El último día de abril del año siguiente, 1274, Enrico Palombara se encontraba en el jardín central de su villa, situada a una milla de los muros del Vaticano. El sol tenía esa límpida claridad que se ve sólo en primavera. El árido calor del verano todavía quedaba muy lejos. Las paredes estaban coloreadas de ocre, y las hojas nuevas de las parras formaban sobre ellas una lacería en tonos verdes. El murmullo del agua era una música constante.
Oyó el canto de los pájaros que trabajaban en los aleros. Adoraba aquella actividad incesante, como si ellos no pudieran imaginar el fracaso. No rezaban, como los hombres, así que el silencio que obtenían como respuesta no los atemorizaba.
Dio media vuelta y regresó al interior de la casa. Había llegado el momento de ir al Vaticano y presentarse ante el pontífice. Lo habían mandado llamar, y debía asegurarse de acudir puntual a la cita. No conocía el motivo por el que Gregorio X deseaba hablar con él, pero abrigó la esperanza de que se tratara de una oportunidad para ejercer de nuevo junto al Santo Padre, y no meramente como secretario o ayudante de algún cardenal.
Apretó el paso calle abajo, haciendo revolotear sus largas ropas de obispo. Saludó con la cabeza a las personas que conocía, intercambió alguna que otra frase aquí y allá, pero su mente estaba absorta en la reunión que lo aguardaba. A lo mejor lo enviaban como legado papal a una de las grandes cortes de Europa, como Aragón, Castilla, Portugal o, sobre todo, el Sacro Imperio Romano. Un puesto semejante ofrecería grandes oportunidades, para labrarse una soberbia carrera, posiblemente incluso verse elevado algún día al trono papal. Urbano IV había sido legado antes de ser elegido Papa.
Cinco minutos después, Palombara cruzaba la plaza e iniciaba el ascenso de la ancha escalinata que llevaba al palacio Vaticano y a la sombra proyectada por las formidables arcadas. Informó de su presencia y fue conducido a los aposentos privados del Papa, todavía quince minutos antes de la hora señalada.
Tal como imaginaba, lo hicieron esperar, y no se sintió libre para pasear arriba y abajo por el terso suelo de mármol, como le habría gustado.
De repente lo llamaron, y al momento se encontró en la cámara del Papa, una estancia formal, pero luminosa y confortable. El sol penetraba a chorros por el ventanal dándole un aspecto espacioso. No tuvo tiempo de contemplar los murales, pero eran de colores suaves, rosas y oros apagados.
Se arrodilló para besar el anillo de Tedaldo Visconti, ahora Gregorio X.
– Santidad -murmuró.
– ¿Cómo estás, Enrico? -preguntó Gregorio-. Vamos a dar un paseo por el patio interior. Hay mucho de que hablar.
Palombara se incorporó. Era notablemente más alto y más delgado que el Papa, de figura más bien corpulenta. Miró el rostro del pontífice, un rostro de ojos grandes y oscuros y nariz regia, recta y alargada.
– Como desee Vuestra Santidad -dijo, obediente.
Gregorio llevaba ya dos años y medio en el papado. Aquélla era la primera vez que hablaba con Palombara a solas. Se adelantó y salió por las amplias puertas que daban al patio interior, donde podían verlos pero no oírlos.
– Tenemos mucho trabajo que hacer, Enrico -dijo en voz baja-. Vivimos tiempos peligrosos, pero de grandes oportunidades. Tenemos enemigos a todo nuestro alrededor, Enrico. No podemos permitirnos el lujo de sufrir disensiones dentro.
Palombara murmuró una réplica para demostrar su atención.
– Los alemanes han elegido un nuevo rey, Rodolfo de Habsburgo, al cual yo coronaré emperador del Sacro Imperio Romano en su momento. Ha renunciado a todos los territorios que nos reclamaba, y también a Sicilia -continuó Gregorio.
