CAPÍTULO 49

Zoé sabía sin el menor asomo de duda que sólo iba a tener una oportunidad de matar a Gregorio. Si no la aprovechaba, lo perdería todo, porque él no fallaría.

Iba pensando en estas cosas, de regreso a casa al salir de los baños seguida a pocos pasos por su criado Sabas, cuando de improviso chocó contra un mensajero que venía corriendo tras esquivar a un grupo de mujeres que estaban hablando en la calle. Zoé perdió el equilibrio, y al intentar recuperarlo sin caerse pasó a la calzada. La golpeó una carreta que justo acababa de echar a andar. Cayó pesadamente y sintió un dolor agudo en la pierna.

Al punto se formó a su alrededor todo un revuelo de gritos de alarma y solidaridad. La gente acudió hacia ella en una maraña de brazos que se tendieron para ayudarla, entre ellos los de Sabas, y que se afanaban en empujar la carreta hacia atrás procurando no sobresaltar al caballo para evitar que saliera huyendo despavorido. Varios brazos la incorporaron, tirándole de la túnica, y la colocaron sin miramientos en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la tienda que estaba más cerca, mientras una anciana meneaba la cabeza y miraba con expresión de alarma la sangre que manchaba la tela.

Entonces apareció Sabas, inclinado sobre ella. Sin pedir permiso, arrancó un jirón de la túnica de su señora y lo empleó para vendarle la herida.

– La próxima vez, mira bien por dónde vas -dijo un anciano en tono mordaz.

Zoé estaba demasiado conmocionada para replicar, pero le miró la cara para recordarla más tarde y hacerle pagar algún día su insolencia. El hombre vio algo en aquella mirada y salió huyendo.

Sabas encontró un carruaje y la ayudó a subir a él para llevarla a casa, furiosa y por el momento abrumada por el dolor.

Nada más llegar, Zoé envió al criado a buscar a Anastasio. Sabas se vio obligado a preguntarle a Simonis dónde estaba el médico, y después la siguió a casa de otro paciente que no estaba gravemente enfermo. Anastasio salió casi inmediatamente y fue tras él.

Zoé estaba demasiado angustiada para quejarse de la tardanza. La sangre había empapado el improvisado vendaje y le dolía mucho la herida, sentía cómo se extendía el dolor por la pierna, hasta la ingle. Le contó a Anastasio y observó cómo éste retiraba el jirón de tela ensangrentado y dejaba al descubierto la herida. El aspecto de la misma era horrible, tanto que le revolvió el estómago y le provocó un escalofrío de pánico que le recorrió todo el cuerpo, pero no dejó que Anastasio la viera desviar la mirada.

El médico trabajó deprisa. Zoé observó que tenía unas manos muy bellas, como las de una mujer: esbeltas, de dedos largos, y que las movía con delicadeza y fuerza a la vez. Se preguntó cómo sería si se le hubiera permitido crecer siendo un hombre. Hubo algo en la manera de volver la cabeza, una inflexión en el tono de voz, que le recordó a Justiniano. Sucedió de repente, cuando él frunció el entrecejo y se inclinó para mirar más detenidamente una hierba.

– Voy a tener que coser los bordes de la herida -avisó Anastasio-. De lo contrario, tardará mucho tiempo en curarse y dejará una cicatriz peor. Lo siento, pero va a resultaros desagradable.

– En ese caso, hacedlo deprisa -le ordenó Zoé-. Quiero que se cure. Y no me importa que haya sangre por todas partes. Anastasio enhebró una de las agujas con hilo de seda. -Ahora os ruego que no os mováis en absoluto. No quisiera causaros más dolor del necesario. ¿Preferís que Tomáis os sujete?

Zoé lo miró y le sostuvo la mirada de aquellos ojos grises e inmutables. Era la primera vez que lo miraba tan fijamente. Anastasio tenía pestañas largas y ojos muy bellos, pero era la inteligencia que brillaba en ellos lo que la estimuló, incluso la alarmó. Fue como si la mente de él tocase la suya y le leyera el pensamiento mucho más íntimamente de lo que ella hubiera esperado.

El médico había empezado a coser, y Zoé no se había percatado de ello. Ahora observó la rapidez con que trabajaba y admiró su destreza.

– Por lo visto, actualmente estáis muy ocupado, Anastasio -señaló-. Vuestra fama se ha extendido. Son muchos los que me hablan de vuestra capacidad.

Él sonrió sin levantar la vista.

– Eso tengo que agradecéroslo a vos. A vos os debo mis primeras recomendaciones. Y estoy convencido de que fuisteis vos quien dio mi nombre a Irene Vatatzés. Desde entonces, la vengo tratando.

Zoé se quedó estupefacta y el cuerpo se le puso rígido de pronto.

– Perdonadme -se excusó Anastasio-. Ya casi he terminado.

Zoé tragó saliva.

– Habladme de Irene. Eso apartará mi pensamiento de lo que me estáis haciendo. ¿Cómo se encuentra, ahora que su esposo ha vuelto de Alejandría?

