CAPÍTULO 12

Palombara y Vicenze se retrasaron a causa del mal tiempo. El año continuó su curso, y no llegaron a Constantinopla hasta noviembre. Pero su primera misión formal consistía en presenciar la firma por parte del emperador y los obispos de la Iglesia ortodoxa del acuerdo alcanzado en el Concilio de Lyon. Dicha firma iba a tener lugar el 16 de enero del año siguiente, 1275. Después, continuarían como legados papales ante Bizancio. Cada uno tenía encomendado pasar informe del otro a Su Santidad, lo cual convertía toda aquella operación en un juego malabar de mentiras, evasiones y poder.

Como enviados del Papa que eran, se esperaba que vivieran bien. No se esperaba de ellos ni humildad ni abstinencia, y la vivienda que escogieron dejó inmediatamente de manifiesto la diferente personalidad de cada uno.

– Esto es magnífico -comentó Vicenze con aprobación, ante una elegante casa situada no muy lejos del palacio Blanquerna que pulieron a disposición de ellos, a un precio razonable-. Nadie que venga aquí albergará dudas respecto de cuál es nuestra misión ni a quién representamos. -Se plantó en el centro del mosaico del suelo y contempló las delicadas pinturas de las paredes, el techo arqueado de proporciones perfectas y las columnas ricamente ornamentadas.

Palombara lo miró con disgusto.

– Es caro -convino-, pero vulgar. Yo diría que es nuevo.

– ¿Preferiríais algún bello castillo aretino, tal vez? ¿Familiar y confortable? -dijo Vicenze en tono sarcástico-. Todo piedrecillas y ángulos estrechos.

– Me gustaría algo un poco menos ostentoso -repuso Palombara, procurando disimular la frialdad de su voz, Vicenze era de Florencia, una ciudad que llevaba años empeñada en una amarga rivalidad artística y política con Arezzo. Sabía que aquello era lo que subyacía en el anterior comentario.

Vicenze lo miró con acritud.

– Esto impresionará a la gente. Y resulta cómodo. Podemos ir a pie a la mayoría de los lugares a los que vamos a tener que ir. Está cerca del palacio en el que vive actualmente el emperador.

Palombara se volvió muy despacio, y su mirada se detuvo en las engalanadas columnas.

– Pensarán que somos bárbaros. Es dinero carente de gusto.

El rostro alargado y huesudo de Vicenze mostraba una expresión sombría, de incomprensión con una pizca de impaciencia. Consideraba que preocuparse por las artes era una frivolidad, una digresión de la obra de Dios. Lo importante no es que nos tengan aprecio o no, sino que crean en lo que les digamos.

Palombara entró en aquel conflicto con un sentimiento de satisfacción. Vicenze era un hombre que obedecía sin imaginación, y más tozudo que un animal siguiendo la pista de un olor. De hecho, había algo canino en su forma de olfatear.

No buscaba otra cosa que un poder estéril y obediente para sí mismo.

– Es feo -insistió Palombara en tono áspero-. La otra casa, la situada más al norte, tiene proporciones más moderadas y dispone de espacio suficiente para nosotros. Además, desde sus ventanas podemos ver el Cuerno de Oro.

– ¿Con qué fin? -preguntó Vicenze con una expresión de total inocencia.

– Estamos aquí para aprender, no para enseñar -dijo Palombara, como si estuviera dando explicaciones a una persona de comprensión lenta-. Queremos que la gente se sienta cómoda cuando nos dirijamos a ella y baje la guardia. Necesitamos conocer a este pueblo.

– Conoce a tu enemigo -dijo Vicenze con una débil sonrisa, como si aquella respuesta lo hubiera dejado satisfecho.

– ¡A nuestros hermanos en Cristo! -replicó Palombara-. Temporalmente enajenados -agregó con un humor cargado de ironía que sólo pretendía complacerlo a él mismo.

Vicenze permitió a Palombara elegir una casa más modesta.

Palombara salió a explorar la ciudad, la cual, a pesar del tiempo invernal, el viento frío proveniente del mar y algún que otro aguacero, le resultó fascinante. No hacía excesivo frío, y se sentía totalmente cómodo andando. Las ropas de un obispo de Roma no llamaban la atención en aquellas calles, por las que circulaban a diario personas de tantas naciones y tantas fes. Después de pasar todo el día caminando se sentía agotado y tenía ampollas en los pies, pero por fin comprendió a grandes rasgos el trazado de la ciudad.

