CAPÍTULO 93

Ana entró en la casa de Mocenigo tan sólo con una vaga idea de que aquél era el lugar en que Giuliano había vivido tanto tiempo, pues su pensamiento estaba dedicado al estado de Mocenigo. Nada más entrar percibió la angustia y el miedo. Reinaba ese peculiar silencio tenso que sobreviene cuando un ser que nos es muy querido está pasando por un sufrimiento profundo que seguramente desembocará en la muerte.

Teresa, la esposa de Mocenigo, salió a su encuentro a la puerta de la habitación del enfermo. Estaba pálida y ojerosa a causa de la falta de sueño, y llevaba el cabello recogido en la nuca simplemente para apartárselo de la cara, sin pretender ningún arreglo especial.

– Me alegro de que hayáis venido -dijo con sencillez-. Mi esposo está muy enfermo, y al parecer la última medicina que ha tomado lo ha puesto peor. Confiamos plenamente en el obispo Constantino. Dios es nuestro último refugio, aunque no sé si quizá debería haber sido el primero.

Ana se dio cuenta de que tal vez Mocenigo fuera partidario de un milagro, pero estaba claro que su esposa no. Pero daba igual, ya era demasiado tarde. Acompañó a Teresa al interior de la habitación de Mocenigo.

Allí no se podía respirar. El sol calentaba el tejado y las ventanas estaban cerradas. Olía a fluidos corporales, a dolor y a enfermedad.

Mocenigo estaba tendido en la cama, con el rostro hinchado y enrojecido, brillante de sudor, y tenía ampollas alrededor de la boca. El frasco de líquido que llevaba Ana en el bolsillo no parecía ser un remedio suficiente para la terrible angustia que padecía el enfermo.

Mocenigo abrió los ojos y la miró sonriendo, a pesar del dolor que casi lo tenía consumido.

– Me parece que va a hacer falta un milagro para que me recupere de ésta -comentó con un humor negro que le iluminó el rostro un instante y después desapareció-. Pero aunque sólo fuera por uno o dos días valdría la pena, si sirve para fortalecer la fe del pueblo. Bizancio ha sido bueno conmigo, y me gustaría recompensárselo… un poco.

Ana no dijo nada. El engaño que entrañaba aquella idea la entristeció, y sintió odio hacia Constantino por haberla obligado a formar parte de él. Sin embargo, era posible que Mocenigo estuviera en lo cierto y aquello resultara enriquecedor para el pueblo. Era el último regalo que hacía a sus seres queridos.

En eso se oyó un rumor amortiguado procedente del exterior, como si la gente estuviera concentrándose. Se había propagado la noticia de que Mocenigo agonizaba y de que Constantino iba a acudir a verlo en breve. ¿Qué era lo que los empujaba, la pena o la esperanza?, ¿o ambas cosas?

Se oyó un clamor seguido de vítores. Ana comprendió que acababa de llegar Constantino. Al momento se presentó uno de sus criados en la puerta de la alcoba del enfermo solicitando que éste fuera trasladado al balcón, donde pudieran verlo quienes lo aclamaban.

Ana dio un paso al frente para impedírselo.

– No podéis…

Pero se vio arrollada. El sirviente de Constantino estaba dando órdenes y otras personas, supuestamente los criados de Mocenigo, estaban entrando ya, con expresión solemne y preparándose para tender a su amo en una litera y sacarlo al balcón. Nadie le hacía caso a ella, que era un simple médico, mientras que Constantino hablaba por Dios.

Salió ella también. Mocenigo se encontraba tan mal que no dijo nada, estaba demasiado débil para protestar. Su esposa, con el semblante ceniciento, se limitó a obedecer las órdenes del sirviente de Constantino.

Tenían a sus pies a más de doscientas personas, y pronto serían trescientas, y luego cuatrocientas.

Constantino se detuvo en el peldaño más elevado, con las manos en alto para imponer silencio.

– No he venido a administrar a este buen hombre los últimos sacramentos ni a prepararlo para la muerte -exclamó con voz clara.

– ¡Más vale que nos preparéis a todos! -gritó alguien-. ¡Estamos tan muertos como él!

