CAPÍTULO 71

Durante el viaje de regreso a Constantinopla, Palombara y Vicenze apenas habían hablado entre sí, y las pocas veces que se dijeron algo fue empleando el áspero tono de cortesía que requería la presencia de los marineros. Pero no engañaron a nadie.

Ahora Palombara acudió a la única persona que tenía el poder y los medios adecuados para destruir a un legado papal. Necesitaba convencerla de la necesidad que había.

Zoé lo recibió con interés, picada por la curiosidad. Sin embargo, él no fue ciego al odio que brillaba en sus ojos, al ansia que sentía de hacerle daño por haber sido él la única persona que había persuadido a Miguel de que entregara el icono de la Virgen a Roma.

En lugar de decirle que él también tenía el convencimiento de que Bizancio necesitaba sobrevivir, con sus valores y su civilización, le habló del envío del icono. Describió cómo lo invadió la furia cuando vio a Vicenze en la popa del barco despidiéndose de él con la mano. Mencionó brevemente que lo había perseguido en una travesía que se le antojó interminable, pero sólo para causar un poco de efectismo. A continuación explicó, extendiéndose en los detalles, la operación de desvelar la imagen, el instante de incredulidad que siguió, y seguidamente y de forma mucho más libre que la que habría empleado con otra mujer, describió la pintura, el horror del cardenal, las carcajadas del Papa y la rabia incandescente de Vicenze.

Zoé rio hasta que se le saltaron las lágrimas. En aquel momento, él podría haber alargado la mano para tocarla y ella no habría retrocedido. Tenue como una tela de araña, e igual de fuerte, era un vínculo que ninguno de los dos olvidaría jamás, una intimidad irrompible.

– No sé dónde está -dijo Palombara con calma-. Yo diría que en Venecia. Creo que Dandolo se lo quitó a Vicenze. Es el único que tuvo la oportunidad de hacerlo. Pero el Papa lo recibirá y quizá lo envíe de vuelta.

– ¿Y qué vais a hacer vos, Enrico Palombara? Debéis ocuparos de Vicenze -dijo Zoé.

– Oh, ya lo sé -le aseguró Palombara con una sonrisa amarga-. Este Papa me protege hoy, pero mañana quién sabe. -Se encogió de hombros-. En los últimos años los Papas han ido y venido con más rapidez que con la que cambia el tiempo. Lo que prometen no tiene ningún valor, porque sus sucesores no están obligados a cumplirlo.

Zoé no le respondió, pero en sus ojos apareció de pronto una luminosidad nueva, una comprensión distinta. Palombara tardó sólo un instante en descubrir que Zoé había dejado morir el sueño de desafiar la unión con Roma y había visto la realidad, con sus fallos. Fue el primer paso para convencerla. Debía proceder con sumo cuidado. Al más mínimo intento de engañarla, la perdería.

Zoé escrutó el semblante de Palombara con curiosidad y franqueza.

– Vos estáis intentando decirme que la unión con Roma puede que no sea tan perjudicial como yo suponía, porque en la práctica es muy poco lo que se puede tomar en cuenta de la palabra dada. Ya que la palabra de un Papa vale muy poco, la nuestra no tiene por qué valer más. Siempre que seamos discretos y no llamemos la atención de nadie, podremos hacer en silencio lo que hemos hecho siempre.

Palombara mostró su acuerdo con una sonrisa.

Aunque Zoé le había entendido perfectamente, pero estaba jugando con él.

– ¿Y qué es lo que queréis de mí, Palombara?

– Me resulta incómodo tener que estar siempre vigilando mi espalda -contestó él.

– ¿Así que queréis que Vicenze… desaparezca? ¿Y creéis que yo puedo hacerlo posible? ¿O que estoy dispuesta a ello?

– Estoy bastante seguro de que podríais -replicó-, pero no deseo que muera. Levantaría sospechas, fueran cuales fueran las circunstancias. Además hay otro detalle que tiene más importancia en la práctica: sería reemplazado enseguida, y por alguien a quien yo no conocería y por lo tanto me resultaría más difícil predecir.

Zoé asintió con la cabeza.

– Exacto. Lleváis suficiente tiempo en Bizancio para haber adquirido un poco de sutileza.

– Necesito que Vicenze se distraiga con algo que no le deje tiempo para concentrarse en destruirme -explicó Palombara. Zoé reflexionó unos instantes.

– No podéis permitiros el lujo de dejar con vida a una persona que os mataría si pudiera -dijo por fin-. Tarde o temprano encontrará una oportunidad. Y no podéis estar despierto todo el tiempo, un día os olvidaréis, os encontraréis en desventaja, demasiado cansado para pensar. Aprovechad el tiempo, Palombara, o lo aprovechará él.

Él se dio cuenta, con certeza, de que Zoé hablaba por experiencia propia, y al instante siguiente supo exactamente dónde y cuándo. El dolor que sentía era por Gregorio Vatatzés, pero no había tenido más remedio que matarlo, en aras de su propia supervivencia. ¿Habría sido también obra de ella la muerte de Arsenio Vatatzés? ¿Habría sido una de sus venganzas?

– Lo importante es que esto lo sabemos únicamente vos y yo. -Palombara escogió con cuidado las palabras, que iban teñidas de un doble significado-. Aunque agradezco vuestra ayuda, no puedo permitirme el lujo de estar en deuda con vos.

– No estaréis en deuda-prometió Zoé-. Me habéis proporcionado una información acerca de los planes del Papa que me permitirá… revisar mi situación respecto de la unión con Roma. Y eso es importante para mí.

Palombara se puso en pie. Zoé hizo lo mismo. La tenía tan cerca que alcanzaba a percibir el perfume de su cabello y de su piel. Si el equilibrio existente entre ambos fuera distinto, la habría tocado, y puede que incluso hubiera hecho algo más. Se hacía obvio que el entendimiento entre ellos era hondo, incluso íntimo. Zoé frenaría a Vicenze por él, y se divertiría al hacerlo. Si en algún momento él representara un peligro para ella, lo mataría, con profundo pesar. Aquello también lo sabían los dos. Lo que los diferenciaba era que Zoé obraba impulsada por una pasión intensa, mientras que en el caso de Palombara, aparte de la admiración que sentía hacia ella, su participación se había decidido en última instancia en su mente, en su impaciente y atareado intelecto. En su caso no existía ninguna ola que tuviera fuerza suficiente para levantarlo en vilo, enterrarlo, golpearlo, y arrastrarlo y llevarlo hasta donde no hiciera pie. Sintió envidia de Zoé por ello.

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