Ana se tomaba la molestia de hablar con los vecinos, preparada para desperdiciar el rato en conversaciones acerca del tiempo, la política o la religión, cualquier cosa de la que ellos quisieran charlar.
– No aguanto más estar aquí de pie -dijo por fin un hombre. Era Paulo, el tendero-. Me duelen tanto los pies, que a duras penas puedo meterlos en las botas.
– ¿Me permitís que os ayude? -se ofreció Ana.
– Sólo quisiera sentarme -replicó él con un gesto de dolor.
– Soy médico. A lo mejor os los puedo curar para siempre.
Con una expresión que revelaba desconfianza, Paulo la siguió, caminando con dificultad sobre el empedrado desigual hasta que recorrieron los cincuenta pasos que había hasta la casa. Una vez dentro, Ana le examinó los pies y los tobillos, que estaban hinchados. La piel estaba enrojecida y obviamente dolorosa al tacto.
Llenó un cuenco con agua fría y echó en ella unas hierbas astringentes. El paciente hizo una mueca de dolor al introducir los pies en el cuenco, pero poco a poco fue relajando los músculos y surgió en su cara una expresión de alivio. Fue más el frescor que ninguna otra cosa lo que le quitó aquella sensación de quemazón de la piel. Lo que necesitaba en realidad era cambiar la dieta, pero Ana sabía que debía ser diplomática a la hora de decírselo. Le sugirió que comiera arroz, hervido con algún aderezo, y que se abstuviera de todas las frutas, a excepción de las manzanas, si es que, dada la época del año, podía encontrar alguna que hubiera sido guardada en la despensa y estuviera en condiciones de comerse.
– Y mucha agua de manantial -agregó-. Debe ser de manantial, no de lago ni de río, ni de pozo ni de lluvia.
– ¿Agua? -repitió el paciente con incredulidad.
– Sí. El agua adecuada os vendrá muy bien. Regresad cuando queráis, y volveré a bañaros los pies con agua de hierbas. ¿Os gustaría llevaros unas cuantas?
Paulo las aceptó agradecido y pagó con unas monedas que extrajo de la bolsa que llevaba consigo. Ana observó cómo se iba cojeando y supo que volvería.
Paulo recomendó su médico a otros. Ana siguió visitando las tiendas que se encontraban aproximadamente a una milla de su casa, y siempre que se presentaba la oportunidad trababa conversación con el tendero y con otros clientes.
No sabía hasta dónde ser indulgente con sus propios gustos. Cuando era mujer, adoraba el tacto de la seda junto a su piel, la suavidad con que se deslizaba entre sus dedos y caía al suelo, casi como si fuera líquida. Sostuvo en alto un retal y lo pasó entre las manos observando cómo cambiaban los colores conforme el sol se filtraba en los hilos y luego en la trama del tejido. El azul se transformaba en turquesa, y después en verde; el rojo se convertía en magenta y en morado. Su preferido era el tono melocotón que adquiría el vivo color del fuego. En el pasado había usado aquellas sedas para adornar el tono ámbar oscuro de su cabello. Y tal vez volviera a usarlas. La vanidad no era algo específicamente femenino, como tampoco lo era el amor por la belleza.
La próxima vez que le llegara un paciente nuevo y cobrara más de dos sólidos, volvería aquí a comprar seda.
Salió a la fresca brisa que soplaba desde la costa. Paseó por la estrecha callejuela y se hizo a un lado para dejar pasar un carro. El frío tacto de la seda había vuelto a traer el pasado a su memoria.
Midió con cuidado sus pasos por la pendiente. Aquella calle era una de las muchas que aún no habían sido reparadas tras el regreso del exilio. Había muros rotos y casas sin ventanas y todavía ennegrecidas a causa del fuego. Aquella desolación acentuó aún más su sentimiento de soledad.
Sabía por qué había venido Justiniano a Constantinopla, y ella no había podido impedírselo. Pero ¿en qué pasiones e intrigas había tomado parte para que lo culparan de asesinato? Aquello era lo que necesitaba saber. ¿Pudo ser el amor? A diferencia de ella, su hermano había sido feliz en su matrimonio.
Una pequeña parte de Ana le envidió aquello, pero ahora tenía que tragarse la pena que la asfixiaba y que casi le atenazaba la garganta. Daría todo cuanto poseía por poder devolverle aquella felicidad. Pero lo único que poseía era su capacidad como médico, y no había sido suficiente para salvar a la esposa de Justiniano, Catalina. Llegó la fiebre, y dos semanas más tarde ella estaba muerta.
Ana lloró su muerte porque ella también la amaba, pero para Justiniano fue como si Catalina se hubiera llevado consigo la luz. Ana cuidó de él y sufrió por el dolor que sentía, pero toda la intimidad mental y emocional que ambos compartían resultó insuficiente para sanar apenas su pérdida.
