CAPÍTULO 26

Pero el encargo de Palombara tenía los días contados. Inocencio falleció a mitad de año, cinco meses después de acceder al trono. El 9 de julio de 1276, tras un breve cónclave, se eligió Papa a Ottobono Fieschi, el cual tomó el nombre de Adriano V. Y después, cosa increíble, al cabo de sólo cinco semanas éste también murió. ¡Ni siquiera había tenido tiempo para ser consagrado! Aquello era de locos. ¿Cómo se podía atribuir a Dios? ¿O era la manera que tenía Dios de decirles que se habían equivocado al elegir Papa? La situación estaba decayendo en una farsa. ¿Es que nadie oía la voz de la inspiración divina?

¿O sería, tal como siempre había temido Palombara en lo más recóndito de su alma, que no existía ninguna voz divina? Si en efecto Dios había creado el mundo, desde luego hacía mucho que había perdido el interés por los autodestructivos caprichos de éste, por sus frágiles sueños y sus incesantes e inútiles disputas. Sencillamente, el hombre estaba demasiado ocupado en cuidar de sí mismo para percatarse ni entender nada.

Fuera hacía calor, el calor achicharrante del pleno verano de Roma, y ahora iban a tener que acudir los cardenales de todos los rincones de Europa para volver a empezar. Algunos de ellos posiblemente ni siquiera habían regresado a su casa desde el último cónclave. Qué absurdo.

Palombara paseó lentamente alrededor de aquella casa que en otro tiempo había amado tanto. Contempló las hermosas pinturas que había ido coleccionando a lo largo de los años y apreció la destreza de las pinceladas, la maestría en el equilibrio y las líneas, pero esta vez no lo conmovió la pasión que anidaba en el alma del artista. Ni siquiera El camino de Emaús le trajo la paz que necesitaba.

Acudiría él mismo a ver a Carlos de Anjou, sin perder tiempo en charlas con personas como Masari. Averiguaría si aún tenía interés en la posibilidad de auparlo a él al trono. Antes de ir, decidiría exactamente qué ofrecerle al rey de Nápoles y qué no ofrecerle.

Treinta días después estaba en presencia de Carlos, en la enorme villa que poseía éste a las afueras de Roma. Era un hombre de un inmenso poderío físico, con un pecho fuerte y grueso, vibrante de fuerza como el fuego de una forja.

Parecía incapaz de quedarse quieto, por lo que se trasladaba de una parte de la estancia a otra, de una pila de papeles que contenían sus órdenes, que compulsivamente mandaba copiar por triplicado, hasta un escribano que estaba tomando notas, y luego hasta otro. Tenía sobre una mesa tinta y pluma para sí mismo, a fin de corregir lo que él consideraba errores. Su ancha frente brillaba de sudor, y su fuerte rostro se veía arrebolado.

– ¿Y bien? -inquirió-. ¿Con qué finalidad habéis venido a verme, excelencia? -En su expresión había una chispa de diversión y una inteligencia penetrante.

Palombara era muy consciente de que no podía manipular a aquel hombre, y de que sólo un necio intentaría algo semejante.

– Como senador de Roma que sois, vuestro voto tendrá un gran peso en el cónclave de los Papas, sire -respondió Palombara.

– Un solo voto -señaló Carlos con ironía.

– Yo diría que es más que eso, mi señor -replicó Palombara-. A muchos hombres los inquieta lo que podáis opinar vos.

– Por su ambición. -No era una pregunta, sino una respuesta.

– Desde luego. Pero también por el futuro de la cristiandad -indicó Palombara-. En estos momentos dependen del resultado más cosas que nunca desde la época de san Pedro. -Sonrió sin titubear-. Y lo que posiblemente está en el aire más que ninguna otra cosa es la siguiente: ¿podremos conseguir que Bizancio se una a nosotros de un modo fructífero y no sea una fuente de constantes tensiones?

– Bizancio -repitió Carlos, pronunciando con detenimiento-. En efecto.

Se hizo el silencio en la estancia.