Se elevó un clamor de aprobación y varias personas levantaron el brazo.

Constantino alzó las manos todavía más alto.

– La amenaza es real, y terrible -exclamó con fuerza-. Pero si la santa Madre de Dios está con nosotros, ¿qué puede importar que tengamos en contra a todos los hombres y todas las legiones de las tinieblas?

El clamor cesó. Algunas personas se santiguaron.

– He venido a preguntar a Dios cuál es su voluntad -continuó Constantino-. Y si él quiere, rogad a la Santísima Virgen que permita que este hombre sea curado de su aflicción, como una señal de que también nosotros seremos curados de la nuestra y salvados de la abominación de los invasores.

Sobrevino un momento de incredulidad. Todos se miraron unos a otros, confusos y apenas esperanzados. Entonces se reanudaron los vítores con más estruendo que antes, con un atisbo de histeria. Deseaban creer, sabían que la fuerza de la fe era capaz de hacer posible aquel milagro y de convertir en realidad las esperanzas más descabelladas.

Constantino sonrió, bajó las manos y volvió la vista hacia Mocenigo. Éste se encontraba frente a él, tumbado en la litera y respirando de forma superficial, pero al parecer estaba tranquilo.

El público se sumió en un silencio sepulcral, casi petrificado. Nadie movió ni un dedo.

Constantino bajó las manos y las posó en la cabeza de Mocenigo.

Ana, cada vez más presa del pánico, buscó a Vicenze entre la multitud, y entonces lo vio, cerca de ella pero no en primera fila, como si fuera únicamente un testigo. Mejor así.

La voz de Constantino se elevó, nítida y cargada de emoción. Invocó a la Santísima Virgen para que sanara a Andrea Mocenigo en pago de su fe y como señal para el pueblo de que todavía seguía velando por él y lo preservaría frente a toda adversidad.

De pronto Vicenze se adelantó y, cuando Constantino incorporó a Mocenigo, le entregó agua y juntos atendieron al enfermo. Después Vicenze retrocedió hasta su sitio.

Todo el mundo aguardó. El aire estaba cargado de esperanza y miedo.

Entonces Mocenigo lanzó un grito terrible y se llevó una mano a la garganta retorciéndose de dolor. Se asía la ropa y lanzaba alaridos sin parar.

Ana corrió a auxiliarlo abriéndose paso por entre el gentío, aunque ya sabía que era demasiado tarde. El antídoto que le había dado Vicenze a Mocenigo era veneno. A lo mejor habían cambiado la sustancia que le habían administrado, y la que llevaba ella también lo envenenaría. No se atrevió a emplearla en lo que a aquellas alturas ya era un intento inútil.

Mocenigo se asfixiaba. Ana llegó a su lado justo en el momento en que tuvo un espasmo y se cayó de la litera vomitando sangre. No había nada que pudiera hacer ella, salvo sostenerlo para que no se ahogara. Aun así, transcurrieron sólo unos momentos hasta que sufrió una última convulsión y el corazón le dejó de latir.

El hombre que estaba más cerca lanzó un aullido de terror y de rabia y arremetió con todas sus fuerzas contra Constantino, que perdió el equilibrio. Al momento lo siguieron otros más, vociferando y lanzando puñetazos. Levantaron en vilo al obispo y lo arrastraron sin dejar de insultarlo y golpearlo en la cabeza y en la cara, de propinarle puntapiés y lanzarle todo lo que encontraron a mano: botellas, bastones, bolsas de frutas y verduras. Daba la impresión de que su intención era despedazarlo.

Ana quedó horrorizada al contemplar aquella salvajada, y aunque Constantino estaba siendo apaleado y arrojado de un lado para otro, acertó a ver el terror en su rostro. Entre la chusma había otra cara que reconoció, la de Palombara. Las miradas de ambos se cruzaron un instante, y Ana comprendió que Palombara ya había previsto aquello: era el plan de Vicenze, el veneno, la violencia.