Vio cómo su hermano cambiaba, como si estuviera muriendo desangrado poco a poco. Justiniano buscaba razones y respuestas en el intelecto, como si no se atreviera a tocar el corazón. Escrutó a conciencia la doctrina de la Iglesia, y Dios lo esquivó.
Después, hacía dos años, en el aniversario de la muerte de Catalina, anunció que se iba a Constantinopla. Ana, incapaz de hacer nada que aliviara su dolor, se hizo a un lado y lo dejó marchar.
Justiniano escribió con frecuencia, le habló de todo excepto de sí mismo. Y entonces llegó aquella carta terrible, la última, garabateada con prisas a punto de partir al destierro, y después de aquello, sólo el silencio.
Estaban a primeros de junio, y Ana llevaba en la ciudad dos meses y medio cuando Basilio acudió a ella como paciente. Era alto y delgado, y poseía un rostro ascético que ahora, en la sala de espera, tenía congestionado a causa de la ansiedad.
Se presentó en voz baja y dijo que venía por recomendación de Paulo. Ana lo invitó a pasar a su consulta y lo interrogó acerca de su salud al tiempo que lo observaba con atención. Basilio tenía el cuerpo curiosamente rígido mientras hablaba, y Ana llegó a la conclusión de que el dolor que lo aquejaba era más severo de lo que él quería admitir.
Lo invitó a que se sentara, pero él rechazó el ofrecimiento y prefirió permanecer de pie. Ana dedujo que el dolor debía de afectar al bajo vientre y a la ingle, donde un cambio de postura no haría sino intensificarlo. Tras pedirle permiso, le palpó la piel, que estaba caliente y muy leca, y a continuación le tomó el pulso. Era regular, pero no fuerte.
– Os recomiendo que os abstengáis de tomar leche y queso durante varias semanas como mínimo -sugirió-. Bebed toda el agua de manantial que podáis tragar. Si queréis, podéis darle un poco de sabor añadiendo zumos o vino. -Advirtió la decepción en el rostro de su paciente-. Y para el dolor os voy a dar una tintura. ¿Dónde vivís? Él abrió los ojos, sorprendido.
– Podéis volver aquí todos los días. La dosis ha de ser muy exacta; si es demasiado pequeña no servirá de nada, y si es excesiva os matará. Sólo me queda una cantidad pequeña, pero encontraré más.
Basilio sonrió.
– ¿Podéis curarme?
– Tenéis una piedra en la vejiga -le dijo-. Si sale al exterior, os dolerá, pero quedaréis curado.
– Os estoy agradecido por vuestra sinceridad -repuso Basilio en voz baja-. Me llevaré la tintura y vendré aquí todos los días.
Ana le dio una porción minúscula de su preciado opio tebano. A veces lo mezclaba con otras hierbas como beleño, eléboro, acónito, mandrágora e incluso semillas de lechuga, pero no deseaba que Basilio cayera en la inconsciencia, de modo que se lo proporcionó en su versión pura.
Basilio regresó con regularidad, y si Ana no tenía otros pacientes, a menudo se quedaba un rato y conversaban. Era un hombre inteligente y culto, y a ella le resultaba interesante y agradable. Pero aparte de eso, abrigaba la esperanza de enterarse de algo.
Sacó a colación el tema al inicio de la segunda semana de tratamiento.
– Ah, sí, yo conocí a Besarión Comneno -dijo Basilio con un leve encogimiento de hombros-. Al igual que todo el mundo, odiaba que el Papa asumiera la precedencia sobre el patriarca de Constantinopla. Aparte de la afrenta y de la pérdida de autogobierno que representa para nosotros, es muy poco práctico. Cualquier solicitud de un permiso, de consejo o de socorro tardaría seis semanas en llegar al Vaticano, seguidamente el plazo que requiriera el asunto para que el Papa le prestara atención, más otras seis semanas en regresar. Para entonces podría ser ya demasiado tarde.
– Por supuesto -convino ella-. Y además está la cuestión del dinero. Difícilmente podemos permitirnos enviar hasta Roma nuestros diezmos y ofrendas.
Basilio dejó escapar un gemido tan agudo que por un instante Ana temió que el dolor que había sentido fuera físico.
Basilio sonrió contrito:
– Estamos de nuevo en nuestra ciudad, pero vivimos al borde de la ruina económica. Necesitamos reconstruir, pero no podemos permitírnoslo. La mitad de nuestro comercio ha pasado a manos de los árabes, y ahora que Venecia nos ha robado absolutamente todas nuestras reliquias sagradas, los peregrinos apenas se molestan en venir.
Estaban sentados en la cocina. Ella había preparado una infusión de hierbas a base de menta y camomila, que bebían a sorbos pequeños porque aún estaba muy caliente.
