CAPÍTULO 46

Ana volvió a visitar a Irene en cuanto su paciente veneciano estuvo lo bastante recuperado. Encontró las úlceras notablemente mejor. Irene estaba levantada y vestida con una túnica sencilla, casi severa. Mientras Ana estaba allí llegó Helena, pero no fue recibida.

– No estoy de humor para recibir a Helena, ahora que parezco más una Gorgona que otra cosa -dijo Irene en tono irónico, como si fuera algo divertido, pero por debajo se percibía un resquemor que se le notó en los ojos y en la tensión de los hombros al darse la vuelta. Era el mecanismo defensivo de una mujer que sabía que era fea.

Ana se obligó a sí misma a sonreír.

– Me gustaría saber cómo era Helena de Troya, para que por ella estuvieran dispuestos a quemar una ciudad y destruir una civilización -siguió diciendo Irene, continuando con la conversación como si no hubiera ninguna otra observación que hacer.

– A mí me enseñaron que en aquella época el concepto de belleza era mucho más profundo que una mera cuestión de formas -replicó Ana-. Era necesario poseer belleza también en la inteligencia, en el intelecto y la imaginación, y en el alma. Si lo único que desea uno es un rostro bello, le valdría con una estatua. Y además, una estatua puede poseerse por entero, ni siquiera necesita que le den de comer. -Se preguntó si el rechazo que sentía Gregorio tenía su origen en la inseguridad de Irene. ¿Era posible que el hecho de estar convencida de su fealdad la hiciera parecer fea a los demás? ¿Podrían haberse olvidado los demás de eso, si ella se lo hubiera permitido?

Ana la miró fijamente. La torpeza de sus movimientos no era más acusada que la de otras muchas mujeres de su edad. El paso del tiempo y la inteligencia habían conferido una distinción a sus facciones que seguramente éstas no tenían cuando era joven. ¿Ella misma no se había permitido verlo?

Amaba y odiaba a la vez a Gregorio. La expresión de sus ojos, la tensión de las manos, todo ello la traicionaba. Irene estaba convencida de que no podía ser amada, de que nadie podía quererla con pasión, alegría o ternura, con aquel deseo desesperado de ser amado a su vez que hacía de la pasión algo recíproco.

Más tarde, cuando Ana estaba en la sala principal con Demetrio, que le estaba pagando las hierbas medicinales, observó a Helena, que vestía una túnica de color claro ribeteada de oro y lucía un complicado peinado. Sin querer la comparó con Zoé, y Helena salió perdiendo.

– Gracias -dijo Ana cuando Demetrio le hubo entregado las monedas-. Volveré dentro de uno o dos días. Estoy convencido de que Irene continuará mejorando, y para entonces es posible que convenga modificar ligeramente el tratamiento. -No añadió que estaba procurando no administrar a Irene una dosis excesiva del intoxicante que había empleado, por si se volvía dependiente de la sensación artificial de bienestar que proporcionaba. Su intención era seguir usándolo mientras le fuera necesario a Irene para enfrentarse al regreso de Gregorio.

– No se lo modifiquéis -dijo Demetrio apresuradamente y con el rostro contraído por la preocupación-. Está funcionando muy bien.


Ana salió y fue a visitar a su siguiente paciente, y después a otro más. Por fin, ya tarde y cansada, se desvió para subir las escaleras que llevaban a aquel lugar favorito desde el que se contemplaba el mar.

Aquel lugar la atraía por el silencio que se respiraba en él. El viento y las gaviotas no alteraban el vuelo del pensamiento. No deseaba todavía responder a las insistentes preguntas de Leo acerca de su bienestar ni ver en los ojos de Simonis cómo iba apagándose la esperanza de que algún día lograran demostrar la inocencia de Justiniano.

Ana se detuvo en el exiguo parche de tierra lisa que había en lo alto del sendero, sintiendo el azote del viento en los árboles por encima de ella. Poco a poco el color se extinguió en el horizonte y el crepúsculo se apoderó del cielo.

La irritó oír pisadas que se acercaban por el camino. Se volvió de espaldas a propósito y se puso mirando al este y a la borrosa costa de Nicea, ya oscurecida.

Entonces oyó que pronunciaban su nombre. Era la voz de Giuliano. Tardó unos momentos en dominarse antes de saludarlo.

– ¿Habéis vuelto por orden del dux? -le preguntó. Giuliano sonrió.

