Constantino se dirigió a grandes zancadas, bajo el fuerte sol, a visitar a Teodosia Skleros, única hija de Nicolás Skleros, uno de los hombres más acaudalados que habían vuelto a Constantinopla tras el exilio. Ningún miembro de la familia flaqueaba en su devoción a la Iglesia ortodoxa, y por consiguiente tampoco en su odio a Roma y a sus abusos de poder.
Teodosia estaba casada con un hombre que, en opinión de Constantino, no era merecedor de la gran inteligencia que poseía su mujer ni, más importante, de su gran belleza espiritual. Con todo, dado que por lo visto así lo quería ella, Constantino lo trataba con toda la cortesía que mostraría con cualquier hombre digno de tan excepcional esposa.
Encontró a Teodosia rezando. Sabía que a aquella hora estaría sola y que ningún visitante sería mejor recibido que él.
Ella acudió a su encuentro con una sonrisa de placer, y puede que también de sorpresa. Por lo general enviaba recado antes de ir.
– Obispo Constantino -lo saludó Teodosia con afecto al entrar en la elegante y espaciosa sala llena de murales clásicos que representaban urnas y flores. No era una mujer atractiva, aunque caminaba con elegancia, pero tenía una voz sonora y un esmero y una nitidez en la dicción, que daba gloria escucharla.
– Teodosia -dijo el obispo notando que disminuía su cólera-. Sois muy amable al recibirme sin que haya tenido la atención de preguntaros si os causaría alguna molestia.
– Vos nunca sois una molestia, mi señor -replicó Teodosia, y lo dijo con tanta sinceridad que Constantino no pudo dudar de ella. Allí de pie, a la sombra, apartada de la fuerte luz del sol, le recordó a María, la única muchacha a la que había amado. No era que se le pareciera en los rasgos de la cara, porque María era preciosa. Al menos así era como la recordaba él, pero en aquella época ambos eran apenas unos niños. Los hermanos mayores de él eran ya hombres, guapos y obscenos, que se dedicaban a ejercitar la fuerza que acababan de estrenar, no siempre con amabilidad.
Ocurrió justo después de que lo castraran a él. Sintió una sensación dolorida en el cuerpo al rememorarlo, no dolor físico sino vergüenza. No era que el dolor fuera insignificante, pero con el tiempo la herida se había curado. Ojalá hubiera podido decir lo mismo de Nifón, pero no podía. Nifón era el hermano más pequeño de todos y sentía confusión respecto a lo que le había pasado, pues no lo entendía. En su caso, la herida se había infectado. Constantino no había conseguido olvidarlo nunca, acostado en la cama, el rostro blanco como la leche, las sábanas empapadas de sudor. Se había sentado a su lado, le sostuvo la mano, le habló todo el tiempo para que supiera que en ningún momento estaba solo. Nifón era todavía un niño de piel suave y hombros delgados, y estaba aterrorizado. Cuando murió parecía minúsculo, como si fuera imposible que algún día pudiera haber llegado a hacerse adulto.
Todos lloraron su pérdida, pero Constantino más que nadie. María fue la única que entendió cuan profundamente había repercutido aquel suceso en la personalidad de Constantino. Ella era la muchacha más bella de la ciudad. Todos los muchachos deseaban cortejarla. Pero por lo visto ella había escogido a Paulo, presuntuoso y seductor, hermano mayor de Constantino.
Y de repente, sin que nadie supiera el motivo, María le dio la espalda y prefirió estar con Constantino. La suya había ido una amistad pura que no pedía nada más que comprensión mutua, la alegría de compartir tanto la belleza como el dolor, ideas entusiastas, y, en ciertas ocasiones maravillosas, la risa.
María quería hacerse monja, así se lo había confiado a Constantino con una sonrisa tímida. Pero su familia la había obligado a casarse. Constantino ya no volvió a verla, ni tampoco supo nunca qué sucedió.
María para él seguía siendo el ideal, no sólo de la femineidad sino del amor mismo. Ahora, cuando Teodosia lo miró con aquella expresión serena y grave y le ofreció vino y pastelillos de miel, volvió a ver algo de María en aquellos ojos oscuros, un eco de la misma confianza en él. Lo inundó una paz tan deliciosa, que de nuevo empezó a hallar el valor que necesitaba para luchar con más ímpetu, con más brío, con más convicción.
Aquello le dio la seguridad necesaria para probar a transitar por un camino más peligroso, un camino que le repugnaba, y en cambio, en la piedad y la incuestionable devoción a la fe que tenía Teodosia comprendió que le era preciso valerse de todas las armas que tuviera a su alcance.