Ana depositó a Mocenigo sobre la litera. Ya no podía hacer nada por él, excepto cubrirle el rostro para procurar un poco de intimidad a aquel último dolor. Acto seguido se lanzó hacia delante y se puso a golpear a todos los que le cerraban el paso, gritándoles que dejaran en paz a Constantino.

– ¡Basta! -chilló hasta que le dolió la garganta-. ¡No lo matéis! Es un asesinato. No voy a… ¡Por el amor de Dios, dejadlo ya!

De pronto sintió un puñetazo en la espalda y en los hombros que la hizo caer de bruces contra el hombre que tenía delante, y seguidamente otro golpe que le dobló las rodillas. A su alrededor veía solamente caras distorsionadas por el terror y el odio. El estruendo era indescriptible. Así debía de ser el infierno, una furia ciega y enloquecida.

Ana consiguió ponerse de pie y a punto estuvo de caer de nuevo. Empezó a moverse en la dirección en que se habían llevado a Constantino. Gritó preguntando a la gente, pero nadie le hizo caso. De repente se oyeron unos aullidos de terror; una voz de hombre, estridente e irreconocible, espeluznante por la indignidad de su desnudez. ¿Sería Constantino, reducido a lo más bajo?

Palombara la vislumbró un instante y la perdió de nuevo. Sabía lo que estaba haciendo, y comprendía el horror y la compasión que debía de sentir. El breve segundo en el que se cruzaron sus miradas resultó tan revelador como si él sintiera lo mismo: aquella pasión por la vida, aquel coraje incapaz de dar la espalda a nada, costara lo que costase. Ana era vulnerable; podía resultar malherida, incluso muerta, y él no podría soportarlo. Si desapareciera aquella luz, él no sería capaz de seguir viviendo.

De modo que se lanzó tras ella olvidando sus deberes de sacerdote, con la ropa desgarrada y los puños sangrando. Hizo caso omiso de los puñetazos que le caían encima. Ya sabía que lo odiaban, para ellos era un romano, un símbolo de todo lo que una y otra vez les había traído destrucción. No podía reprochárselo. Aun así, debía llegar hasta Ana y sacarla de allí; lo que sucediera después quedaba en manos de Dios.

De pronto recibió otro golpe que casi lo dejó inconsciente. Le causó un dolor que lo aturdió y le robó el aliento. Tuvo la sensación de que pasaron minutos hasta que logró recuperar el equilibrio, pero debieron de ser sólo unos segundos. Chillando, se abalanzó contra un individuo gigantesco que se erguía frente a él, y le propinó un puñetazo. Fue una gozada librarse de todo el lastre, de toda la furia y la frustración que había acumulado durante toda su vida. Por un instante, aquel hombre fue como la personificación de todos los cardenales que habían mentido y confabulado, de todos los Papas que habían incumplido lo prometido, que habían respondido con evasivas, que habían inundado el Vaticano de aduladores suyos, que habían sido cobardes cuando debían ser valientes, que habían actuado con arrogancia cuando deberían haber mostrado humildad.

El hombre se desplomó con los dientes rotos por el puñetazo de Palombara y echando sangre por la boca. ¡Diablos, cómo dolía! Palombara sintió un agudo dolor en la mano que le subió hasta el hombro, y fue entonces cuando reparó en el fragmento de diente, parecido al hueso, que se le había quedado incrustado en los nudillos.

¿Dónde estaba Ana? Debía encontrarla, evitar que la matasen. De nuevo se lanzó hacia delante a base de golpes y manotazos, aunque fueron numerosos los golpes que lo alcanzaron a él. Tenía en el hombro una herida que sangraba copiosamente, y sentía dolor al respirar.

De repente vio a Ana enfrente de él, con la ropa cubierta de polvo y de sangre y luciendo una contusión en la mejilla. Había demasiado ruido para hablarle, de modo que se limitó a agarrarla del brazo y tirar de ella en la dirección que le pareció más apropiada para salir de allí. La protegió con su propio cuerpo, recibiendo los golpes que iban dirigidos a ambos. Uno de ellos le acertó en el pecho y le produjo un dolor tan intenso que tuvo que hacer un alto. Durante unos segundos le fue imposible introducir nada de aire en los pulmones. Era consciente de que ella lo estaba sosteniendo, porque sin darse cuenta había caído de rodillas. El gentío era ya un poco menos denso y dejaba ver un espacio libre más adelante.

