Miguel Paleólogo, emperador de Bizancio, se encontraba de pie al sol en su cámara privada. Sobre el arcón que tenía enfrente reposaba un retrato sencillo, pero el rostro que representaba era el de la Madre de Dios. Lo sabía sin lugar a dudas. El artista que lo había pintado la había conocido en persona, y en sus trazos había intentado plasmar la pasión, el sufrimiento y la belleza de su alma. No era un producto de su imaginación ni tampoco un rostro idealizado; había intentado captar en líneas y en colores lo que había visto con sus propios ojos.
Zoé Crysafés había enviado al médico eunuco a Jerusalén para que le trajera aquel cuadro. No era un regalo para la Iglesia, sino destinado personalmente a él.
Por supuesto que sabía por qué Zoé le había hecho aquel regalo: por miedo a que él estuviera enterado de que había participado en el plan de Besarión Comneno de usurpar el trono, y además porque temía que llegara un día en que, cuando él ya no la necesitara, se cobrase venganza por ello. Con aquel obsequio pretendía comprarle. Y lo había logrado. No era la mayor reliquia de la cristiandad, pero ciertamente era la más bella, la más conmovedora.
Se arrodilló muy despacio, con lágrimas en las mejillas. La Santísima Virgen había vuelto a Bizancio, y de una forma en que no había estado nunca. Resultaba de lo más extraño que la artífice de aquel milagro hubiera sido precisamente Zoé.