CAPÍTULO 44

De mayo a noviembre hubo otro prolongado vacío en la lucha entre Roma y Bizancio, hasta que a finales de noviembre se eligió nuevo Papa, Nicolás III. La noticia no llegó a Constantinopla hasta primeros del año nuevo, 1278. El nuevo pontífice era italiano, muy italiano. Desposeyó a Carlos de Anjou de su puesto de senador de Roma a fin de que no pudiera votar en futuras elecciones de Papa, con lo cual redujo considerablemente su poder. Los puestos más elevados y más cercanos a él los ocupó con hermanos, sobrinos y primos suyos, y así se construyó un fuerte baluarte sobre Roma.

Asimismo, exigió otra afirmación de la unión entre Roma y Bizancio. Esta vez no eran Miguel y su hijo quienes debían firmar la promesa de respetar las nuevas restricciones, sino todos los obispos y el alto clero existente en lo que quedaba del imperio.

Ana encontró a Constantino desesperado.

– ¡No debería haberlo hecho! -exclamó con voz grave-. Pero ¿cómo pude equivocarme? -Parecía estar al borde del llanto, tenía los ojos enrojecidos, buscaba escapar de una realidad que no podía soportar. Abrió las manos en un ademán de súplica-. El Papa Juan obligó al emperador a firmar la promesa de obedecer a Roma, y un mes después, sólo un mes, se le cae encima el techo del palacio. Ha sido un acto divino, tiene que serlo.

Ana no discutió.

– Así se lo he dicho a las gentes -prosiguió Constantino-. Hasta los cardenales de Roma deben de haberlo visto así. ¿Qué otra señal necesitan? ¿Acaso no creen que fue Dios el que derribó las murallas de Jericó con los pecadores dentro? -Iba subiendo el tono de voz en un furioso alegato-. Les he dicho que es el milagro que estábamos esperando. Les había prometido que la Santísima Virgen nos salvaría, sólo con que tuviéramos fe. -Se interrumpió, falto de aire-. Y los he traicionado.

Ana se sentía violenta por él. Aquélla era la típica crisis de fe que uno debía sufrir a solas, y después poder fingir que no había ocurrido.

– Nadie dijo que fuera a ser fácil -empezó a decir Ana-. Por lo menos nadie que diga la verdad. Ni que no iba a causar dolor, ni que íbamos a ganar siempre. La crucifixión debió de parecer el final de todo.

Constantino expulsó el aire con cansancio.

– Hemos de seguir luchando, hasta la muerte, si es preciso. Hemos de encontrar nuevas fuerzas como sea. Si no tenemos la verdad, no tenemos nada en absoluto. -Una levísima sonrisa rozó sus ojos, y se pasó la mano por la túnica con gesto distraído-. Gracias, Anastasio. La fe que tenéis en mí me ha dado fuerzas. Esto es un paso atrás, pero no una derrota. Mañana veremos la resurrección, si tenemos fe. -Enderezó los hombros-. Empezaré de inmediato.

– Excelencia… -Ana alargó una mano como si fuera a tocarlo, pero en el último instante la dejó caer-. Tened cuidado -le recomendó, pensando en un posible apresamiento o en algo peor.

– Si habláis con demasiada claridad en contra de la unión, os desposeerán de vuestro cargo -dijo Ana en tono urgente-. Y entonces, ¿quién se encargará de atender a los pobres y a los enfermos? Acabaréis en el exilio, igual que Cirilo Coniates, ¿y de qué nos servirá eso?

– No tengo la menor intención de ser tan poco práctico -le prometió Constantino-. Guardaré silencio y conservaré la fe.


Tres días después Constantino se encontraba en las escaleras de la iglesia de los Santos Apóstoles. Un nutrido grupo de personas empujaba hacia delante, hacia Constantino, esperando a que éste les hablase para tranquilizarlas, les dijera que las anteriores palabras de consuelo no eran vacuas. Él no vio a Ana, que se encontraba en la sombra, a pocos pasos. Su mirada y su pensamiento estaban centrados en los rostros ávidos que tenía ante sí.

– Tened paciencia -dijo en tono calmo, y para poder oírlo todos cesaron de hablar y poco a poco se instaló el silencio-. Estamos entrando en tiempos difíciles. Debemos ser obedientes en apariencia, o de lo contrario causaremos disensiones en la comunidad, puede que violencia. Las antiguas costumbres están en pugna con las nuevas, pero nosotros conocemos la verdad de nuestra fe y practicaremos la virtud en nuestros hogares, aun cuando resulte imposible en nuestras calles o en nuestras iglesias. Mantendremos la fe y permaneceremos firmes en la esperanza. Dios acudirá en nuestro rescate.

El pánico fue cediendo. Ana vio que los rostros comenzaban a sonreír y que la agitación cesaba.

– ¡Dios bendiga al obispo! -exclamó alguien-. ¡Constantino! ¡Obispo Constantino!

Aquel grito fue recogido y repetido como un ensalmo.

Constantino sonrió.

– Id en paz, hermanos míos. Jamás perdáis la fe. Para los fuertes de corazón no existe la derrota, sino sólo un período de espera, un ejercicio de confiar y guardar los mandamientos de Dios, hasta que llegue el amanecer.

De nuevo se elevó el cántico, gritaron su nombre, luego bendiciones, luego su nombre otra vez, repitiéndolo sin cesar. Ana lo miró y vio la actitud humilde de la cabeza, el gesto de rechazar las alabanzas. Pero también vio que le temblaba el cuerpo, que su puño, semi-oculto entre los ropajes, se cerraba con fuerza, y que la piel se le cubría de sudor. Cuando se volvió hacia ella, apartándose modestamente de las adulaciones, tenía los ojos brillantes y las mejillas arreboladas. Ana había visto aquella misma expresión en la cara de Eustacio la primera vez que le hizo el amor, al principio, cuando a ambos los consumía el deseo y la pasión, antes del rencor.

De repente se sintió asqueada y avergonzada, deseó no haberlo visto, pero era demasiado tarde. La expresión que vio en Constantino se le quedó grabada. Él ni siquiera se percató. Estaba gozando inmensamente de la sensación de ser adorado.

Ana permaneció en las sombras, asediada por un sentimiento de culpabilidad, porque era consciente de la indignidad que había en el obispo, había conocido sus dudas y después su lujuria, y no tenía la sinceridad necesaria para decírselo.

Constantino le había proporcionado de nuevo un vínculo con el cuerpo de la Iglesia, un propósito para esforzarse más allá de la labor diaria de curar a los enfermos. Separarse de manera irrevocable de él, porque sería irrevocable, significaba quedarse sola.

¿Qué suponía mayor traición: enfrentarse a él con la verdad, o no enfrentarse? Dio media vuelta y echó a andar, por delante de Constantino, para que éste no pudiera verle los ojos ni ella pudiera ver los suyos.

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