CAPÍTULO 11

Para septiembre Ana había descubierto mucho más, tanto sobre Antonino como sobre el propio Justiniano, pero todo parecía superficial, y además no veía en ello nada significativo para el asesinato de Besarión ni que guardara relación con dicho suceso. No parecía haber nada que los tres hombres tuvieran en común, a excepción de la repulsa por la propuesta unión con Roma.

Según todas las informaciones que había recabado, Besarión no sólo era un hombre serio y sensato, sino que además poseía un carácter sumamente sobrio y hablaba a menudo y con gran pasión de la doctrina y la historia de la Iglesia ortodoxa. Respetado e incluso admirado, no toleraba ninguna intimidad. Ana sintió una involuntaria chispa de compasión hacia Helena.

Al igual que Besarión, Justiniano también pertenecía a una familia imperial, pero estaba mucho más alejado del tronco de la misma y, a diferencia de aquél, no había heredado riquezas. Su negocio de importación era necesario para su supervivencia, y por lo que parecía le había ido muy bien, aunque con el destierro le habían sido confiscados todos sus bienes. Los mercaderes de la ciudad y los capitanes de los navíos que había en el puerto conocían su nombre. Los había conmocionado que se hubiera rebajado a asesinar a Besarión. Ellos no sólo confiaban en Justiniano, sino que además lo apreciaban.

A Ana le costó esfuerzo escuchar aquello y al mismo tiempo dominar su sentimiento de pérdida. La amarga soledad que sentía en su interior era tan profunda que amenazaba con desgarrarla y aflorar a la piel.

Antonino era soldado. Le resultó mucho más difícil obtener información acerca de él. Los pocos soldados a los que trató hablaron bien de él, pero es que para ellos era su oficial superior, y lo único que sabían era de oídas. Era un hombre estricto e incuestionablemente valeroso. Disfrutaba del vino como de un buen chiste, no era el tipo de hombre que hubiera apreciado Besarión.

Pero Justiniano sí. No tenía sentido, no había ninguna pauta lógica.

Ana buscó a la única persona de la que se fiaba: el obispo Constantino. Éste había ayudado a Justiniano, incluso poniendo en peligro su propia seguridad.

Constantino la recibió en su casa, en una estancia más pequeña que la gran sala de color ocre que contenía aquellos maravillosos iconos. Ésta tenía tonos tierra más fríos, y daba al patio. Los murales mostraban escenas pastoriles, en colores apagados. El suelo era de baldosas verdes, y había una mesa preparada para la cena con dos sillas. A instancias del obispo, Ana tomó asiento en una de ellas a fin de dejarle a él espacio suficiente para pasear lentamente arriba y abajo, sumido en sus pensamientos.

– Preguntáis por Besarión -dijo, pasando distraídamente los dedos por el bordado de seda de su dalmática-. Era un buen hombre, pero quizá le faltaba ese fuego que inflama el corazón de los seres humanos. Sopesaba, medía, juzgaba. ¿Cómo puede un hombre ser al mismo tiempo tan apasionado mentalmente y tan indeciso?

– ¿Era un cobarde? -inquirió Ana en voz queda.

En el rostro de Constantino apareció una expresión de profunda tristeza. Transcurrieron varios momentos hasta que volvió a hablar.

– Yo suponía que era simple prudencia. -Se persignó-. Dios los perdone a todos. Desearon demasiado, y todo por salvar a la Iglesia verdadera del dominio de Roma y de la contaminación de la fe que dicho dominio traerá.

Ana lo imitó haciendo a su vez la señal de la cruz. Más que nada n el mundo, quería descargar el peso de su propia culpa a los pies de Dios y pedir su absolución. Se acordó de su esposo muerto, Eustacio, Con una frialdad que todavía la estremecía: las peleas, el aislamiento, la sangre, y después la pena inacabable. Jamás volvería a estar encinta. Tenía la suerte de haberse curado sin secuelas. Ansiaba contárselo a Constantino, extender toda su culpa ante él y quedar limpia, con la penitencia que fuera necesaria. Pero confesar su impostura le quitaría toda posibilidad de ayudar a Justiniano. No existía un castigo establecido para una ofensa así, entraba en la competencia de otras leyes, pero sería severo. A nadie le gustaba que se rieran de él.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unos golpes en la puerta. Entró un sacerdote joven con la cara pálida y esforzándose por controlar la emoción.

– ¿Qué sucede? -dijo inmediatamente Constantino-. ¿Te encuentras mal? Anastasio es médico. -Hizo un breve gesto para señalar a Ana.

– Estoy perfectamente -exclamó el sacerdote agitando una mano-. Ningún médico puede curar el mal que nos aqueja a todos. Han regresado los enviados a Lyon. ¡Ha sido una capitulación completa! ¡Han renunciado a todo! Las apelaciones al Papa, el dinero, la cláusula filioque. -Hablaba con lágrimas en los ojos.

Constantino miró fijamente al sacerdote con el semblante pálido de espanto, hasta que poco a poco la sangre volvió a fluir a su piel.

– ¡Cobardes! -rugió entre dientes-. ¿Qué han traído consigo… treinta monedas de plata?

– La garantía de permanecer a salvo de los ejércitos de los cruzados cuando éstos pasen por aquí de camino a Jerusalén -contestó el sacerdote en tono desconsolado y con voz temblorosa.

Ana sabía que aquello era una recompensa más importante de lo que acaso alcanzaba a comprender aquel joven cura. Con un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, le vino a la memoria Zoé Crysafés y el terror que claramente la invadió cuando sintió las llamas quemándole la piel, setenta años después.

