CAPÍTULO 09

Zoé hizo lo que le había pedido Miguel, y a continuación se concentró en la venganza. No había olvidado la amarga lección que había aprendido en el roce que tuvo con la muerte. No podía permitirse el lujo de esperar.

El eunuco Anastasio era precisamente la herramienta que necesitaba. Poseía inteligencia y la honestidad profesional que hacía que la gente se fiara de él. Era consciente de que él no se fiaba de ella, y que ansiaba obtener información acerca de la muerte de Besarión. Un día, ella dedicaría un poco de tiempo a averiguar exactamente cuáles eran sus motivos.

Mientras tanto, había un delicado equilibrio de ironía en el hecho de servirse de él para engañar y llevar a la perdición a Cosmas Cantacuzeno, la avaricia de cuya familia había robado a Bizancio algunas de sus mejores obras de arte.

Iba vestida con una túnica de color vino oscuro y encima una dalmática más oscura todavía, en una trama granate con una veta negra, que capturaba la calidez de los rojos a la luz del fuego cuando pasaba por debajo del resplandor de las antorchas.

Se persignó y salió a la noche, seguida por Sabas, que le procuraría seguridad en las sombras del crepúsculo y cuando tuviera que regresar a casa en medio de la oscuridad.

Se detuvo un momento en la calle, recitando el Ave María en voz baja, con las manos entrelazadas. Después, reemprendió su camino.

Aspiró profundamente para llenar los pulmones. Por fin iba a cobrarse venganza. Al día siguiente, el primero de los emblemas que figuraban en la parte posterior del crucifijo estaría borrado.

Dejó a Sabas fuera mientras un criado la conducía al interior de la casa de Cosmas. El vestíbulo de entrada era impresionante, especialmente el busto de mármol que representaba a un senador romano, un rostro avejentado y surcado de arrugas forjadas por emociones y experiencias de toda una vida. Sobre una mesa descansaban varios vasos venecianos de cristal azul que refulgían como joyas bajo la luz. Sobre otra mesa de madera labrada reposaba con orgullo un perro de alabastro egipcio de enormes orejas.

Cuando llegó a los aposentos de Cosmas, halló a éste sentado en una amplia silla, con la vista fija en una mesa con tablero de mosaico sobre la que había una jarra de vino siciliano, ya medio vacía. Al lado, un plato de dátiles y frutas con miel. Cosmas era un hombre de baja estatura y nariz ganchuda, con unos ojos caídos, bordeados de rojo y hundidos en oscuras cuencas.

– No te debo nada -dijo con acritud-. De modo que supongo que vienes a ver qué puedes saquear.

Zoé quería algo más que regodearse; necesitaba una pelea, una riña que pudiera desembocar en la violencia.

– No se te da nada bien juzgar a las personas -replicó, aún de pie-. No vengo a sacar ningún provecho económico de ti. Deseo comprar iconos para donárselos a la Iglesia a fin de que todos puedan adorarlos allí y recibir bendiciones. Te pagaré un precio justo.

Cosmas enderezó los hombros y alzó un poco la cabeza.

– Pero antes quiero verlos -añadió Zoé con una ligera sonrisa.

– Por supuesto. ¿Vino?

– Será un placer. -No tenía la menor intención de beber nada en aquella casa, en cambio quería el vaso de cristal. Iba a ser una lástima romperlo, pues era exquisito.

Cosmas se incorporó con movimientos rígidos, haciendo crujir las rodillas, y fue a buscar otra copa en una alacena. La llenó hasta la mitad y la depositó al alcance de Zoé.

– Hablemos de dinero. Los iconos están en esa pared de ahí. -Indicó una arcada que conducía a una estancia tenuemente iluminada.

Zoé aceptó la invitación y se dirigió hacia allí. Se detuvo con el corazón acelerado. Todavía quedaban media docena de iconos, imágenes de san Pedro y san Pablo, de Cristo. Había un icono de la Virgen elaborado con pan de oro y esmalte verde y azul celeste, y un azul oscuro casi negro. La Virgen tenía el rostro pintado en tonos pardos y desprendía una ternura sobrecogedora.