– ¡Huid! -dijo con la voz rasposa-. Salid de aquí.

Pero ella no dejó de sostenerlo.

– No pienso abandonaros -replicó-. Respirad despacio, sin jadear.

– No puedo… -Palombara sentía una opresión cada vez mayor en el pecho y notaba en la garganta el sabor de la sangre. Cada vez le resultaba más difícil concentrarse y permanecer consciente-. ¡Huid!

Ana se inclinó hacia él y lo abrazó más estrechamente, como si quisiera transmitirle su fuerza. ¡Iba a esperar a su lado! Pero él no quería que esperase, quería que sobreviviese. Su pasión, con el coste que llevaba aparejado, le había demostrado a él que el infierno era peor y el cielo mucho más exquisito de lo que había soñado… y que ambos eran reales.

– ¡Por Dios, salid de aquí! -exclamó con la voz áspera y la boca llena de sangre-. No quiero morir por nada. No… No me hagáis eso. Dadme algo… -Todavía sentía los brazos de Anastasia alrededor, pero cuando la oscuridad comenzó a abatirse sobre él notó que ella lo soltaba, y de pronto aquella oscuridad se desvaneció. Supo que estaba sonriendo, justo lo que quería.


Ana se incorporó con dificultad. Al poco, se abrió un claro entre la muchedumbre y vio a un hombre que le tendía la mano. La tomó, y al momento se vio arrastrada fuera de aquel fragor y en un lugar calmo y polvoriento. Se abrió una puerta y pasó al interior de una casa. Dio las gracias a su salvador, un muchacho agotado y aterrorizado que no contaría más de veintipocos años.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó ella.

Estaba temblando, avergonzado de su debilidad.

– Sí -aseguró-, más o menos. Me parece que han matado al obispo.

Ana sabía que Palombara estaba muerto, pero aquel muchacho hablaba de Constantino. Para él, Palombara era un romano, y como tal carecía de importancia.

El joven se equivocaba. Constantino había recibido una tremenda paliza, pero seguía vivo y todavía consciente, aunque sufría mucho. Su sirviente, con los brazos ensangrentados y el rostro hinchado por los hematomas, acudió a Ana solicitando ayuda. Habían llevado al obispo al interior de una vivienda cercana cuyo propietario le había cedido su propia alcoba para que pudiera disfrutar del mejor lecho y la mayor comodidad que fuera posible.

Ana entró con el sirviente: no tenía otra alternativa.

El dueño de la casa y su esposa estaban esperando, pálidos y desencajados por la violencia, la tragedia y, sobre todo, lo que daba la impresión de ser una total falta de cordura.

– Salvadlo -rogó la esposa cuando Ana entró en la habitación. -Sus ojos le suplicaban a Ana que le diera alguna esperanza.

– Haré todo lo que pueda -le respondió Ana, y fue detrás del criado por la estrecha escalera que conducía a la planta de arriba.

Constantino estaba tendido en la cama y le habían quitado la dalmática, hecha jirones y manchada de sangre. Tenía la túnica arrugada y llena de suciedad de la calle, pero alguien había hecho todo lo que pudo para estirársela a fin de que estuviera cómodo. Sobre la mesa descansaba un decantador de agua y varias botellas de vino, junto con unos cuantos frascos de ungüento perfumado. Sólo con verle la cara al obispo Ana se dio cuenta de que aquellos adminículos no iban a servirle de nada. Tenía las costillas rotas, así como las dos clavículas y una cadera. Con toda seguridad, estaría sangrando por el interior del cuerpo, en algún lugar inaccesible.

Tomó asiento a su lado, en una silla. Tocarlo no haría sino causarle más dolor.

– Dios me ha abandonado -dijo Constantino. Sus ojos no reflejaban apasionamiento alguno, sino que miraban hacia dentro, hacia un abismo del que no había retorno.