Se le hizo extraño visitar después la casa de Zoé. Constantino no se hacía ilusiones de que Zoé accediera a recibirlo por otro motivo que no fuera una intensa curiosidad de saber qué podía pretender él.
Había olvidado lo atractiva que era. Aunque ya contaba setenta y muchos años, todavía caminaba con la cabeza alta y con la misma elegancia y la misma flexibilidad que él recordaba.
La saludó con cautela y aceptó su hospitalidad con el fin de dejar claro que su intención era que aquella visita significara algo.
– Imagino que estáis al tanto del peligro que corremos, puede que incluso más que yo -empezó Constantino-. El emperador lo considera tan inminente, que ha cogido el icono de la Virgen María que él trajo triunfalmente y lo ha enviado a Roma. Me ha dicho que ha obrado así para protegerlo en caso de que la ciudad volviera a ser presa de las llamas, pero no se lo ha dicho al pueblo. Supuestamente, teme que estalle el pánico.
Todas las épocas requieren prudencia, mi señor obispo -concordó Zoé, aunque su semblante no mostraba ningún indicio de que creyera tal cosa-. Tenemos muchos enemigos.
– Fuimos protegidos a pesar de la fuerza terrenal de nuestros enemigos -replicó el obispo- porque creíamos. Dios no puede salvarnos si no confiamos en Él. Y tenemos una abogada en la Virgen María. Ya sé que vos sabéis esto, razón por la cual he venido a veros aunque no seamos amigos y aunque no me fíe de vos en casi nada, lo reconozco. Pero en lo que tiene que ver con vuestro amor por Bizancio y por la Santa Iglesia en la que creemos ambos, confío en vos con todo mi corazón.
Zoé sonrió, como si un leve regocijo anulara todo lo que el obispo acababa de decir, pero tenía los ojos brillantes y fijos, y sus mejillas estaban teñidas de un color que en absoluto tenía que ver con el artificio. Constantino se dio cuenta de que había ganado; ahora era el momento de decirle el propósito que lo había llevado hasta allí.
– Me fío de vos porque ambos tenemos una causa en común -volvió a decir-. Y por lo tanto enemigos comunes en las familias poderosas que, por un motivo o por Otro, apoyan la unión.
– ¿En qué estáis pensando, excelencia… concretamente?
– En información, por supuesto -repuso Constantino-. Vos tenéis armas que no podéis emplear, pero sí puedo emplearlas yo. Éste es el momento, antes de que sea demasiado tarde.
– ¿Acaso no es ya demasiado tarde? -preguntó Zoé con frialdad-. Llevamos años teniendo este mismo objetivo en común.
– Porque vos no os desprenderéis de la información que deseo obtener mientras ésta tenga más valor para vos -contestó el obispo-. No podéis utilizarla con impunidad, pero yo sí.
– Es posible. No se me ocurre nada que yo sepa que pueda ampliar el reino de Dios. -En sus ojos hubo un destello risueño-. Pero quizá vos estéis pensando más bien en reducir el reino de Satanás… ¿es así?
Constantino sintió un escalofrío.
– Los enemigos de mis enemigos son mis amigos -citó.
– ¿Y a qué enemigo en particular os referís?
– Yo no tengo más que una sola causa -replicó Constantino-: preservar la Iglesia ortodoxa.
– Para lo cual necesitamos preservar también Constantinopla -señaló Zoé-. ¿Cuál es vuestro plan, obispo?
Constantino la miró sin inmutarse.
– Persuadir a las familias importantes que apoyan la unión de que dejen de aferrarse al oportunismo y confíen en Dios. Si no quieren hacerlo de buen grado, yo les recordaré, por el bien de sus almas, algunos de los pecados de los que puedo absolverlos ante Dios, si no ante el público, y naturalmente de lo que aguarda a aquellos que prescindan de dicho perdón.
– Es un poco tarde -dijo Zoé.
– ¿Me habríais dado estas armas antes, cuando Carlos de Anjou no estaba haciendo preparativos para zarpar?
– No -admitió Zoé-. Y no estoy segura de dároslas ahora. Tal vez prefiera hacer uso de ellas yo misma.
– Tenéis poder para herir, igual que yo, Zoé Crysafés -dijo Constantino con una leve sonrisa-. Pero yo tengo poder para curar, y vos no. -Y nombró a tres familias.
Zoé titubeó, estudiando el rostro del obispo, y algo pareció divertirla y le dijo lo que él necesitaba saber.