Entonces Palombara lo comprendió. Gregorio estaba despejando todas las amenazas una por una, en aras de algún plan grandioso.
Salieron a un espacio abierto, y Palombara se protegió los ojos del sol para poder leer la expresión del pontífice.
– El poder del islam está aumentando -continuó el Papa en un tono de voz cada vez más afilado-. Tiene en su poder una gran parte de Tierra Santa, todo el sur y el este de Arabia, Egipto y el norte de África, y alcanza hasta el sur de España. Su comercio está expandiéndose, prosperan en las ciencias y en las artes, y en matemáticas y medicina están a la cabeza del pensamiento. Sus barcos navegan por el Mediterráneo oriental, y no hay nada que los detenga.
Palombara sintió una ráfaga de frío en el aire, pese al intenso sol.
Gregorio hizo un alto.
– Si se desplazan al norte, hacia Nicea, y bien que podrían, ya no habrá nada que les impida tomar Constantinopla y después la totalidad del Imperio bizantino pieza por pieza. Entonces estarán a las puertas mismas de Europa. Desunidos, no nos mantendremos en pie.
– No debemos permitir que suceda tal cosa -dijo Palombara con sencillez, aunque aquella respuesta distaba mucho de ser sencilla. El cisma que separaba Roma y Bizancio desde hacía doscientos años era profundo y había resistido todo intento anterior de reconciliación. En la actualidad, no sólo existía una diferencia doctrinal en numerosas cuestiones, la más espinosa de ellas la de si el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo o solamente del Padre. Además había diferencias culturales en centenares de pautas, creencias y observancias. Esas diferencias se habían convertido en un problema de orgullo e identidad humanos.
– El emperador Miguel Paleólogo ha consentido en enviar delegados al concilio que he convocado en Lyon para el mes de junio -siguió diciendo Gregorio-. Deseo que también asistas tú, Enrico, para que prestes atención a todo lo que escuches. Necesito saber quiénes son mis amigos y mis enemigos.
Palombara experimentó una oleada de emoción. Resolver el cisma sería el logro más trascendental del cristianismo en los dos últimos siglos. Roma controlaría todos los territorios e impondría obediencia a todos cuantos vivían desde el Atlántico hasta el mar Negro.
– ¿Cómo puedo yo servir a esta causa? -Palombara se sorprendió a sí mismo por la sinceridad con que lo dijo.
– Tú posees un intelecto brillante, Enrico -dijo Gregorio con suavidad, relajando las duras líneas de su rostro-. Tienes gran capacidad y un buen equilibrio entre prudencia y fuerza. Entiendes la necesidad.
– Gracias, Santo Padre.
– No me des las gracias, esto no es adulación -replicó Gregorio, un tanto irónico-. Simplemente me limito a recordarte las cualidades que posees y que van a necesitarse. Es mi deseo que vayas a Bizancio, como legado de la Santa Sede, con la misión especial de poner fin a esta disputa que divide a la Iglesia de Cristo.
Los labios del pontífice se curvaron en una sonrisa.
– Percibo que has comprendido la idea. Sabía que sería así. Te conozco mejor de lo que imaginas, Enrico. Tengo mucha fe en tu capacidad. Como siempre, por supuesto, irás acompañado por otro legado. He escogido al obispo Vicenze. Sus habilidades serán el adecuado complemento a las tuyas. -Hubo un destello de diversión en sus ojos, casi imperceptible, pero por un instante resultó inconfundible.
– Sí, Santo Padre. -Palombara conocía a Niccolo Vicenze y le desagradaba profundamente. Era un individuo terco, sin imaginación y entregado hasta rayar en la obsesión. Y además carecía totalmente de humor. Hasta su placer era ritualista, como si debiera seguir un orden preciso porque de lo contrario perdería el control-. Nos complementaremos el uno al otro, Santo Padre -expresó en voz alta.
Era la primera mentira que decía en todo aquel encuentro. Si él fuera Papa, también habría enviado a Niccolo Vicenze lo más lejos posible.