Había otros con gemas embutidas en los ropajes de las figuras, o con incrustaciones de marfil. Su belleza era tal, que por un instante Zoé olvidó el motivo por el que se encontraba allí y la razón de aquel odio que la consumía por dentro.

Oyó un ruido a su espalda y quedó petrificada. Se volvió muy despacio. Cosmas estaba allí, en el umbral, blando y orondo, atiborrado de prosperidad y buen vivir.

– Antes preferiría destruirlos que permitir que me los robasen -dijo Cosmas entre dientes-. Te conozco, Zoé Crysafés. Tú no haces nada sin un motivo. ¿A qué has venido en realidad?

– Los iconos son muy hermosos -dijo ella, como si fuera una respuesta.

– Valen mucho dinero. -Se le notaba en la cara el alma de mercader.

– Pues negociemos -dijo Zoé sin poder disimular el desprecio que sentía. Al pasar junto a Cosmas, que estaba en medio del paso, rozó sin querer la protuberancia de su vientre-. Vamos a discutir cuántos besantes vale el rostro de la Virgen.

– Es un icono -replicó él con una risa de burla-. Ha sido creado por manos humanas, con madera y pintura.

– Y con pan de oro. Cosmas, no te olvides del pan de oro ni de las gemas -repuso Zoé.

Cosmas la miró con el ceño fruncido.

– ¿Quieres comprar uno o no? -le espetó.

– ¿Cuántas piezas de plata, Cosmas, por la Madre de Dios? Me parece apropiado darte cuarenta. -Extrajo de su manto una bolsita de sólidos de plata y la depositó sobre la mesa.

A Cosmas se le congestionó el rostro.

– ¡Es un icono, estúpida! Es la obra de un artista, nada más. ¡No estoy vendiendo a Cristo!

– ¡Blasfemo! -chilló Zoé con una cólera que era fingida sólo a medias. Acto seguido se lanzó a por una de las copas de cristal y la levantó bien alto, para dejar clara su intención de romperla en pedazos y utilizarla como arma.

Pero Cosmas fue más rápido y asió la copa. Le arrancó el encantador borde dorado que tenía y dejó únicamente el tallo y unas cuantas puntas en sierra todavía unidas a él. Lo blandió como una daga, con los ojos muy abiertos y centelleantes de miedo, la boca entreabierta.

Zoé titubeó. Ya sabía lo que era el dolor, y lo odiaba. Para ella, el éxtasis y el dolor físico eran igual de profundos, rayaban en lo insoportable. Pero esto era venganza; para la que había vivido tantos años de aridez. Así que volvió a lanzarse hacia delante, sirviéndose del extremo de su capa para amortiguar parte del golpe cuando Cosmas la atacase.

Cosmas se abalanzó sobre ella con el cristal roto, impulsado por el miedo.

Nada más sentir el contacto del cristal, Zoé se retorció y lo agarró con la otra mano al tiempo que gritaba con todas sus fuerzas, con la intención de que la oyera la servidumbre. Iba a necesitar su testimonio. El agresor debía ser Cosmas, allí no había más que una copa rota, ella simplemente se estaba defendiendo.

Cosmas fue tomado por sorpresa. Había esperado que Zoé cayera de espaldas, sangrando, y en cambio ésta arremetió contra él con todo su peso, aferrando su mano y girando la copa rota hacia él. El filo del cristal lo alcanzó y le produjo un fino corte.

Entonces Zoé retrocedió poniendo una expresión de sorpresa, al tiempo que irrumpían varios criados en la estancia.

– ¡No es nada! -exclamó Cosmas furioso. Gritaba a los criados, pero con la vista clavada en Zoé. Tenía la cara congestionada y los ojos llameantes.

Zoé se volvió hacia los dos hombres y la mujer, e hizo un esfuerzo para dar la impresión de estar excusándose. Aquello era lo que los criados debían recordar.

– Se me ha caído una copa y se ha roto -explicó con una sonrisa cautivadora, apenada, ligeramente avergonzada-. Hemos ido los dos a recogerla al mismo tiempo y… y hemos chocado el uno con el otro. Me temo que ambos nos hemos cortado al agarrar el cristal, ¿podéis traer agua y vendas?