Al día siguiente, para regocijo de Vicenze, tenía todo el cuerpo dolorido. Pero pasado otro día más, haciendo caso omiso de las ampollas, salió a caminar por su propio barrio. Hacía buen tiempo, el sol calentaba y soplaba poco viento. Las calles eran estrechas, viejas y animadas, no muy distintas de las que estaba acostumbrado en Roma.

Palombara compró algo de comer a un vendedor ambulante y dio buena cuenta de ello mientras contemplaba a dos ancianos que estaban jugando al ajedrez. Tenían el tablero apoyado sobre una mesa apenas lo bastante grande para sujetarlo. Las piezas eran de madera tallada, y tan gastadas por el uso que se habían ennegrecido con los aceites naturales de las manos que las habían tocado.

Uno de los ancianos poseía un rostro delgado, barba blanca y ojos negros casi ocultos entre las arrugas de la piel. El otro también lucía barba, pero era casi calvo. Jugaban con total concentración, ajenos al mundo que los rodeaba. Por su lado pasaban otras personas, niños que gritaban, carros tirados por asnos que traqueteaban sobre el empedrado. Un buhonero les preguntó si deseaban alguna cosa, pero no lo oyeron.

Palombara observó sus caras y vio el intenso placer que traslucían, una dicha casi violenta por lo intrincado de su batalla mental. Esperó una hora entera hasta que finalizó la partida. Ganó el más delgado y pidió el mejor vino que hubiera en la casa, así como pan recién hecho, queso de cabra y frutas secas para celebrar la victoria, a lo cual se aplicaron con la misma fruición e intensidad que habían puesto anteriormente en el juego.

Al día siguiente volvió más temprano y observó la partida desde el principio. Esta vez ganó el otro, pero al terminar hubo idéntica celebración.

De pronto se sintió abrumado por la arrogancia que suponía haber ido allí a decirles a unos ancianos como aquéllos en qué tenían que Creer. Se levantó y se alejó andando en medio del viento y del sol, con el pensamiento demasiado turbado para pensar con claridad y, sin embargo, en su cabeza bullía un sinfín de ideas.

A primeros de enero, después de haberse obligado a sí mismo a trabajar con Vicenze en lo referente a la próxima firma del acuerdo, Palombara se escapó a una fonda. Deliberadamente se sentó junto a otra mesa, en la que había dos hombres de mediana edad enfrascados en un acalorado debate sobre el tema favorito de los bizantinos: la religión.

Uno de los hombres advirtió que Palombara estaba escuchando, e inmediatamente lo hizo entrar en la conversación pidiéndole opinión.

– Sí-le dijo el otro con interés-. ¿Qué opináis?

Palombara reflexionó durante unos segundos y a continuación se lanzó con una cita de santo Tomás de Aquino, el brillante teólogo que había muerto cuando se dirigía al Concilio de Lyon.

– ¡Ah! -exclamó el primer hombre-. ¡El doctor Angelicus! Muy bueno. ¿Estáis de acuerdo en que ha sido un acierto suyo suspender su gran obra, la Summa Teológica?

Palombara se quedó estupefacto, y vaciló.

– ¡Bien! -exclamó el hombre con una sonrisa radiante-. No lo sabéis. Ésa es la verdadera sabiduría. ¿Acaso no dijo que todo lo que había escrito no era sino paja, en comparación con lo que le había sido revelado en una visión?

– Alberto Magno, que lo conocía bien, dijo que sus obras llenarían el mundo -replicó su amigo, y a continuación se volvió hacia Palombara-. Era italiano, Dios se apiade de su alma. ¿Vos lo conocisteis?

Él recordaba haberlo visto una vez: un hombre alto, corpulento, de piel oscura y muy cortés. No se podía evitar que a uno le cayera bien.

– Sí -respondió, y acto seguido describió la ocasión y lo que se dijo en ella.

