CAPÍTULO 06

Ana salió de la casa de Zoé Crysafés con un abrumador sentimiento de triunfo. Por fin había podido aplicar sus conocimientos, duramente ganados, para el tratamiento de quemaduras en un caso importante, el cual, sin el ungüento de Colchis, habría dado lugar a unas cicatrices de por vida. Su padre le había traído la receta de sus viajes por el mar Negro y el hogar de la legendaria Medea, de cuyo nombre y ciencia había surgido el término mismo de «medicina». El hecho de curar a Zoé le iba a aportar más pacientes, si tenía suerte, entre personas que habían conocido a Besarión y por lo tanto a Justiniano, Antonino y al verdadero responsable del asesinato.

Mientras se dirigía andando a casa rodeada del tibio aire nocturno, iba pensando en la casa que acababa de abandonar.

Zoé era una mujer extraordinaria. Aun herida, aterrada y angustiada por el dolor, la intensidad de sus emociones cargaba el aire con esa tensión que eriza la piel antes de que estalle una tormenta.

¿Qué había causado un incendio en aquella imponente estancia, con aquellos pies de hierro forjado que sostenían las antorchas y aquellos ricos tapices? ¿Una acción deliberada? ¿Por eso estaba Helena tan asustada?

Ana apretó el paso mientras su cerebro exploraba todas las formas posibles de aprovechar aquella oportunidad. Siendo eunuco resultaba invisible, como un criado. Podía escuchar, atar cabos, encontrar lógica en informaciones extrañas.

Durante la primera semana, fue a ver a Zoé todos los días. Las visitas fueron breves, sólo duraron el tiempo suficiente para asegurarse de que la curación avanzaba como estaba previsto. A juzgar por la textura de la piel de Zoé y el hermoso color de su cabello, era evidente que poseía habilidad en el uso de hierbas y ungüentos. Por supuesto, Ana no lo mencionó en ningún momento, habría sido una falta de tacto. Sin embargo, en la cuarta visita se encontró con Helena, que había ido a ver a su madre, y que no mostró los mismos escrúpulos.

Ana estaba sentada en el borde de la cama de Zoé cuando Helena observó:

– Qué olor tan desagradable -dijo, arrugando la nariz al percibir el aroma penetrante del ungüento que estaba aplicando Ana-. Por lo menos casi todos los otros aceites y pomadas que usáis son más gratos, aunque un poco fuertes.

Zoé entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos ranuras duras como el ágata.

– Deberías aprender cómo se usan, y apreciar el valor del perfume. La belleza empieza siendo un don, pero tú estás acercándote rápidamente a una edad en la que empieza a considerarse un arte.

– Seguida de la edad en la que resulta un milagro -replicó Helena.

Los ojos dorados de Zoé se agrandaron.

– Cosa un tanto difícil para alguien que carece de alma para concebir los milagros.

– A lo mejor aprendo a concebirlos, para cuando tenga edad de necesitarlos.

Zoé la miró de arriba abajo.

– Lo has dejado para muy tarde -susurró.

Helena sonrió dejando entrever un secreto sentimiento de satisfacción.

– No tan tarde como creéis. Era mi intención que creyerais saberlo todo, pero no era así. Y seguís sin saberlo todo.

Zoé disimuló su sorpresa casi al instante, pero Ana la captó.

– Si te refieres a la muerte de Besarión -contestó-, por supuesto que lo sabía todo. Los envenenamientos, el apuñalamiento en la calle. En todos ellos se veía tu mano, y fallaron. Estaban mal planificados, fueron una estupidez. -Se incorporó un poco apartando a Ana I Un lado, con toda la atención centrada en su hija-. ¿Quién creías que iba a ocupar su puesto, necia? ¿Justiniano? ¿Demetrio? Sí, claro, Demetrio. Supongo que eso he de agradecérselo a Irene.

Era una conclusión, no una pregunta. Volvió a recostarse contra las almohadas, de nuevo con una expresión de dolor en el rostro. Y Helena abandonó la estancia.