– Habéis sido legado en Constantinopla -observó Carlos, reanudando su continuo pasear por la habitación, rozando el suelo de mármol con sus botas de cuero. Pasó de la sombra a la luz del sol que penetraba por los ventanales, y otra vez a la sombra-. Dijisteis al Santo Padre que los bizantinos no iban a ceder ante Roma. -Se volvió a tiempo para ver la cara de sorpresa de Palombara antes de que éste pudiera disimularla-. Esa marea de resistencia, ¿es lo bastante fuerte para perdurar, digamos, otros tres años o así? Palombara comprendió de inmediato.

– Eso podría depender de en qué condiciones insista Roma, sire. Carlos exhaló suavemente.

– Tal como suponía. Y si vos fuerais Papa, ¿qué condiciones diríais que no podrían aceptarse, ni siquiera para asegurarnos una victoria como la sumisión de la Iglesia ortodoxa y la unidad de la cristiandad?

Palombara sabía con toda exactitud a qué se refería.

– Estamos hablando de unidad política -dijo con cautela pero en tono ligero, como si todo estuviera ya entendido entre ellos-. La unidad de intenciones nunca ha constituido una posibilidad. La obediencia tal vez, pero las creencias no.

Carlos aguardó, sonriendo despacio.

– No veo virtud alguna en facilitar dicha unión si ello significa renunciar a cuestiones básicas de fe que han servido para mantener las lealtades que tenemos en el resto del mundo -respondió Palombara. Fue un discurso de lo más santurrón, pero sabía que Carlos lo iba a entender. Carlos necesitaba un Papa que retrasara cualquier acto de unión exigiendo condiciones a las que Bizancio no pudiera ceder. ¿Y quién mejor para juzgar aquello que precisamente Palombara, que ya había discutido de ello con Miguel?

– Vuestra comprensión está a la par de la mía. -Carlos se relajó y se fue a otra parte de la sala caminando con soltura, desaparecida toda la tensión-. Entiendo que bien podría ser la voluntad de Dios que tuviéramos un Papa dotado de esa capacidad para percibir la naturaleza de las personas, en vez de un ideal que no se ajusta a la realidad. A tal fin, haré uso de toda la influencia que pueda ejercer. Os agradezco que me hayáis concedido vuestro tiempo y vuestro saber, excelencia. -Su sonrisa se ensanchó-. Tendremos ocasión de prestarnos servicio el uno al otro… y a la Santa Madre Iglesia, naturalmente.

Palombara se excusó y salió. Cruzó bajo la sombra de los arcos hacia el intenso sol. Hasta los cipreses, semejantes a llamas inmóviles en el aire quieto, parecían cansados. No soplaba nada de viento que agitara sus ramas.

Era absurdo suponer que los Papas se morían continuamente porque no estaban llevando a la práctica la voluntad de Dios; sin embargo, no conseguía quitarse aquella idea de la cabeza; la notaba todo el tiempo dando vueltas al borde de su comprensión, era una única razón que daba sentido a todo.

Dejó vagar la imaginación, saboreó las ideas, se recreó en ellas igual que un gato disfrutando del sol.

El cónclave estaba dividido en dos grandes facciones: los que estaban a favor del francés Carlos de Anjou y los italianos que estaban en contra de él. Tuvo lugar la primera votación, y Palombara, loco de alegría, se situó en la cresta de la ola, a tan sólo dos votos de ser elegido. Si estiraba los dedos, casi podía tocar la corona.

El 13 de septiembre se llevó a cabo la votación definitiva.

Palombara esperó. Llevaba varios días sin dormir apenas, despierto en la cama, debatiéndose entre la esperanza y la burla de sí mismo. Incluso se puso de pie ante el espejo y se imaginó vestido con los ropajes de pontífice, y miró su mano esbelta y fuerte y vio en ella el anillo papal.

Esperó, como todos los demás, demasiado tenso para quedarse sentado, demasiado cansado para pasear más allá de unos instantes.

Perdió la noción del tiempo. Tenía hambre y aún más sed, pero no se atrevía a salir.

Y por fin, de pronto, todo terminó. Un orondo cardenal de ropajes ondulantes y rostro sudoroso anunció que la cristiandad tenía un nuevo Papa.