El segundo hombre se aferró a aquella oportunidad como si hubiera encontrado un tesoro, y los dos se entregaron con intenso placer a un apasionado intercambio de ideas. Después pasaron inmediatamente a hablar de Francisco de Asís y su negativa a ser ordenado sacerdote. ¿Era aquello bueno o malo, humildad o arrogancia?

Palombara estaba feliz. La vehemencia con que fluía la conversación era como un viento del océano, errático, indisciplinado, peligroso, pero arrollador y proveniente de un horizonte infinito. Cuando, inesperadamente, llegó Vicenze, de súbito cayó en la cuenta de lo mucho que se había alejado de la doctrina aceptada.

Vicenze había escuchado parte de la conversación e interrumpió de un modo un tanto maleducado, diciendo que tenía una noticia urgente y que Palombara debía acudir de inmediato. Dado que sus interlocutores eran tan sólo unos conocidos encontrados por casualidad, Palombara no tenía excusa para acabar la discusión. De mala gana, se excusó y salió a la calle con Vicenze, enfadado y frustrado, sorprendido por la sensación de pérdida que lo embargaba.

– ¿Qué noticia es ésa? -preguntó con frialdad. Estaba dolido no sólo por la interrupción, sino también por la manera autoritaria en que había actuado Vicenze, y ahora por aquella expresión reprobatoria, con los labios fruncidos.

– Nos han mandado aviso de que nos presentemos ante el emperador -contestó Vicenze-. Mientras vos filosofabais con ateos, me he ocupado de disponerlo todo. Tratad de recordar: ¡servís al Papa!

– Me gustaría pensar que sirvo a Dios -comentó Palombara en voz baja.

– Y a mí también me gustaría pensar que así lo hacéis -contraatacó Vicenze-, pero lo dudo. Palombara cambió de tema. -¿Para qué quiere vernos el emperador?

– Si supiera lo que quiere, ya os lo habría dicho -soltó Vicenze. Palombara lo dudaba, pero aquello no merecía una discusión.


La audiencia con el emperador Miguel Paleólogo tuvo lugar en el palacio Blanquerna. Palombara, que se había interesado un poco por la historia del mismo, se dijo que las glorias del pasado parecían flotar en el aire, como espectros perdidos en el gris de la época presente.

Todas las paredes por las que iban pasando habían estado en otro tiempo impecables, con incrustaciones de pórfido y alabastro y adornadas con iconos. Cada hornacina había alojado una estatua o un bronce. Allí habían reposado algunas de las obras de arte más importantes del mundo, mármoles de Fidias y Praxíteles de la edad clásica, anterior a Cristo.

Él había visto las manchas de humo de cuando tuvo lugar la invasión de los cruzados, y había sentido vergüenza de ellas. Aquí también advirtió las cicatrices de la pobreza: los tapices sin remendar, los mosaicos con piezas rotas, columnas y pilastras desconchadas. Qué bárbaros del arte eran los cruzados, pese a sus pretensiones de servir a Dios. Había muchas maneras de no creer.

Fueron conducidos a la presencia del emperador, en una magnífica estancia de altos ventanales que daban al Cuerno de Oro. Debajo se extendía el amplio panorama de la ciudad, con sus tejados y sus torres, sus agujas, con los mástiles de los barcos del puerto y las casas arracimadas en la orilla.

El salón tenía suelos de mármol y unas columnas de pórfido que sostenían un techo ricamente decorado, con arcos de mosaicos que lanzaban destellos de oro aquí y allá.

Pero todo aquello no fue más que una impresión efímera. Cuando Palombara se acercó a la persona del emperador se quedó sorprendido al apreciar la vitalidad interior que desprendía. Era muy moreno, de cabellera tupida y barba poblada. Sus vestiduras eran de seda y estaban cargadas de brocados y piedras preciosas, como cabía esperar. Llevaba no sólo la túnica y la dalmática de costumbre, sino además una especie de cuello que terminaba por delante con algo parecido al pectoral de un sacerdote. Éste estaba incrustado de gemas y ribeteado todo alrededor con perlas e hilo de oro. El emperador lo llevaba como si estuviera habituado a él y no le prestara la menor importancia. Palombara se acordó, con un estremecimiento, de que Miguel estaba considerado «Igual a los Apóstoles». Era un brillante soldado que había conducido a su pueblo a la batalla y lo había rescatado del exilio para devolverlo a la ciudad que le era propia. Había recuperado el imperio con sus propias manos. Sería una necedad subestimarlo.

