CAPÍTULO 14

Constantino se encontraba en su sala favorita de la casa, acariciando con la mano el suave mármol de la estatua. Ésta tenía la cabeza hundida en actitud pensativa y poseía unos miembros desnudos perfectos. Pasó la mano una y otra vez, moviendo los dedos como si pudiera masajear y palpar los músculos y los nervios de aquellos hombros de piedra. Él mismo tenía el cuerpo tan tenso que le resultaba doloroso.

Miguel había promulgado de nuevo la firma, y él se había visto impotente para impedirlo. Iba a ser un indicativo de sumisión, una señal al mundo, y sobre todo a Dios, de que el pueblo de Bizancio había abandonado su fe. Aquellos que habían confiado en el liderazgo de la Iglesia iban a ser destruidos por los mismos hombres que estaban obligados mediante juramento a salvar sus almas. ¡Qué poca visión! Vender hoy para comprar la seguridad de mañana. ¿Y su salvación en la eternidad? ¿No era aquello más importante que ninguna cosa terrenal?

Pero él sabía lo que había que hacer, y lo había hecho. Mientras pensaba en esto rompió a sudar, a pesar de que aquella estancia era fresca. ¡El pueblo bizantino tenía derecho a luchar por la vida!

De modo que lo había hecho. Había prendido la llama en sus corazones, y ésta explotó en un tumulto en las calles, decenas de personas, luego centenares, que inundaron las plazas y los mercados protestando a gritos contra la unión con Roma y contra todo lo que fuera ajeno y forzado.

Naturalmente, él había procurado dar la impresión de estar haciendo todo lo que estaba en su mano para detenerlos, de simpatizar Con ellos y aun así intentar frenar la violencia y llamar al orden y al respeto, a la vez que los empujaba adelante. ¿Qué diferencia había entre un gesto de bendición y otro de ánimo? Radicaba en el ángulo de la mano, en la inflexión del tono de voz, en no elevar éste lo bastante para que se oyera por encima del estruendo.

Fue maravilloso, soberbio. Acudieron por millares, llenaron las calles hasta obstruir todos los caminos. Todavía le parecía oír las voces allí, en aquella silenciosa estancia. Sintió la sangre golpeando en sus venas, el corazón acelerado, el sudor provocado por el calor y por el miedo resbalándole por la piel en medio del estrépito.

– ¡Constantino! ¡Constantino! ¡En nombre de Dios y de la Santísima Virgen, Constantino por la fe!

Él les sonrió al tiempo que retrocedía uno o dos pasos como si rechazara modestamente aquellos vítores, pero ellos gritaron con más fuerza cada vez.

– ¡Constantino! ¡Guíanos a la victoria, por la Santísima Virgen!

Él alzó las manos a modo de bendición y ellos fueron calmándose gradualmente, hasta que cesó el griterío. Permanecieron en la plaza y en las calles de alrededor, en silencio, esperando a que él les dijera lo que tenían que hacer.

– ¡Tened fe! ¡El poder de Dios es más grande que el de cualquier hombre! -les dijo-. Sabemos lo que es verdadero y lo que es falso, lo que pertenece a Cristo y lo que es del demonio. Id a casa. Ayunad y orad. Sed leales a la Iglesia, y Dios será leal con vosotros.

¿Dios los salvaría de Roma? Sólo si su fe era perfecta, y la misión de Constantino consistía en encargarse de que lo fuera.

Naturalmente hubo violencia, heridos, incluso dos muertos. Pero los culpables fueron llevados ante él, aterrados por el castigo, y él los absolvió. Con tan sólo unos cuantos avemarías y la promesa de permanecer leales a la fe. ¿Había sido demasiado liviano con ellos, escogiendo ver penitencia donde en realidad había únicamente miedo? Prefirió pensar que no.

Sólo unos días después Miguel tomó represalias. El trono vacante del patriarca de Bizancio no le fue concedido al eunuco Constantino, sino a Juan Becco, un hombre entero.

El criado que le trajo la noticia estaba pálido como la cal, como si viniera con un mensaje de muerte. Se plantó frente a Constantino, con la mirada baja y la respiración agitada, que reverberaba en la sala.

Constantino sintió deseos de gritarle, pero con ello revelaría su dolor igual que su desnudez, incompleta, desfigurada por circunstancias que quedaban fuera de su control. Había sido doblemente castrado, le había sido arrebatado el cargo que en justicia le correspondía a él por su virtud, su fe y su voluntad de lucha. Juan Becco estaba a favor de la unión con Roma, era un cobarde y un traidor a su Iglesia.

El criado se lo quedó mirando un instante y después huyó.

Cuando sus pisadas sobre el enlosado cesaron de oírse, Constantino dejó escapar un aullido de furia y humillación. Sentía el pecho inflamado por el odio. Si en aquel momento hubiera podido ponerle las manos encima a Juan Becco, lo habría hecho pedazos. Un hombre entero, un insulto a su propio ser. ¡Como si los órganos configurasen el alma! Un hombre estaba formado por las pasiones del corazón, por sus sueños, por las cosas que anhelaba, los miedos que había superado, la plenitud de su sacrificio, no la de su cuerpo.

¿Era mejor un hombre porque podía introducir su semilla en una mujer? También podían hacerlo las bestias del campo. ¿Era más santo un hombre porque poseía aquel poder y se abstenía de usarlo?