Cristo había prometido que en la resurrección todos los seres humanos recuperarían su cuerpo íntegro, que no se perdería ni un solo pelo de la cabeza. Aquello debía significar que todo volvería a recuperar su forma original, sin accidentes, sin envejecimiento ni mutilaciones. ¿Debería decírselo a Constantino? ¿Le ^supondría algún consuelo en aquella hora, cuando lo que había desperdiciado era su alma? Lo que vivía eternamente era el yo interior.

Se acordó de aquellos primeros tiempos en que Constantino trabajaba tanto, hasta el punto de que el rostro se le tornaba grisáceo a causa del agotamiento y apenas era capaz de conservar el equilibrio, y no obstante no rechazaba a ningún pobre, ningún enfermo, ninguna alma aterrorizada. ¿Qué deseo incontrolable le había nublado la vista para terminar distorsionando todo hasta que ya nada fue sincero?

– Dios no nos abandona -dijo Ana-. Nosotros lo abandonamos a Él. -Le tembló la voz al hablar.

Constantino la miró fijamente.

– Yo he servido a la Iglesia durante toda mi vida… -protestó.

– Ya lo sé -aceptó Ana-, pero eso no es lo mismo. Vos os fabricasteis un Dios a vuestra propia imagen, un Dios de rituales y leyes, de obligaciones y observancias, porque eso requiere tan sólo actos externos. Es sencillo de entender. Así no tenéis que sentir nada, ni entregar el corazón. Os olvidasteis de la gracia y de la pasión, del valor superior a todo lo imaginable, de la esperanza aun en la oscuridad más absoluta, de la dulzura, del humor y del amor sin fisuras. El viaje es más largo y empinado de lo que ninguno de nosotros alcanza a comprender. Pero es que el cielo está situado muy alto, por eso el camino tiene que ser largo.

Constantino no dijo nada. Sus ojos permanecieron inexpresivos, como cuencas sin alma.

Ana tomó la toalla, escurrió el agua y se la pasó por la cara. Odiaba a Constantino, y sin embargo en aquel momento le habría quitado el dolor si hubiera podido.

– La Iglesia puede ser de ayuda -continuó diciendo para llenar el silencio, para que Constantino supiera que seguía estando allí-. Y las personas siempre son de ayuda. Necesitamos a las personas. Si no nos importan, no hay nada. Pero el verdadero camino cuesta arriba no hay que hacerlo porque tal o cual persona nos diga que lo hagamos o nos ayude a caminar, sino porque lo ansiemos de tal manera que nada pueda frenarnos. Hay que desearlo tanto como para estar dispuesto a pagar lo que cueste.

– ¿Acaso no he salvado almas? -adujo Constantino.

¿Cómo iba a contradecirle? El amor perdonaba. A pesar de toda su rabia y todo su dolor, debía recordar que ella caminaba al lado de los demás, no por encima. Ella también necesitaba de la gracia. Aunque fuera para un pecado distinto, no por ello era menos necesaria.

– Habéis ayudado, pero Cristo ya los redimió, y ellos se salvaron a sí mismos siendo tan buenos como les fuera posible y confiando en que Dios enmendaría lo que les faltase.

– ¿Y Teodosia? -preguntó el obispo-. A ella le di la absolución. La necesitaba. ¿Hice mal?

– Sí -respondió Ana en tono suave-. La perdonasteis sin imponerle ninguna penitencia porque deseabais complacerla. Le mentisteis, y eso destruyó su fe. Quizá ya fuera frágil de todas formas, pero es que no podía confiar en un Dios que le permitía salir impune después de lo que le hizo a Juana. Si hubierais recapacitado sinceramente al respecto, vos lo habríais sabido.

– No, eso no es cierto. -Pero no había convicción en su voz.

– Sí lo es. Vos mismo desfigurasteis vuestra verdad.

Constantino clavó la mirada en ella, y poco a poco se le hizo real algo de lo que había dicho Ana, y el abismo de sus ojos se agrandó.

Ella se dio cuenta y al instante la embargó un sentimiento de compasión y luego el remordimiento. Pero ya era tarde para retirarlo.