Ana procuró concentrarse en la piel que iba sanando lentamente, pero en su cabeza bullían los pensamientos. Había habido otros intentos de quitar la vida a Besarión. ¿Por parte de quién? Al parecer, Zoé pensaba que por parte de Helena. ¿Por qué? ¿Quién era Demetrio? ¿Quién era Irene? Ahora tema algo concreto que investigar.

Se apresuró a finalizar con los vendajes haciendo un esfuerzo para que no le temblaran las manos.


No le resultó difícil llevar a cabo las primeras indagaciones. Irene era una mujer de gran renombre, fea, inteligente, perteneciente a una antigua familia imperial tanto por haber nacido con el apellido Ducas como por su matrimonio con un Vatatzés. Corría el rumor de que era ella la responsable de que la fortuna de su esposo fuera aumentando gradualmente, aunque éste todavía no había regresado del destierro, cuya mayor parte había pasado en Alejandría.

Tenía un hijo: Demetrio. Aquí se interrumpía la información, y Ana no se atrevió a presionar más. Las conexiones que estaba buscando ahora eran más siniestras, acaso peligrosas.

Para el mes de agosto, las quemaduras de Zoé se habían curado casi por completo, y su protección le había procurado más pacientes a Ana. Algunos eran mercaderes ricos, tratantes de pieles y especias, plata, gemas y sedas. Pagaban con placer dos o tres sólidos por las mejores hierbas medicinales e incluso más a cambio de atención personal.

Ana le dijo a Simonis que comprase cordero o cabrito, aun cuando estaban recomendados sólo para la primera mitad del mes. Desde marzo, mes en que llegaron, habían sido muy frugales, y había llegado el momento de una celebración. Debía servirlo caliente, con vinagre de miel y quizás un poco de calabaza fresca.

– Ya sabes qué verduras hay que comer en agosto -añadió Ana-. Y ciruelas amarillas.

– Compraré vino rosado. -Simonis tenía la última palabra.

Ana regresó a la tienda local de sedas y escogió la tela que había admirado anteriormente. Dejó resbalar entre los dedos aquel tejido suave y fresco, casi líquido, y observó cómo se derramaba la luz sobre él mientras le daba vueltas. Despedía un brillo primero de ámbar, luego de melocotón, después de fuego, iba cambiando conforme se movía igual que un ser vivo. La gente decía aquello mismo de los eunucos, que su esencia resultaba esquiva, que nunca se repetía. Servía como condenación: demostraba que no eran personas de fiar.

En opinión de Ana, eran diferentes según se los viera, porque necesitaban ser diferentes para sobrevivir, y además eran humanos, estaban llenos de apetitos, miedos y sueños como todos los demás, y poseían la misma capacidad de sentirse heridos.

Compró un retal de seda suficiente para confeccionarse una dalmática, y aceptó cuando el tendero se ofreció a encargarse de que la cortaran, la cosieran y se la entregaran en su domicilio. Ella le dio las gracias y se fue, sonriendo incluso en medio del calor reinante y del polvo que flotaba en el ambiente después de demasiados días sin lluvia.

Acto seguido se dirigió al sur, hacia la calle Mese, para mirar las tiendas de aquel barrio. Compró túnicas de lino nuevas para Leo y para Simonis, y también una capa nueva de salir para cada uno de ellos, y solicitó que las enviaran a casa.

Todos los domingos acudía a la iglesia que tenía más cerca, salvo cuando un paciente requería su presencia con urgencia, pero ahora le apetecía tomar una barca para cubrir la considerable distancia que la separaba de la gran catedral de Santa Sofía. Ésta se erguía sobre el promontorio situado en el extremo oriental de la calle Mese, entre la Acrópolis y el hipódromo.

Hacía una tarde apacible y el aire era calmo y tibio, incluso sobre el agua. A medida que el sol iba cayendo por el oeste, los colores se esparcían sobre el Cuerno de Oro confiriéndole la apariencia de una sábana de seda. Era del brillante reflejo que emitía en el momento de salir el sol de donde había tomado el nombre.

