CAPÍTULO 88

Ana, tras recibir el aviso, acompañó al mensajero de Zoé, pálido como la cal, hasta su casa. Sabas la estaba esperando y la condujo inmediatamente al lecho de su señora. Tomáis estaba a su lado con el rostro impasible.

– El obispo Constantino la ha excomulgado de la Iglesia-dijo Sabas-. Dios la ha castigado, pero aún vive. Os ruego que la socorráis.

Ana se acercó y observó a Zoé. Tenía la túnica arrugada y estaba en una postura extraña, como si la hubiera colocado así una persona que no se había atrevido a tocarla de forma más íntima. Los ojos estaban casi cerrados, pero respiraba con bastante regularidad. Sin pensárselo, Ana le palpó el vientre y los muslos por encima de la túnica y después le tomó el pulso; era débil, pero regular.

– ¿No ha sido obra del obispo? -inquirió Tomáis.

Ana titubeó. Constantino no era capaz de envenenarla ni de golpearla. Tal vez la hubiera aterrorizado hasta el punto de causarle un ataque, si le había infundido el pánico a sufrir un castigo divino, a perder toda la luz y toda la esperanza.

Tocó con suavidad la mano de Zoé. Estaba tibia. No estaba muerta, ni siquiera agonizante.

– No debemos permitir que coja frío -dijo en voz alta-. Y ponedle un poco de ungüento en los labios para que no se le sequen más. Yo voy a buscar unas hierbas y enseguida vuelvo.

Tomáis se la quedó mirando con una expresión de profunda duda, tal vez miedo.

– Es posible que Dios la haya golpeado -dijo Ana con voz queda-. Si le arrebata la vida, será la sentencia impuesta por Él, pero no la mía.

Ana hizo todo lo que pudo por Zoé, esperando y vigilando por si se producía algún cambio en su estado. En la quinta noche se sentó en un rincón de la habitación, medio dormida, junto a un biombo pintado y taraceado. La estancia se encontraba casi a oscuras; a poca distancia de Zoé, sobre la mesa, ardía una vela que arrojaba justo un resplandor suficiente para distinguir su contorno, pero no lo bastante para iluminarle el rostro.

Aún no había abierto los ojos, ni tampoco se había movido, aparte de un leve desplazamiento de la mano. Ana no sabía si podría moverse de nuevo. Pensando en la destrucción que había causado, debería alegrarse, pero la aturdió experimentar en cambio un sentimiento de pérdida y una inquietante compasión.

Casi la había vencido el sueño cuando de pronto, aterrorizada, tuvo conciencia de que había otra persona en la habitación. Era alguien que se movía sin hacer ruido, poco más que una sombra deslizándose por el suelo. No podía ser un sirviente, habría dicho algo.

Se quedó inmóvil en el sitio, conteniendo la respiración. Observó que el intruso se aproximaba a la cama. Se trataba de un hombre de baja estatura, y no vestía túnica sino una camisa y unos pantalones. Tenía una barba en punta, y cuando se acercó a la luz de la vela Ana vio que poseía unas facciones bien definidas, finas e inteligentes. No llevaba nada en las manos.

Comenzó a pensar a toda velocidad. A juzgar por el bulto que le formaba la ropa en la cadera, dedujo que llevaba un cuchillo al cinto, y Zoé se encontraba indefensa. Si se pusiera a gritar, no habría nadie que estuviera lo bastante cerca para oírla o para llegar a tiempo de socorrerla. Ella misma estaría muerta para entonces.

Debía moverse sin hacer ruido, de lo contrario el intruso la oiría y atacaría, probablemente primero a Zoé, y después a ella. No tenía nada cerca, ningún cuenco grande, ningún candelabro. Pero estaba el tapiz. Si lo arrojase encima del intruso, tal vez lo confundiera durante el tiempo suficiente para echar mano de la palmatoria que había sobre la mesa.

– Zoé -llamó el intruso en voz baja-. ¡Zoé!

¿Es que no se daba cuenta de que no estaba dormida, sino inconsciente? No, gracias a Dios la vela era pequeña y estaba lo bastante alejada para que su rostro quedara en sombra.

– ¡Zoé! -exclamó con más urgencia-. Todo va bien. Sicilia es un auténtico polvorín. Una chispa, una sola palabra o movimiento desatinado, y arderá como un bosque. Dandolo se ha empleado a fondo, pero apenas ha sido de utilidad para nuestro propósito. Con que me digáis una sola palabra, yo mismo lo mataré; una actuación rápida, y estará listo. Usaré la daga con el emblema de los Dandolo que vos le regalasteis. -Dejó escapar una risa leve-. Así sabrá que quien le envía ese mensaje de muerte sois vos.

Ana rompió a sudar. Sucediera lo que sucediera, no debía moverse ni producir el más ligero ruido. Si aquel hombre descubría que estaba en la habitación, también la mataría a ella. Sintió un picor en la nariz. Notó la boca seca. El intruso todavía estaba sentado en silencio al lado de Zoé.