– Y sumado a eso -siguió diciendo Basilio-, está el importante asunto de la cláusula filioque, que constituye el problema más espinoso de todos. Roma enseña que el Espíritu Santo procede tanto del Padre como del Hijo, con lo cual ambos son Dios por igual. Nosotros creemos firmemente en que sólo existe un Dios, y que decir cualquier otra cosa es blasfemia. ¡No podemos condonar eso!
– ¿Y Besarión estaba en contra? -preguntó Ana, aunque apenas era una pregunta. ¿Por qué iba nadie a pensar que lo había matado Justiniano? No tenía sentido, él siempre había sido ortodoxo.
– Profundamente -convino Basilio-. Besarión era un gran hombre. Amaba esta ciudad y la vida que albergaba. Sabía que la unión con Roma corrompería la verdadera fe y terminaría destruyendo todo aquello que nos importa.
– ¿Y qué se proponía hacer al respecto? -dijo Ana tímidamente-. Si hubiera vivido…
Basilio se encogió ligeramente de hombros.
– No estoy seguro de saberlo. Besarión hablaba bien, pero hacía poco. Siempre era «mañana». Y como sabéis, para él, el mañana no llegó.
– He oído decir que lo asesinaron. -A Ana le costó trabajo pronunciar aquellas palabras.
Basilio miró sus manos huesudas, que tenía apoyadas sobre la meta, sosteniendo la infusión de menta.
– Sí. Fue Antonino Kyriakis. Y lo ejecutaron por dicho crimen.
– ¿Y también a Justiniano Láscaris? -sugirió ella-. ¿Hubo un juicio?
Basilio levantó la vista.
– Naturalmente. Justiniano fue enviado al destierro. El emperador en persona presidió el juicio. Al parecer, Justiniano ayudó a Antonino a deshacerse del cadáver para que pareciera un accidente. En realidad, imagino que pensaron que no lo iban a encontrar nunca.
Ana tragó saliva.
– ¿Y cómo hizo tal cosa? ¿Cómo se hace para que no encuentren un cadáver?
– En el mar. Hallaron el cuerpo de Besarión enredado en los cabos y las redes del barco de Justiniano.
– ¡Pero eso pudo haber ocurrido sin que lo supiera él! -protestó Ana-. ¡A lo mejor Antonino no tenía barco, y sencillamente cogió uno!
– Eran amigos íntimos -replicó Basilio con voz calma-. Antonino no habría implicado a un hombre al que conocía tan bien habiendo otros muchos barcos que podía haber utilizado.
Aquello no tenía lógica para Ana.
– ¿Acaso Justiniano era un hombre capaz de dejar una prueba así, que lo condenase? -preguntó con vehemencia. Pero ya conocía la respuesta. Ella jamás habría cometido semejante error, y su hermano tampoco-. ¿Tienen siquiera la seguridad de que Antonino era culpable? ¿Para qué iba a desear matar a Besarión?
Basilio negó con la cabeza.
– No tengo ni idea. A lo mejor se pelearon; él se cayó por la borda y lo invadió el pánico. Puede resultar difícil intentar ayudar a alguien que está forcejeando, esa persona se convierte en un peligro tan grande para sí misma como para los demás.
Ana tuvo una visión de Justiniano perdiendo los estribos y actuando con mayor agresividad de la que era su intención. Era un hombre fuerte. Besarión pudo perder el equilibrio, caerse al agua y ser arrastrado hacia abajo, gritando y boqueando, hasta ahogarse. ¿Se habría dejado Justiniano llevar por el pánico? No, a menos que hubiera cambiado hasta el punto de no ser ya el hombre que ella había conocido. Su hermano nunca había sido un cobarde. Y si su intención hubiera sido la de matar a Besarión, no habría cortado los cabos, se habría quedado allí toda la noche hasta encontrar el cadáver, y después le habría atado algún peso y se habría adentrado remando en el Bósforo para dejar que se hundiera para siempre.
Ana experimentó una súbita oleada de liberación. Era la primera prueba tangible a la que aferrarse. Tenía datos, y aunque no pudiera servirse de ellos todavía, demostraban la inocencia de su hermano, que para ella era irrefutable.
– Parece un accidente -señaló.
– Es posible -concedió Basilio-. Tal vez si se hubiera tratado de otra persona lo habrían tomado como tal.
– ¿Y por qué no en el caso de Besarión? -inquirió Ana con cautela. Basilio hizo un gesto de disgusto.
– La esposa de Besarión, Helena, es muy hermosa. Justiniano era un hombre apuesto y, aunque era religioso, también tenía imaginación y sabía hablar, y además poseía un sentido del humor irónico y muy agudo. Estaba viudo, y por lo tanto era libre para seguir sus inclinaciones dondequiera que éstas lo llevaran.