La barca tocó la orilla en el momento del ocaso, y Ana emprendió la subida por las empinadas calles que partían del puerto al mismo tiempo que empezaban a encenderse las lámparas y las antorchas.

Se aproximó a Santa Sofía, ya negra en contraste con el cielo de poniente, con un sentimiento de emoción y asombro. Llevaba mil años de pie en aquel lugar, la iglesia más grande de la cristiandad. En el año 532 había sido destruida completamente por el fuego. En 558 se hundió la gran cúpula por culpa de un terremoto, y fue sustituida casi de inmediato por la cúpula que ahora se elevaba imponente y oscura contra el cielo.

Naturalmente, la había visto muchas veces desde fuera. El edificio en sí medía más de doscientos cincuenta pies en todas direcciones. El estuco era de color rojizo, y al amanecer y al atardecer reflejaba el sol con tal intensidad que los marineros que se aproximaban a la ciudad lo veían desde lejos.

Traspuso las puertas de bronce y se quedó paralizada por el asombro. El amplio interior estaba iluminado por la luz de incontables cirios. Era como estar en el corazón de una piedra preciosa. Las columnas de mármol de pórfido eran de un rojo oscuro. Su padre le había contado que originalmente procedían del templo egipcio de Heliópolis y que por consiguiente eran antiguas, hermosas y de un valor incalculable. El mármol polícromo de los muros era verde y blanco, proveniente de Grecia o de Italia, y el blanco llevaba incrustaciones de perlas y marfil. Había iconos de oro de los antiguos templos de Éfeso. Rebasaba con mucho todas las descripciones que habían llegado a sus oídos.

La impresión dejada por la luz se apreciaba en todas partes, como si la estructura entera flotara en el aire y no precisara de ningún soporte físico. Los arcos estaban cubiertos de mosaicos de increíble belleza, azules oscuros, grises y marrones en contraste con un fondo de innumerables cuadraditos de oro que representaban santos y ángeles, a la Virgen con el Niño, profetas y mártires de todas las épocas. Tan sólo el inicio de la misa consiguió apartarle los ojos de aquellas maravillas. La misa y las voces que se elevaron al unísono, y después en armonía.

Conmovida por la sagrada solemnidad del momento, inspirada por un arrebato de fe propia y por el deseo de sentirse parte de aquello, tomó las escaleras que conducían al nivel superior. Con la cabeza baja, se dejó arrastrar por el gentío que la rodeaba. Aquél era el ritual conocido y el credo en que se había criado toda su vida. De pequeña había subido en compañía de su madre a la zona de su iglesia de Nicea destinada a las mujeres, mientras Justiniano y su padre se iban con los hombres a la nave principal del templo.

Al llegar a la galería superior se quedó de pie con las demás mujeres contemplando el centro de la iglesia, en el que los sacerdotes, con gran reverencia, llevaban a cabo la bendición y administraban el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo, que habían sido entregados para redimir a la humanidad. El ritual era bizantino hasta la médula, solemne y sutil, antiguo como la confianza entre el hombre y Dios.

El sermón trató de la fe de Gedeón cuando condujo los ejércitos de los hijos de Israel a luchar contra un enemigo que parecía abrumador. Una y otra vez Dios ordenó a Gedeón que redujera su magro ejército hasta que resultó absurdo intentar siquiera entrar en batalla. El sacerdote señaló que aquello se hizo así para que cuando vencieran, como ocurrió, supieran que había sido Dios el que lo había hecho posible.

Saldrían victoriosos, pero también humildes y agradecidos. Sabrían en quién confiar en todas sus empresas futuras. Primero obedecer, y nada será imposible, dicten lo que dicten las apariencias.

¿Estaba hablando de la amenaza que suponía para la Iglesia la unión con Roma? ¿O de una nueva invasión de los cruzados, si se rechazaba la unión y regresaban los latinos, violentos y sangrientos como la vez anterior?