En eso, oyó unas pisadas al otro lado de la puerta, luego una llamada breve, y la hoja se abrió. El intruso se deslizó como una sombra en dirección al tapiz. En el momento en que se abrió la puerta, Ana se volvió. Sólo entonces, con aquel poco más de luz, acertó a ver que una de las ventanas no estaba cerrada del todo.

Ana se rebulló, como si acabara de despertarse.

– Voy a buscar un poco de vino -dijo con voz soñolienta-. ¿Te importa traerme unos pastelillos? Tengo hambre.

Ana fue hacia la puerta sin mirar siquiera las sombras del otro lado de la cama de Zoé, el rincón en que se había ocultado el intruso fundiéndose con la oscuridad. A Zoé no le haría nada, y si ella se ausentaba unos minutos de la habitación, se marcharía igual que había llegado, por la ventana, y se perdería en la noche.

Debía cerciorarse de que en adelante todas las puertas y ventanas se cerraran con más cuidado.


Dos días después Zoé abrió los ojos aturdida, asustada y sin poder hablar. Lo intentó, pero sólo consiguió emitir sonidos ininteligibles y animalescos. Tomáis probó a ofrecerle una pluma y un papel; ella aferró la pluma con mano torpe, trazó unos cuantos garabatos en aquella superficie blanca y se rindió.

Helena fue informada de que su madre se había despertado pero no podía hablar. Vino, contempló a Zoé con un placer extraño, y acto seguido dio media vuelta y se fue. Entonces fue cuando Zoé pronunció la primera palabra comprensible:

– Ana… -dijo con toda claridad.


Fue una operación lenta. Para el final de la jornada Zoé había logrado articular algo más, palabras sencillas y nombres, peticiones, así como realizar algún movimiento un poco más coordinado. Ana observó el terror que reflejaban sus ojos y, sin quererlo, sintió una profunda compasión por ella. Ojalá hubiera muerto sin más, al primer golpe de la apoplejía, en lugar de ir deteriorándose así, paso a paso.

Además, sabía que si se recuperaba regresaría el intruso y ella le daría la orden de asesinar a Giuliano. Si no podía detener a Zoé, ¿podría encontrar al intruso y detenerlo a él? Sólo había un hombre del que se fiaba y que tenía suficiente poder para ayudarla: Nicéforo.

Cuando llegó al palacio Blanquerna, ya era tarde y llovía. Tuvo que discutir por espacio de varios minutos hasta persuadir al guardia de que le permitiera entrar y después molestar a Nicéforo para que la recibiera.

El eunuco parecía preocupado, tenía una expresión grave y todavía nublada por el sueño, y sus mejillas imberbes se veían flojas.

– ¿Qué ocurre? -preguntó nervioso-. ¿Ha muerto Zoé?

– No, no ha muerto -repuso Ana-. De hecho, quizá se recupere del todo. Mejora muy deprisa y posee una voluntad de hierro.

Ana le relató en pocas palabras el episodio del intruso, que creía que Zoé le estaba oyendo y prometió matar a Giuliano en cuanto ella le diera la orden.

– Está intentando provocar un levantamiento en Sicilia, contra Carlos de Anjou… creo -añadió Ana-. Pero Giuliano Dandolo es un aliado, no un enemigo. Si destruimos a aquellos que nos prestan un servicio, o si permitimos que los destruyan, la próxima vez que lo necesitemos no encontraremos a nadie que quiera ayudarnos. Y siempre va a haber una próxima vez.

Nicéforo esbozó una sonrisa.

– Por tu descripción, tuvo que tratarse de Scalini. No pienso permitir que asesinen a Dandolo, al menos por orden de Zoé. Lo que le suceda en Sicilia queda fuera de mi alcance. Según mi parecer, Scalini ya ha cumplido su misión. Además, es una marioneta de Zoé, no nuestra.

– ¿Tú crees? -se apresuró a decir Ana.

– Desde luego. -Nicéforo mostraba una expresión sombría-. Pero yo sé dónde encontrarlo. No saldrá de Constantinopla, te lo prometo.

– Gracias -dijo Ana con profunda gratitud-. Muchas gracias.

Zoé continuó recuperándose. Al cabo de unos días más ya podía formar frases, aunque todavía había muchas palabras que se le resistían. Empezó a comer y a beber todas las hierbas que le preparó Ana. Cosa sorprendente, fue una buena paciente, obedecía todas las instrucciones, y por lo tanto fue mejorando.

Dos semanas después del primer ataque, los cuatro hermanos Skleros declararon en público su absoluta lealtad al emperador Miguel en sus esfuerzos para salvar al imperio, y en privado, en lugar de efectuar una generosa donación a la Iglesia, entregaron una parte significativa de su fortuna a Zoé, para que ésta continuara suscitando las revueltas civiles que pudiera en los dominios de Carlos de Anjou.

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