostro de ella se tiñó de un rubor intenso.
– Giuliano… -dijo con voz ronca, como si le costara hablar.
No supo qué decir. De pronto comprendió. Experimentó una profunda vergüenza por todas las cosas que había dicho, todos los sentimientos que había desvelado, todos los momentos en que había referido experiencias vividas y de los cuales recordaba, más que el contenido en sí, la intensa sensación de compañerismo, de intimidad casi, como si no hubiera habido necesidad de ocultar nada.
Después recordó el momento en que se despertó en él aquel deseo físico, junto con la turbación y la confusión que lo abrumaron entonces. Le había costado muchos sufrimientos reprimir todo aquello.
A él le produjo una fuerte impresión; ¿qué habría sentido ella?
Desvió la mirada y la fijó en el paquete de hierbas y ungüentos, que sugería un viaje inminente.
– ¿Se va Shachar? -preguntó obedeciendo un impulso-. ¿O te vas tú?
Ana sonrió y parpadeó rápidamente, como si pretendiera disipar las lágrimas.
– Los cruzados llegarán de un día a otro, y cuando ocurra eso los judíos que estén aquí no saldrán muy bien parados… ni los musulmanes.
– ¿Por eso… -Miró la túnica de mujer que vestía. Le resultaba a la vez turbador y placentero descubrir que bajo aquella prenda se adivinaba un cuerpo muy femenino, tan sensual como el de Zoé.
– No… -se apresuró a contestar ella-. Helena tenía previsto aliarse con los invasores a fin de gobernar con ellos. Es hija ilegítima de Miguel. Yo he encontrado pruebas de lo que planeaba hacer y he informado al emperador. Y ella le ha dicho que yo era una mujer.
– ¿Cómo…? -empezó Giuliano.
– Zoé lo sabía.
– ¿Sabía? -repitió Giuliano, sin entender el uso del pretérito. -Ha muerto -explicó Ana con voz queda-. Asesinada por Constantino.
Giuliano percibió la nota de dolor con que lo dijo, y al mirarla vio la tristeza reflejada en su rostro. Se imaginó lo mucho que debió de afectarla.
– Anast… -Se interrumpió. No sabía cuál era su nombre.
– Ana Láscaris -susurró ella.
Giuliano alargó una mano, no para tocarla, sino sólo como ademán. Le vinieron a la memoria todas las desilusiones que había sufrido él mismo, las amistades y sueños fallidos, la larga soledad que le ocasionó todo aquello.
– Todo ha terminado -dijo Ana en voz baja-. El emperador me ha dado libertad, pero no puedo quedarme en Constantinopla. Simonis va a regresar a Nicea. Si Nicea cayera también…
– ¡No caerá! -la interrumpió Giuliano con vehemencia-. No va a caer nadie. Bizancio se encuentra a salvo, por lo menos de Carlos de Anjou. Toda su flota está hundida en el puerto de Mesina. Yo mismo lo vi. Ya no hay cruzada alguna.
Experimentó una imparable oleada de felicidad y alivio. Sintió deseos de rodear a Ana con sus brazos y estrecharla con fuerza hasta levantarla del suelo y ponerse a dar vueltas alrededor. Era un impulso tan intenso que casi le producía dolor físico. Pero no iba a acabar allí.
– No tienes por qué irte… -le dijo.
Ana lo miró a los ojos fijamente.
– Sí tengo que irme. Helena tenía amigos, aliados. Se enterarán de que yo fui quien la delató ante Miguel. Le dieron muerte en el palacio, le rompieron el cuello. Y eso no me lo van a perdonar.
Giuliano intentó imaginar la escena, el apasionamiento y la violencia del momento.
– Y además tengo una carta de perdón para mi hermano -siguió diciendo Ana-. He de llevarla a…
– ¿A Jerusalén?
– Y de allí al Sinaí.
Si Ana no estaba presente, ¿de qué servía Bizancio sin ella?
– ¿Vas a regresar a Venecia? -preguntó con voz entrecortada.
– No. -Giuliano negó levemente con la cabeza-. Yo fui uno de los que pegaron fuego a la flota. -¿A qué venía aquella súbita modestia delante de Ana? A que vanagloriarse de algo resultaba superficial y a fin de cuentas no significaba nada. Lo que él deseaba por encima de todo, de cualquier otra cosa, era ir con ella a Jerusalén, no sólo a la Jerusalén física, sino a la Jerusalén del corazón.
– Shachar no tiene necesidad de abandonar Bizancio -dijo suavemente-, aquí estará seguro. Yo te acompañaré… si me lo permites.
Ana se sonrojó de nuevo, pero esta vez no desvió la mirada.
– Ya… ya no soy un eunuco.
– Lo sé.
– ¿Lo sabes? -Era una pregunta. Giuliano vio el miedo que reflejaban sus ojos. Ana tenía algo en su interior que le causaba un profundo sufrimiento. Tenía el cuerpo en tensión, como si un intenso dolor la atravesara y se adueñara de ella.
¿Qué pensaría que había querido decir?
– Deseo acompañarte como esposo -dijo a toda prisa.
Ana sintió el impulso de apartar la vista, pero aquél era el momento exacto en que debía quitar de en medio todos los secretos ocultos, costara lo que costase.
– No puedo tener hijos -susurró-. Fue culpa mía. Me he arrepentido toda mi vida, con todas mis fuerzas, pero eso no cambia los hechos. Odiaba a mi marido, y lo provoqué hasta que me golpeó… -Se interrumpió, ahogada por la pena. Deseaba pasión, dar y tomar amor, con una intensidad que la consumía, pero aquella mentira podía destruirlo todo.
– Puedo vivir sin hijos -dijo Giuliano con voz calma, acariciándole la mejilla con los dedos-. Pero sin ti no puedo sentirme plenamente vivo. Me sentiría solo, siempre solo, y eso es como que a uno le cierren las puertas del cielo. Cásate conmigo, y viajaremos a Jerusalén. Buscaremos esa senda del espíritu que asciende continuamente, o la fabricaremos. Allí habrá personas a quienes defender, y a quienes curar.
Ana tomó la mano de Giuliano en la suya y se la llevó a los labios.
– Sí -prometió-, me casaré contigo.