CAPÍTULO 63

Ana enseñó la carta que le había dado Nicéforo y solicitó ver a Justiniano a solas. La carta sugería, sin decirlo expresamente, que ella había sido enviada por el emperador, de modo que el monje no puso reparos.

Nicéforo había tenido mucho cuidado de redactar el texto de manera un tanto ambigua.

La condujeron a un pequeño patio de forma irregular, y el monje que la guiaba se detuvo de pronto.

– Descalzaos -susurró-. El lugar que estáis pisando es territorio sagrado.

Ana se agachó para hacer lo que le indicaban, y de improviso se le llenaron los ojos de lágrimas. Levantó la vista, con las botas en la mano, y vio a la luz del candil una amplia extensión de denso follaje: era un arbusto que se elevaba por encima de su cabeza y daba la impresión de derramarse sobre el empedrado. Un pensamiento descabellado le vino a la cabeza ¿Era ése el arbusto de Moisés que había ardido con la voz de Dios? Se volvió hacia el monje. Éste asintió despacio, sonriendo, y prosiguió su camino.

– Podréis disponer de un breve intervalo, hasta la próxima llamada a la oración -dijo delicadamente, pero su tono de voz contenía una advertencia. Ana no debía olvidar que allí Justiniano era un prisionero y que a ella le estaban concediendo un privilegio al permitirle hablar a solas con él.

La dejaron esperando en una celda de piedra sin ventilación, lo bastante espaciosa para poder recorrerla de un extremo al otro con unos cuantos pasos. Cuando oyó girar la puerta sobre sus goznes, se volvió al instante.

En un primer momento Justiniano le dio la impresión de ser el mismo de siempre: los ojos, la boca, el característico nacimiento del pelo en la frente. A Ana le dio un vuelco el corazón y a duras penas pudo respirar. Los años transcurridos se esfumaron y todo lo que había sucedido dejó de ser real.

Él la miraba fijamente, confuso, parpadeando. En su semblante apareció en un primer momento una expresión de esperanza, después otra de miedo.

A su espalda, el monje aguardaba.

Ana debía explicarse a toda prisa, antes de que uno de los dos se traicionara a sí mismo.

– Soy médico -dijo con nitidez-. Me llamo Anastasio Zarides. El emperador Miguel Paleólogo me ha dado permiso para hablar con vos, si consentís.

Aunque había adoptado un tono de voz gutural para parecer un eunuco, él la reconoció al momento. Se le iluminaron los ojos de alegría, pero se mantuvo totalmente inmóvil, de espaldas al monje que aún esperaba detrás de él. Al contestar le tembló un poco la voz:

– No tengo inconveniente en hablar con vos… si es el deseo del emperador. -Se volvió a medias hacia el monje-. Gracias, hermano Tomás.

El hermano Tomás inclinó la cabeza y se retiró.

– ¡Ana! En nombre de Dios, ¿qué…? -empezó Justiniano.

Pero ella lo interrumpió dando un paso al frente y rodeándolo con sus brazos. Él la abrazó con tal fuerza que Ana se sintió aplastada, pero fue una incomodidad que aceptó de buen grado.

– Sólo disponemos de unos minutos -le dijo al oído. Notó el cuerpo de su hermano endurecido, mucho más flaco que la última vez que se habían visto, tantos años atrás. Estaba más viejo, casi demacrado. Vio que sus arrugas se habían acentuado y que se le habían formado ojeras.

– Pareces un eunuco -repuso él, sin dejar de abrazarla-. ¿Qué demonios estás haciendo? ¡Por el amor de Dios, debes tener mucho cuidado! Si los monjes descubren esta farsa…

Ana se apartó un poco y lo miró detenidamente.

– Se me da muy bien -dijo con tristeza-. No me he disfrazado de eunuco para entrar aquí. ¡Aunque lo habría hecho! Visto así todo el tiempo.

A Justiniano le costó creerlo.

– ¿Por qué? Eres preciosa. |Y puedes practicar la medicina siendo mujer!

– Es por otra razón distinta. -Ana no se atrevía a decirle que no podía volver a casarse ni por qué, era una carga que no tenía por qué soportar él-. Tengo mucho trabajo -siguió diciendo a toda prisa-. Suelo acudir al palacio Blanquerna a tratar a los eunucos que viven allí, y a veces al emperador mismo.

– ¡Ana! -la interrumpió Justiniano-. ¡No! Ningún trabajo merece el riesgo que estás corriendo.

– No es por el trabajo -replicó ella-, lo hago para recabar información suficiente para demostrar por qué mataste a Besarión Comneno. Si he tardado tanto ha sido porque al principio ni siquiera sabía por qué iba a desear matarlo nadie, pero ahora sé que…

– No, no sabes nada -la contradijo él. De repente bajó el tono y siguió hablando con más serenidad-. No puedes ayudarme, Ana. Te ruego que no hagas nada. No tienes ni idea de lo peligroso que es, no conoces a Zoé Crysafés…

– Sí la conozco. Soy su médico. -Lo miró directamente a los ojos-. Creo que envenenó tanto a Cosmas Cantacuzeno como a Arsenio Vatatzés. Y estoy segura de que mató a Gregorio Vatatzés cara a cara, con una daga, e intentó que apresaran al embajador de Venecia como autor del crimen.

Justiniano la miró de hito en hito.

– ¿Lo intentó, dices?