Gregorio se permitió una sonrisa generosa. -Ah, de eso no me cabe duda, Enrico, no me cabe duda. Estoy deseando verte en Lyon. Pienso que quizá te diviertas. Palombara inclinó la cabeza. -Sí, Santo Padre.
En el mes de junio, Palombara se encontraba en la ciudad francesa de Lyon. Hacía calor, el aire era seco y las calles estaban cubiertas de polvo. Llevaba toda la semana observando y escuchando, tal como le había encomendado el Papa, y había oído una diversidad de opiniones, la mayoría de ellas escasamente conscientes del peligro proveniente del este y del sur que Gregorio percibía con tanta nitidez.
Los delegados que había prometido enviar el emperador de Bizancio no habían llegado todavía. Nadie sabía por qué.
Subió un tramo de escaleras que conducían a la calzada superior. Frente a sí vio a un cardenal vestido de púrpura cuyos ropajes emitían destellos bajo el sol de junio. Lyon era una ciudad hermosa, solemne e imaginativa, construida sobre dos ríos. Durante aquel mes, las gentes de las calles y otros caminos menos frecuentados ya estaban acostumbradas a ver pasar a príncipes de la Iglesia, y se limitaban a acusar su presencia con una cortés inclinación de cabeza y después continuaban con sus quehaceres cotidianos.
De pronto Palombara volvió la cabeza al oír un tumulto, en la calle hubo movimiento, hombres que se hacían a un lado. Se produjo un revuelo de colorido, púrpuras, rojos y blancos, junto con varios destellos de oro, como si el viento agitara un campo de amapolas. De una de las grandes entradas del palacio salió el rey Jaime I de Aragón, rodeado de cortesanos. Todo el mundo le abrió paso.
Era totalmente distinto del audaz y arrogante Carlos de Anjou, rey de las Dos Sicilias, un título que de hecho abarcaba toda Italia desde Nápoles para abajo. Carlos era lo menos santo que se podía ser y, sin embargo, podía ser él quien encabezara la cruzada que deseaba el Papa con tanta vehemencia. Era un contraste interesante en lo sagrado y lo práctico, un contraste que Palombara contemplaba con cierta indecisión.
Aquella tarde asistió a misa en la catedral de Saint Jean. El edificio había empezado a construirse casi un siglo antes, y aún distaba mucho de estar terminado. Aun así era magnífico, severo y dotado de la elegancia del románico.
El dulce perfume del incienso llenó la cabeza de Palombara y todo comenzó a crecer a un ritmo complejo, que lo fue llevando poco a poco hacia aquel exquisito momento en que el pan y el vino se transformarían en el cuerpo y la sangre de Cristo, y de manera mística todos quedarían unidos, limpios de pecado y renovados en el espíritu.
¿Existía allí eso que llamaban la comunicación con Dios? ¿La experimentaban aquellos hombres que tenía a su alrededor? ¿O eran tan solo la música y el incienso, el ansia de creer, los ingredientes que fabricaban aquel anhelado espejismo?
¿O eran las mentiras y las dudas que Palombara permitía que envenenaran su alma lo que volvía sus oídos sordos a las voces de los ángeles? Los recuerdos acudieron a él con una sacudida de placer sensual y culpabilidad emocional. Cuando era un joven sacerdote, dio consejo a una mujer cuyo esposo era un individuo hosco y distante, quizá no muy diferente de Vicente, Fue delicado con ella, y la hizo reír.
Ella se enamoró de él. Palombara vio lo que pasaba, y le gustó. Era una mujer cálida y encantadora. Se acostó con ella. Incluso ahora, de pie en aquella catedral, mientras un cardenal oficiaba la misa, desapareció el incienso de su olfato y de su garganta para dejar sitio a la fragancia del cabello de ella, al calor de su piel, y hasta le pareció ver su sonrisa.