Constantino podría coger un cuchillo y rebanarle los testículos a Becco, ver fluir la sangre, como fluyó la suya cuando era pequeño, ¡con un intenso dolor, con el terror de morir desangrado! Y después contemplar cómo agarraba con las manos lo que quedaba de su virilidad horrorizado por aquella pérdida, un horror que ya no lo abandonaría mientras viviera. Entonces serían iguales. ¡A ver quién era capaz de dirigir la Iglesia y salvarla de Roma!

Pero aquello no era más que un sueño, como los que tenía por la noche. No podía hacer tal cosa. Él no tema poder, sino el amor y la confianza del pueblo. El pueblo no debía ver nunca el odio que lo consumía. Era debilidad. Y era pecado.

¿Sería capaz la Santísima Virgen de ver lo que albergaba su corazón? Enrojeció de vergüenza. Se arrodilló despacio, con las lágrimas rodando por sus mejillas.

¡Becco se equivocaba! Era un mentiroso, un contemporizador, un buscador de favores, cargos y poder. ¿Cómo podía un hombre bueno fingir que aprobaba algo así?

Constantino se preguntó a sí mismo si él era un hombre bueno. Podía obligarse a serlo, y debía obligarse.

Se puso en pie para empezar ya, aquel mismo día. No había tiempo que perder. Le demostraría a Juan Becco, a todos, que el pueblo lo amaba, que amaba su fe, su misericordia, su humildad y su coraje, su voluntad de lucha.

En los días que siguieron trabajó hasta caer agotado, sin pensar en sus propias necesidades ni ocuparse de satisfacerlos. Respondió a todo el que le llamó. Recorrió millas a pie de una casa a otra para oír en confesión a los moribundos y darles la absolución. Las familias lloraban de gratitud por la paz espiritual que él les procuraba. Y él salía de las casas con las piernas doloridas y con ampollas en los pies, pero con el ánimo muy alto en la certeza de que era amado, y de que gracias a él cada vez más personas permanecerían leales a la Iglesia verdadera.

Celebró la misa con tanta frecuencia, que en ocasiones tenía la sensación de estar oficiándola en sueños, con palabras que se recitaban solas. Pero aquellos rostros ávidos eran la única recompensa que él deseaba, aquellos corazones humildes y agradecidos. Cuando se acostaba, exhausto, a menudo era en el suelo del lugar en que se encontrase cuando caía la noche, pero le daba igual. Se levantaba al romper el día y comía lo que pudieran darle aquellos desdichados.

Fue muy tarde una noche en que estaba escuchando en confesión a un hombre con pecho de toro, una especie de jefecillo y matón local, cuando empezó a sentirse enfermo.

– Lo golpeé -estaba diciendo el hombre en voz baja, con la mirada insegura y nublada por el miedo, buscando los ojos de Constantino-. Le rompí unos cuantos huesos.

– ¿Y él…? -empezó Constantino, pero de pronto descubrió que le faltaba la respiración. El corazón le latía de forma tan ruidosa que pensó que el hombre que estaba arrodillado ante él también tenía que oírlo. Se sintió mareado. Intentó hablar de nuevo, pero no percibía nada más que un intenso zumbido en los oídos, y al instante siguiente se hundió en el olvido, que a él se le antojó la muerte misma.

Despertó en su propia casa, con una jaqueca terrible y un malestar en el estómago, y encogido de dolor. Su criado, Manuel, se hallaba de pie junto a la cama.

– Permitidme que llame a un médico -suplicó-. Hemos rezado, pero no ha sido suficiente.

– No -dijo rápidamente Constantino, pero hasta su voz se notaba débil. Volvió a sentir un retortijón en el estómago y temió vomitar.

Intentó levantarse para aliviarse urgentemente, pero el dolor lo hizo doblarse sobre sí mismo. Llamó a Manuel para que lo asistiera. Al cabo de veinte minutos, empapado en sudor y tan débil que no era capaz de sostenerse en pie sin ayuda, se derrumbó en la cama y permitió que el criado lo cubriera con las mantas. De repente sentía frío, pero al menos podía permanecer tumbado y tranquilo.

Manuel volvió a pedirle permiso para mandar llamar a un médico, y Constantino volvió a negárselo. El sueño lo curaría. Se quedó tumbado en la cama, con el vientre en calma. Pero el miedo le aferraba el corazón como una garra de hierro que se retorciera en su interior. No se atrevía a yacer en la oscuridad cuando la luz lo fuera abandonando. Nuevamente se sintió empapado en sudor, en cambio notaba los brazos y las piernas helados.

– ¡Manuel! -Su voz fue estridente, casi histérica.

En eso apareció Manuel, con una vela en la mano y el semblante contraído por el miedo.

– Tráeme a Anastasio. Dile que es urgente -concedió Constantino por fin. Una nueva punzada de dolor le cruzó el vientre-. Pero antes ayúdame.

Debía aliviarse otra vez, y deprisa. Necesitaba socorro. Y también pensó que estaba a punto de vomitar. Anastasio era otro eunuco, por lo que no se compadecería de su mutilación ni sentiría repulsa al verla. En cierta ocasión lo había socorrido un médico no castrado, y Constantino advirtió en sus ojos la profunda repugnancia que le produjo. Nunca más, aunque muriera.

Anastasio tan sólo mostraría comprensión. Él también se sentía perdido e inseguro, también llevaba en su interior una carga que le resultaba excesiva; Constantino lo había visto en su rostro en momentos en que tenía la guardia baja. Algún día averiguaría qué carga era aquélla.

– Sí, haz venir a Anastasio. Deprisa.

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