– Eso cree él. Pero lo cierto es que he vuelto por la puesta de sol y por la conversación. -Hablaba con ligereza, pero por un instante dejó entrever un atisbo de sinceridad-. El hogar nunca es del todo el mismo cuando uno regresa. -Cubrió los pocos pasos que quedaban para llegar hasta ella.

– Todo es más pequeño -dijo Ana en tono festivo. No debía permitir que se notara la ardiente emoción que la embargaba. Se alegró de estar de espaldas a lo que restaba de luz.

Giuliano la miró, y entonces desapareció parte de la tensión de su rostro. La sonrisa se hizo más amplia, más relajada.

– Los cafés del embarcadero no han cambiado, y tampoco las discusiones. Es un hogar de otro tipo.

– Los griegos siempre estamos discutiendo -le contestó Ana-. No nos tomamos la molestia de hablar de temas respecto de los que sólo existe una opinión válida.

– Ya me he dado cuenta -replicó Giuliano con ironía. Todavía quedaba luz suficiente reflejada en el mar para distinguir el brillo de su piel, los leves frunces alrededor de sus ojos-. Pero el emperador ha jurado lealtad a Roma. ¿No servirá eso para poner fin a vuestra libertad para discutir?

– No tanto como una invasión -repuso Ana, cortante-. Habrá otra cruzada, tarde o temprano.

– Temprano -dijo él con una súbita tensión en la voz. -¿Habéis vuelto para advertirnos?

Giuliano se miró las manos, que tenía apoyadas sobre la basta tabla de madera que formaba una especie de barandilla.

– ¿De qué iba a servir? Vos sabéis tan bien como cualquiera que es inevitable.

– Seguiremos discutiendo sobre Dios y sobre lo que desea de nosotros -dijo Ana cambiando de tema-. El otro día me lo preguntó una persona, y caí en la cuenta de que nunca había reflexionado seriamente sobre ese tema.

Giuliano frunció el ceño.

– La Iglesia diría que nada de lo que podamos hacer tendrá mucho valor para Él, pero que exige obediencia, y pienso que también alabanza.

– ¿A vos os gusta que os alaben? -inquirió Ana.

– De vez en cuando. Pero yo no soy Dios. -Por su semblante cruzó una sonrisa efímera.

– Yo tampoco -dijo Ana en tono serio-. Y me gusta que me alaben únicamente cuando he hecho algo bien y cuando sé que la persona que me alaba es sincera. Pero es suficiente con una sola vez. Me molestaría que me alabaran todo el tiempo. No son más que palabras, «eres maravilloso», «eres magnífico»…

– No, por supuesto que no. -Giuliano se volvió, medio de espaldas al mar y con el rostro girado hacia ella-. Eso sería ridículo y… superficial.

– ¿Y obediencia? -continuó Ana-. ¿Os gusta que la gente haga lo que vos le decís, y no porque lo haya pensado ella misma, ni porque quiera hacerlo? Sin crecer, sin aprender, ¿acaso la eternidad no resultaría… aburrida?

– Nunca se me ha ocurrido la posibilidad de que el cielo sea un aburrimiento -replicó Giuliano, ahora riendo a medias-. Pero al cabo de cien mil años, sí, terrible. De hecho, es posible que se transforme en infierno…

– No -dijo Ana-. El infierno consiste en haber tenido el cielo y dejar que a uno se le escape de las manos.

Giuliano se llevó las manos a la cara y apretó las palmas.

– Oh, Dios, estáis hablando en serio.

Ana se sintió azorada.

– ¿No debería? Perdonadme…

– ¡No! -El veneciano la miró-. ¡Sí que debéis! Ahora sé qué es lo que más he echado de menos al estar lejos de Bizancio.

Por un instante a Ana las lágrimas le nublaron la vista. Juntó una mano con la otra y se retorció los dedos hasta que el dolor le recordó la realidad, los límites, las cosas que podía tener y las que no podía tener.

– Puede que haya más de un infierno -sugirió-. Puede que uno de ellos consista en repetir lo mismo una y otra vez hasta que por fin nos damos cuenta de que estamos muertos, en todos los sentidos. Que hemos dejado de crecer.

– Me siento tentado a bromear diciendo que ese comentario es bizantino puro, y probablemente herético -respondió Giuliano-. Pero tengo la horrible sensación de que estáis en lo cierto.

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