Constantino la miraba fijamente.

– ¡No tienen fe! -masculló apretando los labios en un gesto de desprecio-. ¿Sabéis lo que ocurrió cuando nos sitiaron los bárbaros pero nos mantuvimos firmes en nuestra fe en la Santísima Virgen y llevamos su imagen en nuestro corazón y delante de nuestros ojos? ¿Lo sabéis?

– Sí. El padre de Ana le había contado aquella historia muchas veces, con la mirada triste y una media sonrisa en la cara.

Constantino estaba esperando. De pie y con los brazos abiertos, y con sus blancos ropajes espléndidos bajo la luz, tenía un aspecto imponente, intimidatorio.

– Los ejércitos bárbaros se situaron frente a la ciudad -relató Ana, obediente-. Eran muy superiores en número. Su jefe se acercó montado a caballo, un hombre gigantesco, corpulento, salvaje como un animal. El emperador salió a su encuentro llevando ante sí el icono de la Santísima Virgen. El jefe de los bárbaros cayó muerto en el sitio y su ejército huyó en desbandada. Ni uno solo de nuestros hombres resultó herido, y no se rompió ni una sola piedra de la ciudad. -Aquella fe tan perfecta aún le provocaba una extraña burbuja de emoción en las entrañas, como si en su interior hubiera nacido un repentino calor. No sabía si el año o los detalles eran los exactos, pero creía en el espíritu del relato.

– Sí lo sabíais -dijo Constantino con gesto triunfal-. Y también en el año 626, cuando estábamos bajo el asedio de los avaros, paseamos el ¡cono de la Santísima Virgen por los pasillos, y el asedio fue levantado. -Se volvió hacia el sacerdote con el rostro encendido-. Entonces, ¿cómo es que los enviados de nuestro emperador, quien se denomina a í mismo «Igual a los Apóstoles», no lo saben? ¿Cómo puede siquiera negociar con el diablo, y menos todavía rendirse ante él? Esta vez no serán los bárbaros quienes nos derroten, sino nuestras propias dudas. -Cerró con fuerza los puños-. No seremos conquistados por las hordas de Carlos de Anjou, ni siquiera por los mentirosos y los buhoneros de Roma, sino traicionados por nuestros propios príncipes, que han perdido la fe en Cristo y en la Santísima Virgen. -Se giró en redondo para mirar a Ana-. Vos lo comprendéis, ¿verdad?

Ana vio en la mirada del obispo una soledad desesperada.

– Miguel no habla por el pueblo -dijo Constantino en poco más que un susurro-. Si creemos, seremos fuertes; puede que persuadamos al pueblo para que confíe en Dios. -La emoción le quebró la voz-. Ayudadme, Anastasio. Sed fuerte. Ayudadme. Mantened la fe que hemos alimentado y cuidado durante mil años.

Dentro de Ana bullían las pasiones, fe y culpa enfrentadas, amor por lo hermoso y odio por lo tenebroso que llevaba dentro, por los recuerdos de odio.

Constantino fue rápido, perceptivo, como si fuera capaz de sentir el tumulto que la atormentaba a ella, incluso sin comprenderlo.

– Sed fuerte -la instó, ahora en voz suave-. Tenéis una gran misión en vuestras manos. Dios os ayudará, sólo con que creáis.

Ana estaba atónita.

– ¿Cómo? No he recibido ninguna llamada.

– Naturalmente que sí -replicó él-. Sois un sanador. Sois la mano derecha del sacerdote, el que cura el cuerpo, el que aplaca el dolor, el que silencia los miedos. Decid la verdad a aquellos a quienes atendéis. La palabra de Dios puede curar todos los males, proteger de la oscuridad que hay fuera… pero, aún más, de la que hay dentro.

– Así lo haré -susurró ella-. Podemos cambiar las tornas. Miraremos hacia Dios, no hacia Roma.

Constantino sonrió y levantó su mano enorme y blanca para hacer la señal de la cruz.

A su espalda, el joven sacerdote la hizo también.


– Si Justiniano estuviera aquí, sabríamos qué hacer al respecto -dijo Simonis con gravedad en la cocina caldeada y perfumada con hierbas después de que Ana le hubiera dado la noticia-. Es una deshonra, una blasfemia. -Respiró hondo y se apartó de la mesa para mirar a Ana de frente-. ¿Qué más has averiguado acerca del tal Besarión? Llevamos aquí casi un año y medio, y el verdadero asesino continúa suelto. ¡Alguien tiene que saberlo! -En el instante en que salieron estas palabras de su boca, se ruborizó con un sentimiento de culpa. Luego reanudó la tarea de cortar cebolla y mezclarla con hierbas aromáticas.

– Si actúo con torpeza podría empeorar las cosas -intentó explicar Ana-. Como tú has dicho, el que mató a Besarión en realidad sigue libre.

De pronto Simonis se quedó quieta, con el cuerpo rígido.

– ¿Corres peligro?

– Creo que no -contestó Ana-. Pero tienes razón, debería examinar más a fondo la cuestión del dinero. Besarión era muy rico, pero no he encontrado ni el menor indicio de que hubiera conseguido su riqueza a costa de otro. Al parecer, el dinero no le importaba demasiado. Para él, lo único importante era la fe.

– Y el poder -agregó Simonis-. Quizá deberías explorar también ese punto.

– Lo exploraré, aunque no veo qué relación puede guardar con Justiniano ni con Antonino.

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