– Teodosia actuó así voluntariamente -dijo, y volvió a ponerle la toalla en el rostro con mucha delicadeza-. Como hacemos todos.

Miró a Constantino a los ojos, ya no tenía derecho a apartar la vista. Le tomó la mano y le dijo:

– Todos cometemos errores. Tenéis razón, yo he cometido algunos de los que no me he arrepentido, y necesito arrepentirme. Pero estamos aquí para ayudar, no para juzgar. Sólo Dios puede enseñarnos eso, ni siquiera el mejor de los hombres, cuando el dolor rebasa lo soportable. Sed amable. Tended la mano. Lo de menos es la ganancia que obtengáis con ello.

Constantino tenía el semblante del color de la ceniza, como si ya hubiera muerto, y los labios resecos. Habló con tan poco aliento que Ana tuvo que hacer un esfuerzo para oírlo.

– Me he convertido en Judas…

Ana le lavó la cara, las manos, el cuello. Le humedeció los labios y le aplicó el ungüento perfumado. Quizá consiguió calmarle el dolor un rato, por lo menos su expresión se veía más serena.

Al cabo de unos momentos, Ana se levantó y salió de la habitación para pedir agua a fin de quitarse ella misma el polvo y la sangre. Le dolía todo el cuerpo; no había reparado en ello hasta ahora, pero tenía el brazo izquierdo empapado de su propia sangre, y las costillas tan magulladas que el solo hecho de moverse le producía dolor. También notaba un lado de la cara hinchado y dolorido, hasta el punto de que tenía el ojo semi cerrado. Y ahora que se movió, caminó con una pronunciada cojera.

Media hora después, Ana regresó a la alcoba del piso de arriba a sentarse otra vez al lado de Constantino, por si podía hacer algo por él; quizá bastara con no dejarlo solo.

Pero nada más trasponer la puerta se detuvo bruscamente. La vela aún estaba encendida, aunque la llama se agitaba. La cama estaba vacía. Hasta la sábana había desaparecido. Entonces advirtió que la ventana estaba abierta y que lo que hacía parpadear la vela era la ligera corriente de aire que penetraba por ella. Se acercó a la ventana para cerrarla, y entonces vio el trozo de tela atado alrededor del barrote del centro. Se asomó muy despacio y miró hacia abajo.

El cuerpo de Constantino colgaba unos cuatro pies por debajo, con la sábana tensa alrededor del cuello y la cabeza inclinada hacia un lado. No era posible que aún siguiera con vida. Le vino a la memoria lo último que dijo y el Campo de Sangre que había a las afueras de Jerusalén. Debería habérselo imaginado.

Mareada y con el estómago revuelto, regresó tambaleándose al interior de la alcoba y se dejó caer sobre la cama. Permaneció inmóvil por espacio de un rato. ¿Era ella la culpable de lo sucedido? ¿Debería haber hecho algo más para impedir que Constantino tomara parte en el intento de fabricar un milagro?

Vicenze era el que había organizado todo el milagro y lo había diseñado para que fracasara. Los dos deberían haberlo imaginado desde el principio. Palombara lo sabía. Y al pensar en Palombara se inclinó hacia delante, enterró el rostro en la manta y rompió a llorar. Fue una especie de desahogo, después de tanto horror y tanto miedo, permitir que fluyeran las lágrimas y dejarse vencer por la pena.

Aquella misma mañana, Ana regresó a ver a Teresa Mocenigo y la consoló del modo que mejor supo. Después la acompañó a enfrentarse a lo que aún quedaba de la muchedumbre del día anterior. En silencio y con la dignidad que otorga el sufrimiento, Teresa les rogó que honrasen la vida de Mocenigo comportándose con toda la nobleza de que fueran capaces. Debían proceder con Vicenze según dictaba la ley. Aunque fuera culpable, asesinarlo sería mancillar sus propias almas.

Finalmente, Ana volvió a su casa a curarse las heridas del corazón así como las de su maltrecho y dolorido cuerpo. Allí lloró por su propio vacío, por Giuliano y por la soledad que radicaba en el trasfondo de todo.

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