Ellos vacilaron.

– ¡Obedeced! -vociferó Cosmas apretándose la herida, que ya había empezado a mancharle la túnica.

– Tengo una tintura para aliviar el dolor -dijo Zoé, solícita, hurgando en el interior de su túnica en busca de la seda engrasada que guardaba el antídoto.

– No -rehusó él de inmediato-. Ya usaré la mía. -Hubo un ligero tono de sorna en su voz, como si se hubiera dado cuenta de la maniobra de Zoé y la hubiera esquivado.

– Como quieras. -Ella vertió el polvo en su propia boca y bebió un trago de vino de la copa de Cosmas, que aún reposaba intacta sobre la mesa.

– ¿Qué es eso? -quiso saber él.

– Unos polvos para el dolor -contestó Zoé levantando su brazo herido-. ¿Quieres probarlos?

– ¡No! -En sus ojos había un brillo de mofa.

Regresaron los criados y les lavaron las heridas a los dos.

– Tengo un bálsamo… -Zoé alargó la otra mano para coger la jarrita de porcelana con crisantemos pintados que contenía el ungüento y se aplicó un poco en la herida. Tuvo un efecto levemente calmante, pero le relajó el cuerpo, como si le hubiera aportado un gran alivio. Después tendió la jarrita a Cosmas con un gesto lo más parecido a la indiferencia que le fue posible forzar.

– ¿Amo? -ofreció uno de los criados.

– Está bien, adelante -respondió Cosmas en tono impaciente. Ahora que habían vuelto los criados, sería un demérito para él que lo vieran asustado.

El criado obedeció y aplicó el ungüento con generosidad.

Una vez que las heridas quedaron debidamente vendadas, los criados fueron a buscar más vino, más copas de cristal y un plato de porcelana azul con pastelillos de miel.

Pasados quince minutos Cosmas empezó a sudar copiosamente y a notar cierta dificultad para respirar. La copa se le resbaló de la mano y derramó el vino por el suelo al tiempo que rodaba produciendo un sonido hueco. Se llevó una mano a la garganta como si fuera a aflojarse una prenda que lo molestase, pero no había tal. Comenzó a sacudirse sin control.

Zoé se puso de pie.

– Apoplejía -dijo, mirándolo. Seguidamente se volvió y fue sin prisas hasta la puerta para llamar a los criados-. Está sufriendo un ataque. Será mejor que llaméis a un médico.

Cuando los vio marcharse con una expresión de pánico en la cara, regresó y halló a Cosmas medio caído, casi desplomado en el suelo. Debía seguir con vida durante otra hora al menos, pero el veneno actuaba deprisa.

Cosmas dejó escapar una exclamación ahogada y pareció recuperarse un poco. Aunque a Zoé le resultaba repugnante tocar aquel Cuerpo cebado, se inclinó y lo ayudó a adoptar una postura más cómoda, en la que le fuera más fácil respirar. De no hacerlo así, quizá mal tarde tuviera que dar explicaciones.

– ¡Esto me lo has hecho tú! -boqueó Coimas torciendo los labios en una mueca de rabia-. Vas a robarme los iconos. ¡Ladrona!, Zoé se inclinó un poco más hacia él, sintiendo cómo se evaporaba su miedo.

– Tu padre me los robó a mí-le siseó al oído-. Quiero que vuelvan a las iglesias para que los peregrinos acudan aquí y Bizancio vuelva a ser un imperio rico y seguro. Los ladrones sois tú, tu familia y todos los de tu sangre. ¡Sí, esto te lo he hecho yo! Saboréalo bien, Cosmas. ¡Créelo!

– ¡Asesina! -escupió Cosmas, pero no fue más que un suspiro.

Zoé fue a la estancia de los iconos. Retiró de la pared el de la Virgen y lo envolvió en los pliegues de su capa.

Después, sonriendo, continuó hasta la puerta donde la aguardaban los criados para conducirla al exterior.

La venganza era algo perfecto, más exuberante que la risa, más dulce que la miel, más duradero que el aroma del jazmín en el aire.

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