– Recuperándose -contestó Anastasio al tiempo que daba la última puntada y, con mucha delicadeza para no tirar de la piel, cortaba el hilo con una cuchilla-. Puede que le lleve un poco de tiempo.

– ¿Habéis conocido a su esposo?

Anastasio levantó la vista.

– Sí. Es un hombre interesante. Mencionó que os conocía. -De hace mucho tiempo. ¿Qué dijo?

Anastasio sonrió como si supiera exactamente lo que había en la mente de Zoé y en la de Irene.

– Dijo que erais la mujer más bella de Bizancio, no por vuestro rostro, ni por vuestra figura, sino por la pasión que lleváis dentro.

Zoé desvió la cara. No podía aguantar la mirada de Anastasio.

– ¿De veras? No me cabe duda de que lo dijo para molestar a Irene. Su mujer tiene mal genio, y eso a él lo divierte.

– ¿Y qué dijisteis vos? -exigió, volviendo a mirarlo a la cara. El color que le teñía las mejillas pasaba por representar enojo.

– La respuesta que di carecía de importancia -dijo Anastasio.

– Oh. ¿Y cuál fue?

– Le dije que no me encontraba en situación de valorar dicha opinión, pero que estaba convencido de que sin duda él estaba en lo cierto -respondió Anastasio.

Zoé lanzó una exclamación ahogada al presenciar su temple, sintió de nuevo el conocido calor en la cara y luego prorrumpió en carcajadas de puro placer.

Anastasio vertió un poco más de polvo en un saquito de seda y acto seguido depositó sobre la mesa un tarro de ungüento, a su lado.

– Tomad una cucharada de esto diluido en agua caliente una vez al día. -Le entregó una cuchara de cerámica ancha pero poco profunda-. Rasa, sin colmar del todo. Para aseguraros, pasad un cuchillo por encima. Evitará que la infección vaya a más. Y si empieza a escocer, aplicaos la pomada. Es muy posible que así sea, conforme vaya curándose. Volveré dentro de una semana para retirar algunos de los puntos, y el resto a la semana siguiente, más o menos. Pero si sentís angustia porque la herida se inflama o supura, mandadme llamar de inmediato. O si tenéis fiebre.

Cuando Anastasio se hubo marchado y Tomáis la hubo ayudado a bañarse y a ponerse ropa limpia, Zoé tomó vivida conciencia del dolor de la pierna, que iba en aumento. Para cuando cayó la noche le dolía con tanta intensidad que apenas podía pensar en otra cosa. Mandó que le trajeran agua caliente, midió la dosis de polvo que le había dejado Anastasio y lo vertió en la copa. Estaba a punto de bebérselo, cuando de pronto la asaltó una idea horrible. ¿Y si Gregorio estuviera valiéndose de Anastasio, tal vez la única persona ajena a su familia de la que ella se fiaba?

Con cuidado, por si acaso se la derramaba encima, tiró la medicina. Al principio pensó en destruirla por medio del fuego, pero advirtió justo a tiempo que podía tratarse de una sustancia que al arder desprendiera unos efluvios que fueran igualmente letales. Terminó por volcar todo el polvo en el agua caliente y tirarlo por el desagüe.


Al cabo de tres días el dolor se había intensificado. A pesar de que intentó paliarlo tomándose unos polvos suyos para eliminar la fiebre, la herida aparecía enrojecida e inflamada, y le escocía terriblemente. De vez en cuando se le iba la cabeza. Bebió un vaso de agua tras otro, que le supo todavía más salobre que de costumbre, y sin embargo tenía sed todo el tiempo.

Ya tenía la certeza de que detrás del percance sufrido estaba Gregorio, y de que de alguna manera se las había arreglado para introducir veneno en la herida.

– ¡Buscad veneno! -le dijo a Anastasio cuando llegó-. La herida está infectada. Están intentando matarme.

Anastasio la miró y observó la intensidad de sus ojos dorados, el rubor de su piel y por último la herida infectada de la pierna, que estaba empezando a supurar. La tocó muy suavemente con un dedo y después volvió a mirar a Zoé.

– ¿Habéis usado la medicina que os di? Y no mintáis, a no ser que queráis perder la pierna.

– No -respondió en voz baja-. Temía que el que ha querido envenenarme os hubiera utilizado a vos.

Anastasio asintió.

– Entiendo. En tal caso, más vale que volvamos a empezar por el principio. La infección ya es grave. Voy a quedarme aquí para vigilarla. Me interesa mucho que os recuperéis, mi reputación se vería muy perjudicada si murierais, de modo que vais a hacer lo que os diga. -Sonrió muy ligeramente, para sus adentros.

Se quedó cuidándola todo el día, y de entrada también toda la noche. Estuvo a su lado, hablándole mientras el dolor iba en aumento. Al principio eso irritó a Zoé. Pero paulatinamente comprendió que al responder a las preguntas que le hacía él pensaba menos en lo mucho que le dolía. En cierto modo, era un acto bondadoso por parte de Anastasio.