Palombara y Vicenze recibieron todos los saludos formales del emperador, quien los invitó a sentarse. El protocolo para la firma del acuerdo ya se había establecido y no parecía que hubiera nada más que debatir, pero si lo hubiera, se dejaría en manos de funcionarios de menor rango.

– Los príncipes y prelados de la Iglesia ortodoxa somos conscientes de los desafíos a que nos enfrentamos y de las necesidades que nos acucian -dijo Miguel con voz calma, mirando alternativamente a uno y a otro-. No obstante, el coste que nos representa es elevado, y no todos están dispuestos a pagarlo.

– Si estamos aquí es para asistiros en lo que esté en nuestra mano, majestad -dijo Vicenze, que se sintió empujado a llenar el silencio.

– Lo sé. -En los labios de Miguel surgió una débil sonrisa-. ¿Y vos, obispo Palombara? -preguntó con suavidad-. ¿Vos también ofrecéis vuestra ayuda a nuestra causa? ¿O el obispo Vicenze habla por boca de los dos?

Palombara sintió que la sangre le subía al rostro. No debía dar ventaja a Miguel con tanta rapidez.

En los ojos negros del emperador brilló la diversión y afirmó con la cabeza.

– Bien. En ese caso, todos deseamos el mismo resultado -dijo-, pero por razones distintas y quizá de maneras distintas; yo por la seguridad de mi pueblo y tal vez por la supervivencia de mi ciudad, vosotros por vuestra ambición. No queréis regresar a Roma con las manos vacías. Si fracasáis, no obtendréis el capello cardenalicio.

Palombara se estremeció. Miguel era un hombre demasiado realista, pero la vida le había dado pocas oportunidades de ser otra cosa. Elegía la unión con Roma porque era la única posibilidad de sobrevivir, no porque reconociera una concordancia de creencias. Estaba haciéndoles saber eso, por si habían abrigado la ilusión de que iban a poder conmoverlo con una conversión religiosa. Era ortodoxo hasta la médula, pero su intención era la de sobrevivir.

– Entiendo, majestad -respondió Palombara-. Nos enfrentamos a difíciles decisiones. Y elegimos las mejores de ellas.

– Haremos lo que sea adecuado, majestad. Comprendemos que precipitarse sería desafortunado -dijo Vicenze inclinando la cabeza de forma tan leve que resultó apenas discernible.

Miguel lo miró con desconfianza.

– Muy desafortunado -añadió el emperador.

Vicenze respiró hondo para ir a decir algo.

Palombara tembló, temiendo que fuera a cometer alguna torpeza; sin embargo, una parte minúscula de su ser deseó que se estrellara.

Miguel aguardó.

– De todos modos, en nada es deseable un fracaso -dijo Palombara en voz baja. Era una cuestión de orgullo. Deseaba que Miguel lo viera a él totalmente aparte de Vicenze.

– Cierto -afirmó Miguel. Acto seguido, dirigió la vista hacia el fondo de la estancia e hizo una seña a alguien para que se acercara. Quien obedeció fue una persona de estatura peculiar, que caminaba Con un paso extrañamente grácil. Tenía un rostro grande y desprovisto de barba, y cuando habló, con el permiso del emperador, su voz sonó suave como la de una mujer, pero no femenina.

Miguel lo presentó como el obispo Constantino.

Se saludaron entre sí formalmente y con cierta incomodidad.

Constantino se volvió hacia Miguel.

– Majestad -dijo con énfasis-. También se debería consultar al patriarca, Cirilo Coniates. Su aprobación sería de gran utilidad a la hora de persuadir al pueblo de que acepte la unidad con Roma. ¿Debo entender que no habéis sido informado de cuan profundos son los sentimientos del pueblo? -Pronunció la frase como si fuera una pregunta, pero la emoción que traslucía su voz la convirtió en una advertencia.