– Yo lo impedí. -Ana sintió que le subía un calor a la cara-. No hace falta que conozcas los detalles. Pero sí, conozco a Zoé. Y a Helena. Y a Irene, y también a Demetrio -continuó-. Y al obispo Constantino, naturalmente.

Justiniano sonrió al oír nombrar a Constantino.

– ¿Cómo está? Aquí llegan muy pocas noticias. ¿Se encuentra bien?

– ¿Me lo preguntas como médico suyo? -El tono era ligero, pero lo dijo porque de repente se dio cuenta de que Justiniano no había visto el lado de Constantino más siniestro, más débil, no sabía cuánto había cambiado bajo la presión de la unión con Roma, del fracaso, de la carga que suponía encabezar casi en solitario gran parte de la resistencia.

Alzó las cejas de golpe.

– ¿También eres médico suyo?

– ¿Y por qué no? -Ana se mordió el labio-. Para él soy un eunuco. ¿Resulta impropio?

Justiniano palideció.

– Ana, no vas a poder salir con vida de esto. Por el amor de Dios, vete a casa. ¿Te haces idea de los riesgos que estás corriendo? No puedes demostrar nada. Yo…

– Puedo demostrar por qué mataste a Besarión -replicó ella-. Y que no tuviste otra alternativa. Estabas desbaratando una conspiración urdida para suplantar a Miguel en el trono, y era la única forma posible de actuar. ¡El emperador debería agradecértelo, recompensarte por ello!

Justiniano le rozó la cara con tanta delicadeza que ella apenas notó algo más que el calor de su mano.

– Ana, piensa. Era una conspiración para suplantar a Miguel en el trono, a fin de salvar a la Iglesia de la amenaza de Roma. Yo habría seguido adelante con ella si hubiera tenido el convencimiento de que Besarión poseía el temple o las agallas necesarias para lograr el éxito. Di marcha atrás sólo cuando comprendí por fin que no era así. Y Miguel está enterado de ello.

– Yo maté a Besarión -dijo Justiniano con un hilo de voz-. Fue lo más difícil que he hecho nunca, y todavía me produce pesadillas. Pero si él hubiera usurpado el trono, habría sido la ruina de Bizancio. Fui un necio al tardar tanto tiempo en comprenderlo. No quería verlo, y al final fue demasiado tarde. Pero si estoy aquí es porque me negué a decirle a Miguel los nombres de los demás conspiradores. No… no pude. Ellos no eran más culpables que yo… quizá lo fueran menos. Seguían creyendo que aquello era lo más acertado para Constantinopla… y para nuestra fe.

Ana bajó la cabeza y se apoyó en su hermano.

– Ya lo sé. Yo sí sé quiénes son, y tampoco he podido decírselo. ¡Pero ha de haber algo que pueda hacer!

– No hay nada -contestó Justiniano con voz queda-. Déjalo, Ana. Constantino hará lo que esté en su mano. Ya me salvó la vida. Intercederá por mí ante el emperador, si surge una posibilidad.

No había nadie más que fuera a luchar por Justiniano, salvo ella. Y ahora ella tenía más posibilidades de ser oída por el emperador que Constantino.

– ¿Quién te entregó a las autoridades? -le preguntó.

– No lo sé -respondió Justiniano-. Y no importa. No hay nada que puedas hacer al respecto, aunque tuvieras la certeza. ¿Qué es lo que quieres, venganza?

Ana lo miró, buscando algo.

– No, no quiero vénganla -admitió-. Por lo menos de momento no pienso en ella. Claro que me gustaría que pagasen…

– Abandona. Te lo ruego -suplicó Justiniano-. Al final no merece la pena.

– Si Bizancio sobrevive, no habrá sido un fracaso. Y si hay alguien que gane, ése será Miguel.

– ¿A costa de la Iglesia? -replicó Justiniano con incredulidad.

– Ve a casa, Ana -susurró Justiniano-. Te lo ruego. Ponte a salvo. Quiero imaginarte curando a la gente, llegando a vieja, siendo juiciosa y sabiendo que lo has hecho bien.

Las lágrimas no le dejaban ver. Su hermano había pagado mucho para darle aquella oportunidad, y ella le había hecho una promesa que sabía que no podía cumplir.

– No vas a irte, ¿verdad? -dijo Justiniano tocando las lágrimas que humedecían las mejillas de su hermana.

– No puedo. No sé si todavía estarán planeando matar a Miguel. Demetrio es un Vatatzés, y un Ducas a través de Irene. Podría intentar subir al tono. Si Miguel muriera, y Andrónico también, tendría una posibilidad, sobre todo teniendo a los cruzados a las puertas.

Justiniano la aferró con más fuerza, apretándole los hombros.

– ¡Eso mismo pienso yo! Seguro que habría tomado el poder cuando Besarión le hubiera quitado de en medio a Miguel.

– Y tú -agregó Ana-. ¡Tú eres un Láscaris!

Se oyó la llave girar en la cerradura.

Justiniano apartó a su hermana de sí.

Ana se pasó una mano por la mejilla para secarse las lágrimas e hizo un esfuerzo para serenar la voz.

– Os estoy agradecido, hermano Justiniano. Trasladaré vuestro mensaje a Constantinopla.

Hizo la señal de la cruz al estilo ortodoxo y le dedicó una breve sonrisa. A continuación salió con el monje al pasillo y echó a andar más bien a tientas, porque apenas veía por dónde iba.

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