– ¿Demetrio? -dijo, contestando a la última pregunta que le había formulado el médico, sonriendo sin querer-. No se parece a su padre. Es más débil. ¿Que si está enamorado de Helena? Probablemente no. Enamorado del poder, sin duda. Él cree disimularlo, pero no es así. Es hijo de Irene, pero carece de la inteligencia de su madre. En cambio el dinero se le da de maravilla, igual que a ella. -Rio, pero fue algo tan interno que Anastasio no llegó a oír nada-. Helena cree que él la ama, pero es que cree muchas cosas. Infeliz.

– ¿La amaba Justiniano? -preguntó Anastasio fingiendo un interés somero, como si únicamente pretendiera distraerla del dolor.

– La aborrecía -respondió Zoé con sinceridad. ¡Maldita pierna, cómo le dolía! Se notaba un tanto mareada. ¿Iba a morir, después de todo?

Anastasio la obligó a tomar otro brebaje más que tenía un sabor horrible. ¿Se lo habría dado Gregorio? Escrutó sus ojos y vio algo en ellos, pero ¿qué, aparte de curiosidad?

– Anastasio -susurró.

– ¿Sí?

– Si mañana aún sigo con vida, os diré por qué Justiniano Láscaris mató a Besarión. ¡El muy necio! No acudió a mí, que era la única persona que le habría creído. Ahora lo veo con toda claridad. Fue el único error que cometió, pero le costó todo. ¡Idiota!

La expresión de Anastasio era la de una persona que acaba de recibir una bofetada, una mezcla de palidez mortal y puntitos rojos en las mejillas, semejantes a verdugones. Zoé sintió que la estancia comenzaba a girar a su alrededor. Estaba cada vez más delirante a causa de la fiebre. Anastasio la obligó a beber algo que sabía todavía peor que el brebaje anterior, pero cuando despertó a media mañana se sentía muy recuperada. Anastasio la miraba sonriente.

– ¿Os sentís mejor? -preguntó con cierta satisfacción.

– Mucho mejor. -Lentamente se incorporó en el lecho, y Anastasio le dio de beber algo que resultó agradable-. Os lo agradezco.

El médico la instó a recostarse de nuevo. Era más fuerte de lo que ella pensaba. O quizás ella estuviera más débil.

– Ya es de día -observó Anastasio.

– ¡Ya lo veo! -saltó Zoé.

Por los ojos de Anastasio cruzó una sonrisa.

– Y bien, ¿vais a decirme por qué Justiniano fue un idiota por no fiarse de vos? -replicó Anastasio en tono cortante-. ¿O el idiota he sido yo por creerlo?

De pronto se acordó.

– ¿Qué es lo que acabáis de darme? -exigió saber Zoé. Anastasio sonrió.

– No habéis respondido a mi pregunta.

– Justiniano sabía que Besarión era un inútil -dijo Zoé con voz queda-. Que habría sido un desastre sentarlo en el trono. Pero los demás no le creyeron. Lo habían apostado todo por él y los planes estaban muy avanzados. La única manera de interrumpirlos era matar a Besarión. Antonino creyó a Justiniano y por eso lo ayudó. -Casi soltó una carcajada al pensar en ello, salvo que sería una reacción fútil-. Qué idiota. Yo le habría creído y le habría impedido que hiciera aquello. Sin mí no habrían podido hacer nada. Pero Justiniano no se fio. ¿Qué es lo que he bebido?

Anastasio la miraba fijamente, como si estuviera en trance.

– ¿Qué es lo que acabo de beber? -repitió Zoé, más enfadada y asustada de lo que habría deseado.

– Una infusión de camomila -contestó Anastasio-. Es buena para la digestión. Unas hojas de camomila en agua caliente, nada más. Os sabe amarga porque habéis estado enferma, y eso altera el paladar.

No quería sentir admiración por Anastasio, y el hecho de confiar en él le producía una sensación curiosa; en cambio, en lo que tenía que ver con la medicina confiaba en él. Por fin se recostó en el lecho, contenta por el momento.

Tres días después empezó a recuperar las fuerzas. La herida dejó de estar tan enrojecida y la hinchazón comenzó a disminuir. Al cabo de una semana Anastasio declaró que la evolución era satisfactoria y anunció que se marchaba y que regresaría dentro de otros tres días. Zoé le dio las gracias, le pagó generosamente y además le regaló una cajita de plata, esmaltada e incrustada de aguamarinas. Él la acarició con delicadeza fijándose antes en lo bella que era y después miró a Zoé. Por su expresión se advertía que la apreciaba profundamente, y Zoé sintió gran satisfacción. Le dijo que podía irse.

Se alegró de que le hubiera gustado. Anastasio la había atendido no sólo con habilidad, sino también con delicadeza. Se había sentido presa del pánico al verse tan vulnerable. Aquello no podía continuar así.

Había una idea que estaba empezando a tomar forma en su cabeza. Haría que la muerte de Gregorio contara para algo. Idearía un modo de que la culpa recayera sobre Giuliano Dandolo; así podría soportar el acto de matar a Gregorio. Incluso podía encargarse ella misma.

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