La mujer quedó encinta, del hijo de Palombara, y ambos convinieron en dejar que el esposo creyera que era suyo. ¿Fue una mala acción? Prudente o no, fue la mentira de un cobarde.
Palombara se confesó con su obispo, le fue impuesta una penitencia y recibió la absolución. Era mejor para la Iglesia, y por consiguiente para el bienestar del pueblo, que aquello no se supiera nunca. Pero ¿fue una penitencia suficiente? En su interior no había paz, no sentía que hubiera sido perdonado.
Allí de pie, en medio de la música, el color y la luz, las caras extasiadas de hombres cuyo pensamiento podría estar en aquel momento tan alejado de Dios como estaba el suyo, tuvo la impresión de no haber saboreado la vida en su plenitud y comenzó a abatirse sobre él un pavor terrible, el miedo de que tal vez no hubiera nada más que aquello. ¿Podía ser que el verdadero infierno fuera el hecho de que no existía el cielo?
Por fin, el 24 de junio llegaron a Lyon los embajadores de Miguel Paleólogo. Se habían visto retrasados por el mal tiempo en el mar, y llegaban demasiado tarde para buena parte del debate. Presentaron una carta del emperador, firmada por cincuenta arzobispos y quinientos obispos o sínodos. No se podía negar su buena fe. Al parecer, la victoria de Roma había llegado con facilidad.
El 29 de junio, Gregorio celebró la misa de nuevo en la catedral de Saint Jean. La epístola, el evangelio y el Credo se entonaron en latín y en griego.
El 6 de julio, se leyó en voz alta la carta del emperador y los embajadores bizantinos prometieron fidelidad a la Iglesia latina y abjuraron de todas las proposiciones que ésta negaba.
Gregorio tenía el mundo en sus manos. Todo se había cumplido; los obispos indignos habían sido depuestos, ciertas órdenes mendicantes habían sido suprimidas, y las órdenes de San Francisco y de Santo Domingo fueron aprobadas efusivamente. Los cardenales ya no iban a poder vacilar ni retrasar la elección de un nuevo Papa. Rodolfo de Habsburgo fue reconocido como futuro monarca del Santo Imperio Romano.
A pesar de la muerte de Tomás de Aquino, que tuvo lugar cuando se dirigía a Lyon, y la de san Buenaventura, acaecida en Lyon mismo, la copa del triunfo de Gregorio estaba rebosante.
Palombara presintió que a él ya no le quedaba nada que hacer.
Aun así, Gregorio le dijo que deseaba que tanto él como Vicenze regresaran a Roma por un corto período de tiempo y luego se preparasen para tomar el barco a Constantinopla. Si se encontraban con el mismo tiempo que habían tenido los enviados bizantinos, podrían tardar hasta seis semanas, con lo cual no llegarían hasta octubre. Pero tenían algo de gran valor que llevar: una embajada de esperanza en la unidad del mundo cristiano.
Era agosto y en Roma hacía un calor insoportable cuando Palombara, de regreso de Lyon, cruzaba andando la plaza ya familiar en dirección a los grandes arcos del palacio Vaticano, el descomunal edificio que se extendía a derecha e izquierda de dicha plaza y cuyas ventanas centelleaban al sol. Como siempre, había gente que iba y venía, y la ancha escalinata estaba salpicada de diversos colores de túnicas, birretes y capas en tono púrpura, con algunos toques de escarlata.
Aquélla iba a ser la última audiencia de Palombara antes de su partida. Ya sabía que su misión consistía en cerciorarse de que el emperador Miguel Paleólogo cumpliera todas las importantes promesas que le había hecho al Papa, que todo ello no quedara en agua de borrajas. Podría resultar necesario advertirle de la repercusión que iba a tener para su pueblo que no cumpliera lo prometido. El equilibrio de poder era delicado. Era posible que no faltara mucho tiempo para lanzar otra cruzada al mando de Carlos de Anjou; millares de hombres y naves pondrían rumbo a Constantinopla, armados para la guerra. La supervivencia de dicha ciudad dependía de que llegaran en paz, para encontrarse con hermanos en Cristo, no como conquistadores e invasores con una fe ajena, como les había ocurrido a principios de siglo, cuando fueron portadores de destrucción y muerte y prendieron fuego al último bastión contra el islam.
