CAPÍTULO 15

Ana comprendió, a juzgar por la actitud del criado y el tono agudo de su voz, que estaba seriamente alarmado. Pero aparte de aquello sabía que Constantino, un hombre orgulloso y reservado, no la habría mandado llamar si el asunto no fuera grave.

– ¿Cómo se ha manifestado la enfermedad? -le preguntó-. ¿Dónde le duele?

– No lo sé. Venid, os lo ruego.

– Quiero saber qué debo llevar conmigo -explicó Ana-. Sería mucho mejor que tener que regresar a buscarlo.

– Ah. -El criado comprendió-. En el abdomen. Ni come ni bebe, se alivia muy a menudo, y aun así el dolor no desaparece. -Cambió el peso de un pie al otro, con gesto impaciente.

Lo más rápidamente que pudo, Ana metió en un pequeño estuche todas las hierbas que consideró que tenían más probabilidades de curar al enfermo. También cogió unas cuantas hierbas medicinales orientales que había comprado a Shachar y a Al-Qadir, cuyos nombres no revelaría a Constantino.

Informó a Simonis adonde se dirigía y acto seguido salió con el criado a la calle. Bajaron la colina lo más rápido que les dieron las piernas.

La condujeron directamente a la cámara en la que estaba acostado Constantino, con su túnica de noche revuelta y empapada en sudor, y la piel pastosa y gris.

– Lamento que os sintáis tan enfermo -le dijo con voz suave-. ¿Cuándo ha comenzado esto? -Ana se sorprendió al ver miedo en los ojos del obispo, un miedo desnudo y descontrolado.

– Anoche -respondió Constantino-. Estaba oyendo en confesión cuando de pronto todo empezó a oscurecerse.

Ana le tocó la frente con la mano. Estaba fría y húmeda. También notó el penetrante olor a rancio del sudor y de los residuos corporales. Le buscó el pulso; era fuerte, pero muy acelerado.

– ¿Sentís dolor ahora? -le preguntó.

– Ahora no.

Ana consideró que aquello era una verdad a medias.

– ¿Cuándo habéis comido por última vez? Constantino puso cara de desconcierto.

– ¿No lo recordáis? -lo ayudó ella-. Eso quiere decir que fue hace mucho.

Examinó el brazo que el obispo tenía sobre el pecho. En ningún momento debía permitir que se notara que ella había percibido el terror que lo dominaba, Constantino no se lo perdonaría. También debía examinarlo íntimamente, por lo menos el vientre, para ver si lo tenía hinchado o si sufría una obstrucción intestinal. Era posible que tampoco la perdonara jamás por aquello, si su castración había sido descuidada, una mutilación desagradable. Había oído decir que variaban mucho de unas a otras. A algunos eunucos les extirpaban todos los órganos, de modo que necesitaban insertarse una cánula para que pasara la orina.

Durante un instante titubeó. Estaba corriendo un riesgo tremendo; era una intrusión de la que no había retorno posible. Aun así, su deber como médico le prohibía negar un tratamiento que podía servir de ayuda. No tenía más remedio.

Con delicadeza, pellizcó la piel del brazo con el pulgar y el índice. Estaba laxa, flácida encima de la carne.

– Tráeme agua -ordenó Ana al criado, que aún aguardaba junto a la puerta-. Y exprime el jugo de varias granadas, preferiblemente que no estén demasiado maduras, si es que las tienes. Tráemelo en una jarra. Con una jarra bastará para empezar. -Luego le entregó la miel y el nardo y le indicó en qué proporción debía agregarlos. El cuerpo de Constantino se había quedado sin fluidos.

– ¿Habéis vomitado? -le preguntó a Constantino.

Él hizo un gesto de dolor.

– Sí. Una sola vez.

Por el tacto de la piel y lo hundido de los ojos Ana sabía que había perdido gran cantidad de líquidos.