Cuando se desvanecieron las últimas notas del cántico, Ana dio media vuelta con la intención de marcharse, y entonces la invadió el horror. Sin pensar, había seguido a las demás mujeres hasta la galería destinada a ellas; había olvidado completamente que se suponía que era un eunuco. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Cómo podía escapar? De inmediato rompió a sudar, un sudor que la empapó y la dejó fría. Todo el mundo sabía que los balcones del nivel superior eran para las mujeres. La vergüenza la ahogaba.

La riada de mujeres pasaba por su lado con los ojos bajos y la cabeza cubierta por un velo, a diferencia de ella. Ninguna levantó la vista hacia donde estaba ella, aferrada a la barandilla, tambaleándose ligeramente a causa del mareo que la dominaba. Tenía que encontrar una excusa, pero ¿cuál? Nada servía para justificar que hubiera subido hasta allí.

De pronto se detuvo a su lado una anciana de piel pálida y rostro marchito. Santo cielo, ¿iba a exigirle una explicación? Estaba blanca como la leche. ¿Iría a desmayarse, y así llamar la atención de todo el mundo? La anciana osciló levemente y emitió una tos seca; en sus labios apareció una mancha de sangre.

Entonces le llegó la respuesta como si fuera un haz de luz. Rodeó a la mujer con un brazo y la ayudó a sentarse en los escalones.

– Soy médico -dijo con dulzura-. Voy a socorreros. Os llevaré a vuestra casa.

De pronto una mujer más joven volvió la cabeza y las vio. Enseguida volvió a subir un peldaño.

– No ocurre nada -se apresuró a decir Ana-. Soy médico. He visto que se sentía enferma y he subido a socorrerla. Voy a llevarla a casa. -Ayudó a la anciana a incorporarse y la rodeó de nuevo con el brazo para cargar con la mayor parte de su peso-. Venid -animó a la otra-, indicadme por dónde se va.

La mujer más joven sonrió y se situó delante de ambas, asintiendo con la cabeza.

De todos modos, más tarde Ana llegó a su casa temblando de alivio. Simonis la miró con ansiedad percibiendo que ocurría algo, pero ella se sentía demasiado avergonzada de la estupidez que había cometido para contarle de qué se trataba.

– ¿Has descubierto algo más? -inquirió Simonis al tiempo que le entregaba una copa de vino y le ponía delante un plato de pan con cebollinos.

– No -respondió Ana en voz baja-. Aún no.

Simonis no dijo nada, pero su expresión era elocuente. No habían ido allí, a arriesgar la vida a cien millas de su hogar, para que Ana pudiera establecer una consulta médica nueva; en opinión de Simonis, la que había tenido en Nicea no tenía nada de malo. El único motivo para abandonarla, junto con los lugares y los amigos que conocían de toda la vida, era rescatar a Justiniano.

– Las túnicas que me has comprado son muy buenas -dijo Simonis en voz queda-. Te doy las gracias. Debes de tener pacientes nuevos. Y ricos.

Ana se percató del sentimiento reprobatorio de Simonis por la rigidez de sus hombros y por su forma de fingir que estaba concentrada en moler las semillas de mostaza para preparar la salsa del pescado que iba a cocinar al día siguiente.

– Que sean ricos es algo accidental -replicó ella-. Conocieron a Justiniano y a las demás personas que rodeaban a Besarión. Estoy obteniendo información acerca de sus amigos, y quizá de los enemigos de Besarión.

Simonis levantó la vista rápidamente, con los ojos brillantes. Sonrió un momento, fue todo lo que se atrevió a mostrar, por si acaso su fe invitaba a la mala suerte y el premio se le escapaba.

– Bien -dijo afirmando con la cabeza-. Entiendo.

– No te gusta mucho esta ciudad, ¿verdad? -le dijo Ana suavemente-. Ya sé que echas de menos a los que conocías en casa. Yo también.

– Es necesario -repuso Simonis-. Tenemos que averiguar la verdad de lo sucedido y hacer que vuelva Justiniano. Tú sigue intentándolo. Yo me encargaré de hacer amistades nuevas. Ahora vete a la cama, es tarde.

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