A Palombara le resultó una presencia incómoda, debido a lo indeterminado de su masculinidad, pero también porque esa extraña persona daba la impresión de estar esforzándose mucho por ocultar una pasión que temía mostrar. En cambio, ésta se dejaba ver con toda claridad en los gestos ridículos que hacía con aquellas manos blancas y grandes y en la pérdida de control de la voz.

El semblante de Miguel se oscureció.

– Cirilo Coniates ya no conserva su cargo -señaló.

Constantino no se amilanó.

– Es probable que los monjes sean la sección de la Iglesia más difícil de convencer de que hemos de abandonar nuestras antiguas costumbres para someternos a Roma, majestad -afirmó-. Y Cirilo podría ayudarnos.

Miguel se lo quedó mirando con una expresión en la cara que pasó de la certeza a la duda.

– Me confundís, Constantino -dijo por fin-. Primero estáis en contra de la unión, y ahora me impartís instrucciones de cómo allanar el camino para llegar a ella. Al parecer, cambiáis como el agua agitada por el viento.

De pronto Palombara tuvo una revelación incómoda, como si alguien le hubiera quitado una venda de los ojos. ¿Cómo había podido ser tan lento para verlo? El obispo Constantino era uno de los eunucos que había en la corte de Bizancio. Sin querer desvió la mirada, y tuvo conciencia de un rubor que le subía a las mejillas y de una incómoda sensación que le recordó que él mismo estaba entero. Había asociado pasión y fortaleza con masculinidad, y lo afeminado con volubilidad, flaqueza, falta de decisión o de valor. Y al parecer Miguel sentía lo mismo.

– El mar está formado por agua, majestad -dijo Constantino con suavidad, mirando fijamente a Miguel sin bajar los ojos-. Cristo caminó sobre las aguas del lago de Genesaret, pero haríamos bien en tratar el asunto con mayor cautela y respeto. Porque si perdemos la fe, como le ocurrió a Pedro, puede que nos ahoguemos sin contar con una mano divina que se tienda para salvarnos.

En la estancia chisporroteó el silencio.

Miguel inhaló aire muy despacio y después lo exhaló. Estudió largo rato el rostro del obispo. Constantino permaneció impávido.

Vicenze tomó aire para hablar, pero Palombara se lo impidió propinándole un fuerte codazo, y lo oyó ahogar una exclamación.

– No tengo ninguna seguridad de que Cirilo Coniates vea la necesidad de lograr la unión -dijo Miguel por fin-. Él es un idealista, y yo soy guardián de lo práctico.

– El sentido práctico es el arte de buscar lo que produce resultados, majestad -repuso Constantino-. Sé que sois demasiado buen hijo de la Iglesia para sugerir que la fe en Dios no produce resultados.

Palombara disimuló a duras penas una sonrisa, pero nadie lo estaba mirando.

– Si tomo la decisión de solicitar ayuda a Cirilo -dijo Miguel con cautela, con la mirada firme-, no me cabe duda de que vos, Constantino, seréis el hombre que enviaré a buscarlo. Hasta que llegue ese momento, espero de vos que persuadáis a vuestro rebaño de que conserve la fe tanto en Dios como en vuestro emperador.

Constantino hizo una venia, pero en ella había escasa obediencia.

Unos momentos más tarde Palombara y Vicenze recibieron permiso para marcharse.

– Ese eunuco podría resultar una molestia -comentó Vicenze en italiano mientras la guardia varega los acompañaba hasta la salida y volvían a encontrarse al aire libre, con el impresionante paisaje de la ciudad a sus pies. Se estremeció ligeramente y torció el labio superior en un gesto de disgusto-. Si no podemos convertir a personas como él… -tuvo cuidado de no emplear el término «hombres»-, tendremos que pensar un modo de subvertir su poder.

– En la cumbre de su poder, los eunucos dominaban la corte entera y buena parte del Gobierno -le informó Palombara con contumaz satisfacción-. Eran obispos, generales del ejército, ministros del Gobierno y de la Justicia, matemáticos, filósofos y médicos.

– ¡Bien, pues Roma va a poner fin a eso! -exclamó Vicenze con abierta satisfacción-. No es en absoluto tarde.

Y dicho esto reemprendió la marcha a paso vivo, obligando a Palombara a seguirlo.

Загрузка...