– Tal vez haya sido sin querer -le dijo Ana-. Pero os habéis privado demasiado de alimento, y habéis bebido muy poco.

– He estado trabajando con los pobres -respondió el obispo débilmente, evitando su mirada, pero Ana no pensó que lo hiciera porque estuviera mintiendo. Sospechaba que aborrecía la intrusión que suponía que una persona lo viera de aquella forma-. ¿Qué me está pasando? ¿Es por un pecado que va a llevarme a la muerte? -preguntó él.

Ana se quedó atónita. El miedo que lo invadía era profundo, y estaba indecentemente a la vista. ¿Cómo podía hacer para responderle con sinceridad y sin faltar a la medicina ni a la fe?

– La culpa no es lo único que causa aflicción -repuso Ana con delicadeza-. También puede afligir la ira, y en ocasiones la pena. En mi opinión, habéis consumido una gran parte de vuestras fuerzas en atender a otros y os habéis descuidado a vos mismo. Y sí, es posible que eso sea pecado. Dios os dio el cuerpo para que lo utilizarais para servirlo a Él, no para que lo maltratarais. Eso es ser desagradecido. Tal vez debáis arrepentiros de ello.

Constantino la miró fijamente, comprendiendo lo que había dicho, examinándolo y sopesándolo. Poco a poco fue cediendo su miedo, como si, de forma milagrosa, ella no hubiera dicho lo que él temía. La mano con que asía la sábana se relajó un poco.

Ana sonrió.

– Bien, pues en el futuro pensad un poco más en vos. No podéis servir a Dios ni a los hombres en este estado.

Constantino hizo una inspiración profunda y lanzó un suspiro.

– Debéis beber -le dijo Ana-. He traído unas hierbas que os purificarán y os fortalecerán. Y también debéis comer, pero con precaución. Pan que haya sido bien amasado, huevos de gallina poco hervidos, pero ni de pato ni de ganso. Podéis comer carne poco hervida de perdiz o de francolín, o bien de cabrito joven, nunca de animales de más edad. Un poco de manzana asada con miel os vendría bien, pero evitad los frutos secos. Luego, cuando estéis repuesto, dentro de dos o tres días, tomad algo de pescado; el mújol es muy adecuado. Sobre todo debéis beber agua mezclada con zumo. Ordenad a vuestro criado que os lave y os traiga sábanas limpias. Y que os ayude para que no os caigáis. Estáis muy débil. Voy a darle una lista de otros alimentos que debe comprar.

Advirtió en el semblante de Constantino que éste deseaba interrogarla más. Temiendo que fueran preguntas que ella no pudiera contestar sin causarle confusión o angustia, no le dio tiempo de formularlas. Se despidió de él y le prometió que regresaría pronto.

A la mañana siguiente, temprano, regresó para ver cómo evolucionaba el enfermo. Con la luz del día se lo veía demacrado, con las mejillas hundidas y la piel pastosa y desprovista de color; curiosamente, parecía una anciana corpulenta. Sus blancas manos, apoyadas en los cobertores de la cama, parecían enormes, y sus brazos se veían carnosos. Ana experimentó una oleada de intensa compasión por él, pero tuvo mucho cuidado de que no se le notara en los ojos.

– El pueblo está rezando por vos -le informó-. Filipo, María y Ángel me pararon para preguntarme al enterarse de que había venido a atenderos. Están muy preocupados.

Constantino sonrió, y la luz volvió a sus ojos.

– ¿De veras?

¿Temía que ella lo hubiera dicho para complacerlo?

– Sí -reiteró con firmeza-. Algunos incluso guardan ayuno y vigilia. Os aman y, en mi opinión, también los asusta mucho enfrentarse al futuro sin vos. No confían en ninguna otra persona con tanto fervor.

– Decidles que necesito su apoyo, Anastasio. Dadles las gracias por mí.

– Así lo haré -prometió Ana, sintiéndose violenta por aquella necesidad de reafirmación. Cuando se encontrara mejor, ¿se acordaría de esto y la odiaría a ella por haber visto demasiado?