El corazón estuvo a punto de ensordecerlo con sus latidos. Se había elegido a un portugués de setenta y un años, filósofo, teólogo y doctor en medicina, Pedro Juliani Rebolo, con el nombre de Juan XXI. Palombara se enfureció consigo mismo por no haberlo previsto. ¿Cómo había podido ser tan necio? Se quedó en aquel hermoso salón con una sonrisa fija en la cara, como si por dentro no se sintiera aplastado por la pesada losa de la desilusión, como si el dolor que lo inundaba no fuera intolerable. Sonrió a hombres que odiaba, intrigantes y conspiradores a los que tan sólo unas horas antes había cortejado. ¿Realmente era aquel portugués filósofo y antiguo médico el hombre que había escogido Dios para que ocupara el trono de San Pedro?

A su alrededor todos lanzaban vítores y gritaban, sin bien con falsa alegría. Algunas voces, como la suya, sonaban a decepción y a miedo de perder el puesto. Todo el mundo sabía quién se había inclinado hacia dónde, a favor o en contra. Pero nadie sabía qué pactos se habían negociado ni qué precios se habían ofrecido o pagado secretamente.

A los pocos días lo llamó a su presencia otro nuevo Santo Padre, y una vez más cruzó la plaza y subió los escalones que llevaban a las grandes arcadas. Una vez dentro, recorrió los ya familiares pasillos que conducían a los aposentos papales.

Hizo una genuflexión y besó el anillo del sumo pontífice, y de nuevo declaró su fe y su lealtad mientras su cerebro pensaba a toda prisa cuál podía ser el motivo de aquella llamada. ¿Qué tarea inferior le encomendarían para alejarlo de Roma y trasladarlo a un lugar en que su ambición se enfriara debidamente y no pudiera causar problemas? Probablemente a algún punto del norte de Europa, donde se congelaría durante todo el verano y todo el invierno.

Cuando Palombara levantó la vista encontró a Juan sonriente.

– Mi predecesor, Dios se apiade de su alma, desperdició vuestro talento en buscar apoyos para la cruzada, aquí en Italia -dijo en tono calmo-. Lo mismo que el bueno de Inocencio.

Palombara esperó el golpe.

Juan suspiró.

– Poseéis a la vez habilidad y experiencia en la cuestión del cisma existente entre nosotros y la Iglesia griega ortodoxa. He estudiado vuestras cartas sobre dicho asunto. -Serviríais mejor a Dios y a la causa de la cristiandad si regresarais a Constantinopla, como legado enviado a Bizancio, con la especial responsabilidad de continuar la labor de subsanar las diferencias que hay entre nosotros y nuestros hermanos.

Palombara tomó aire muy despacio y volvió a exhalarlo en silencio. El sol que iluminaba la estancia era tan intenso que le hería los ojos.

– Es de la mayor importancia -dijo Juan con gravedad, escogiendo las palabras con cuidado y un leve acento portugués- que dediquéis a dicho fin todas vuestras oraciones y toda vuestra diligencia. -Sonrió apenas-. Necesitamos que Bizancio no sólo afirme de palabra que desea unirse a Roma, sino que además lo haga de verdad. Necesitamos ver esa obediencia y poder demostrársela al mundo. Atrás han quedado los días en que podíamos permitirnos el lujo de ser benévolos. ¿Me entendéis, Enrico?

Palombara escrutó el rostro del nuevo Papa.

¿O sería que Juan, debajo de aquel rostro insulso, era mucho más perspicaz de lo que imaginaban todos y estaba dispuesto a emplear cualquier herramienta que tuviera en su mano y manejarla del modo que mejor conviniera a sus propios fines? ¿Su nuevo cargo tenía como fin sacarlo a él de Roma y trasladarlo a Constantinopla, una ciudad que conocía y amaba? ¿A quién se lo debía? Sin duda había alguien deseoso de cobrar el favor prestado, pero ¿quién?

– Sí, Santo Padre -aceptó-. Haré todo lo que esté en mi mano para servir a Dios y a la Iglesia.

Juan asintió nuevamente, todavía sonriendo.

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