Palombara deseaba vivamente el desafío y también la aventura que le planteaba aquella misión. Ejercitaría su inteligencia, pondría a prueba su buen juicio, y, si obtenía el éxito, supondría un considerable avance para su carrera. Y también ansiaba imbuirse de una cultura nueva. Los grandes edificios estaban aún en pie, por lo menos Santa Sofía, y también las bibliotecas, y los mercados en que se vendían todas las especias, sedas y objetos de Oriente. Disfrutaría de un estilo de vida distinto, más cercano a la forma de pensar de los árabes y los judíos, y por supuesto más parecido al griego de lo que podía encontrar en Roma.
Pero iba a añorar lo que dejaba atrás. Roma era la ciudad de los cesares, el corazón del mayor imperio que el mundo había conocido jamás. Hasta san Pablo se había sentido orgulloso de declararse ciudadano romano.
Pero Palombara aquí también era un intruso, un toscano, no un romano, y echaba en falta la belleza de su propia tierra. Adoraba el amplio paisaje de sus ondulantes colinas, muchas de ellas pobladas de bosques. Añoraba la luz que las iluminaba al amanecer, el color de las puestas de sol y la sombra y el silencio de los olivares.
Sonrió mientras se dirigía a la escalinata. Llevaba ya medio tramo cuando de pronto se dio cuenta de que uno de los hombres que aguardaban de pie era Niccolo Vicenze, que lo miraba fijamente con sus ojos claros e incisivos. Observó el rostro serio de Vicenze, con aquellas cejas blancas, y experimentó un escalofrío de advertencia.
Vicenze sonrió con los labios, pero sus ojos no cambiaron de expresión cuando se desplazó para cortar la trayectoria que llevaba Palombara.
– Tengo las instrucciones del Santo Padre -dijo en un tono sin inflexiones, salvo por una ligerísima elevación. Casi logró disimular la satisfacción que sentía-. Pero no dudo que os gustaría que el Santo Padre os bendijera a vos también, antes de que zarpemos.
En una sola frase había convertido a Palombara en un elemento superfluo: un acompañante, que simplemente estaba allí porque era lo acostumbrado.
– Muy considerado por vuestra parte -repuso Palombara, como si Vicenze fuera un criado que le hubiera hecho un favor que no entraba en sus obligaciones.
Vicenze mostró una momentánea expresión de perplejidad. Tenían personalidades tan dispares que podrían haber empleado las mismas palabras para transmitir mensajes opuestos.
– Será un gran logro devolver a Bizancio a la Iglesia verdadera -añadió Vicenze.
– Esperemos que podamos conseguirlo -observó Palombara irónicamente, luego captó el destello que brilló en los ojos claros de Vicenze y deseó no haber sido tan sincero. Rara vez había segundas intenciones detrás de lo que decía Vicenze, tan sólo la obsesión de controlar y avenirse a las normas. Aquél era un extraño rasgo de carácter poco humano. ¿Sería santidad, la entrega de un santo, o la locura de un hombre que no tenía tan excesivo amor a Dios como insuficiente amor a la humanidad? Desde la última vez que lo vio, había olvidado lo mucho que le desagradaba Vicenze.
– Estaremos capacitados para desempeñar esa misión. No cejaremos hasta que lo estemos -dijo Vicenze despacio, recalcando cada palabra. A lo mejor, después de todo sí que tenía sentido del humor.
Palombara se quedó de pie al sol observando cómo Vicenze bajaba los escalones y salía a la plaza andando con un ligero bamboleo, papeles en mano. Acto seguido dio media vuelta y continuó subiendo, pasó por delante de la guardia y penetró en el frescor del vestíbulo en penumbra.