Al día siguiente Manuel le abrió la puerta a Ana. Sus ojos se posaron de inmediato en el cesto que traía: comida tonificante preparada por Simonis para el obispo enfermo.

– Alimentos para el obispo -explicó Ana-. ¿Cómo se encuentra?

– Mucho mejor -contestó Manuel-. El dolor ha remitido, pero todavía está muy débil.

– Llevará tiempo, pero se recuperará. -Le entregó la sopa con instrucciones de que la calentara, y dejó el pan encima de la mesa. Seguidamente fue a la alcoba de Constantino, llamó a la puerta y esperó a oír la respuesta antes de entrar.

El obispo estaba sentado en la cama, pero todavía estaba pálido y ojeroso. A aquellas alturas, un hombre no castrado luciría una barba Incipiente, pero él, curiosamente, tenía el rostro pálido y suave.

– ¿Cómo os encontráis? -le preguntó.

– Mejor -respondió él, pero Ana advirtió que estaba cansado.

Le palpó la frente, a continuación el pulso, y después le pellizcó con suavidad la piel del antebrazo. Seguía estando sudorosa y flácida, pero el pulso era más estable. Le formuló unas preguntas más acerca del dolor, y para entonces Manuel ya había llegado con la sopa y el pan. Ana se sentó al lado de Constantino, le sujetó la mano mientras comía, lo ayudó con delicadeza e hizo acopio de fuerzas para formular las preguntas.

– Os ruego que comáis -lo animó-. Necesitamos que estéis fuerte. No deseo ser gobernado por Roma. Roma destruirá una gran parte de lo que yo considero verdadero e infinitamente valioso. Es una tragedia que Besarión Comneno fuera asesinado. -Vaciló un instante-. ¿Creéis que su muerte pudo ser ordenada por Roma?

Los ojos de Constantino se agrandaron y su mano se detuvo con la cuchara en el aire. No se le había ocurrido aquella idea. Ana vio que buscaba una respuesta.

– No había pensado en eso -admitió el obispo por fin-. Tal vez debería haberlo hecho.

– ¿No serviría a los intereses de Roma? -presionó Ana-. Besarión estaba ardorosamente en contra de la unión. Era de linaje imperial. ¿Podría haber encabezado un resurgimiento de la fe entre el pueblo que hubiera imposibilitado la unión?

Constantino aún la estaba mirando, olvidado por el momento lo que quedaba de sopa.

– ¿Habéis oído a alguien decir eso? -inquirió en voz muy baja y teñida de un repentino pánico.

– Si yo tuviera la fe romana, y quizás abrigara la esperanza de contribuir personalmente a la unión, ya fuera por motivos religiosos o por ambición, no querría que un jefe como Besarión anduviera por ahí vivito y coleando -se apresuró a decir Ana.

Por el semblante de Constantino cruzó una expresión curiosa, una mezcla de sorpresa y cautela. Ana se lanzó de lleno.

– ¿Suponéis vos que Justiniano Láscaris podría estar pagado por Roma?

– En absoluto -respondió Constantino al momento. Luego se interrumpió, como si se hubiera comprometido demasiado deprisa-. Por lo menos, es el último hombre en quien yo hubiera pensado.

– ¿Cómo era? -inquirió Ana. No podía dejar escapar aquella oportunidad-. ¿Qué otro motivo creéis vos que podía tener Justiniano para matar a Besarión? ¿Lo odiaba? ¿Existía alguna rivalidad entre ellos? ¿Algún asunto de dinero?

– No -dijo Constantino rápidamente, poniendo a un lado la bandeja con la comida-. No había rivalidad ni odio, al menos por parte de Justiniano. Ni dinero. Justiniano era un hombre acaudalado, y más próspero a cada año que pasaba. Que yo sepa, tenía todos los motivos para desear que Besarión viviera. Estaba profundamente en contra de la unión y apoyaba a Besarión en sus esfuerzos a ese respecto. De hecho, a veces me parecía que el mayor esfuerzo lo hacía él.

– ¿En contra de la unión?

– Naturalmente. -Constantino sacudió la cabeza en un gesto negativo-. Me cuesta creer que Justiniano trabajase para Roma. Era un hombre de honor, poseía más valor y decisión que Besarión, a mi modo de ver. Por eso hablé a favor de él ante el emperador para suplicarle que la condena fuera conmutada por el destierro. En efecto fue su barco el que utilizaron para deshacerse del cadáver, pero pudo ocurrir sin que él supiera nada. Antonino confesó, pero no implicó a Justiniano.

– ¿Y cuál creéis vos que es la verdad? -Ya no podía dejarlo. Tocó el tema más desagradable de todos-. ¿No pudo ser algo personal? ¿Algo relacionado con Helena?

– No creo que Justiniano sintiera nada por Helena. -Es muy hermosa -señaló Ana. Constantino pareció sorprenderse levemente. -Supongo. Pero en ella no hay modestia ni humildad. -Eso es cierto -concedió Ana-. Pero ésas no siempre son cualidades que busquen los hombres.

– Tenéis razón. -Constantino se removió un poco en el lecho, como si se sintiera incómodo-. Justiniano me dijo que una vez Helena dejó muy claro que deseaba acostarse con él, pero que él había rehusado. Me aseguro que todavía amaba a su esposa, que había fallecido no hacía mucho, y que no podía pensar en otra mujer, y mucho menos en Helena. -Alisó las sábanas arrugadas con la mano-. Me enseñó un retrato de su esposa, muy pequeño, de tan sólo un par de pulgadas, para poder llevarlo encima en todo momento. Me pareció una mujer muy bella, con un rostro delicado, inteligente. Me dijo que se llamaba Catalina. Y por el modo en que lo pronunció me convencí que todo lo que había dicho era cierto.

Ana se levantó para depositar la bandeja en una mesa al otro extremo de la habitación. Eso le dio la oportunidad de recobrar el dominio de sí misma. Lo que le acababa de contar el obispo, la historia de Justiniano y el retrato de Catalina, había traído la presencia de ambos a su recuerdo con tanta nitidez que el sentimiento de pérdida fue casi como un dolor físico.

Dejó la bandeja y regresó al lado de Constantino.

– Así pues, Justiniano habría querido que Besarión siguiera con vida, ¿no? -preguntó-. Para luchar los dos contra la unión, y para excusarlo de tener que justificar el haber rechazado a Helena.

– Ésa es otra de las razones por las que solicité que fuera desterrado -dijo Constantino con tristeza.

– Entonces, ¿quién ayudó a matar a Besarión? ¿No podríamos probarlo, y hacer que Justiniano quedara libre? -Vio la sorpresa en el semblante de Constantino-. ¿No sería nuestro sagrado deber? -se apresuró a enmendar-. Y además de eso, por supuesto, Justiniano podría regresar y continuar su lucha contra Roma.

– No sé quién ayudó a matar a Besarión -dijo Constantino abriendo las manos en un gesto de impotencia-. Si lo supiera, ¿no creéis que ya se lo habría dicho al emperador?

Su tono había cambiado. Ana estaba convencida de que mentía, pero era imposible desafiarlo. Por el momento se retiraría, antes de enfrentarse a él o despertar sus sospechas con un interés inusitado.

– Supongo que sería algún otro amigo de Antonino -dijo en el tono más suave que pudo-. ¿Por qué querría matarlo él, a su vez?

– Eso tampoco lo sé -suspiró el obispo.

Una vez más, Ana tuvo la certeza de que Constantino mentía.

– Me alegro de que os haya gustado la sopa -dijo con una sonrisa débil.

– Os lo agradezco -le sonrió él a su vez-. Ahora, creo que voy a dormir un rato.

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