– Entiendo…
Ana también era viuda, y también sentía dentro de sí el profundo vacío de la pena, pero era distinto. La muerte de Eustacio le había provocado un sentimiento de culpa y de liberación al mismo tiempo. El procedía de una buena familia, acaudalada, era un soldado dotado de valor y destreza. Su falta de imaginación la aburría y con el tiempo terminó causándole rechazo. Y él fue brutal. Ana sintió que la invadía la náusea al revivir aquel recuerdo. El vacío que llevaba dentro daba la sensación de llenarla poco a poco, hasta que llegaría un momento en que le saldría por los poros de la piel. Se sentía incompleta, puede que tanto como el eunuco que fingía ser.
– En vuestra opinión, ¿Justiniano sentía interés por Helena? -preguntó con un tono de perplejidad-. ¿Es eso lo que dice la gente?
– No. -Basilio negó con la cabeza-. En realidad, no. Yo diría que lo más probable es que tuvieran una pelea que se les fue de las manos.
Cuando el paciente se hubo marchado, Ana examinó su despensa de hierbas y medicinas en general. Necesitaba más opio. El mejor era el tebano, pero había que importarlo de Egipto y no resultaba fácil de obtener. Iba a tener que conformarse con otro de menor calidad. También necesitaba beleño negro, mandrágora y jugo de hiedra. Además, le quedaban pocas reservas de hierbas secundarias como nuez moscada, alcanfor y attar de rosa damascena, así como de otros tantos remedios comunes.
A la mañana siguiente fue a ver a un herbolario judío que le habían recomendado. Como todos los judíos, vivía al otro lado del Cuerno de Oro, en el distrito trece, el Gálata. Se llevó consigo todo el dinero que podía permitirse gastar y se dirigió a la costa. Desde que tenía de paciente a Basilio, le iba mucho mejor que antes.
Ya hacía calor, incluso a aquella temprana hora. El trecho que tuvo que recorrer no fue muy largo, y disfrutó del ruido y el ajetreo de las gentes que descargaban de los asnos las mercaderías de la jornada. En el aire flotaba un agradable olor a pan recién hecho y a la sal que desprendía el agua del mar.
Al llegar al puerto, esperó hasta que hubiera una barca que se dirigiera al Gálata y que ella pudiera compartir, y poco después arribaba a la orilla norte. Allí todo era aún más ruinoso que en el centro de la ciudad. Casas que necesitaban repararse, ventanas remendadas de cualquier manera con los materiales que el dueño había podido encontrar. En cada rincón se apreciaban el deterioro y la pobreza, gente vestida con capas y túnicas sin bordados, y por supuesto pocos caballos. Los judíos no tenían permiso para montarlos.
Tras unas cuantas indagaciones encontró la discreta tiendecita de Avram Shachar, situada en la calle de los apotecarios. Llamó a la puerta. Abrió un muchacho de unos trece años, delgado y de piel oscura, con rasgos más semitas que griegos.
– ¿Sí? -dijo él cortésmente, con un tono de cautela en la voz. El cutis claro de Ana, su cabello castaño y sus ojos grises le indicarían que seguramente no pertenecía a su pueblo; las ropas y el rostro sin barba sólo podían corresponder a un eunuco.
– Soy médico -dijo Ana-. Me llamo Anastasio Zarides. Soy de Nicea, y necesito un proveedor de hierbas medicinales de origen más amplio que el habitual. Me han dado el nombre de Avram Shachar.
El muchacho abrió un poco más la puerta y llamó a su padre.
Al fondo de la tienda apareció un hombre. Contaría unos cincuenta años, tenía el cabello veteado de gris y el rostro dominado por unos ojos oscuros y de párpados gruesos y una nariz poderosa.
– Yo soy Avram Shachar. ¿En qué puedo ayudaros?
Ana mencionó las hierbas medicinales que necesitaba, y también agregó ámbar gris y mirra.
Los ojos de Shachar brillaron de interés.
– Remedios un tanto insólitos para tratarse de un médico cristiano -observó, divertido. No dijo que a los cristianos no se les permitía consultar a médicos judíos, salvo con la dispensa especial que con frecuencia se les concedía a los ricos y a los príncipes de la Iglesia, pero su mirada reveló que lo sabía.
Ana le devolvió la sonrisa. Su rostro le gustó. Los aromas penetrantes pero delicados de las hierbas medicinales le trajeron a la memoria recuerdos de la consulta de su padre. De pronto sintió un doloroso anhelo por el pasado.
– Entrad -invitó Shachar, que malinterpretó aquel silencio tomándolo por renuencia.
Ana lo acompañó hasta la parte de atrás de la casa, y entraron en una pequeña estancia que daba a un jardín. Tres de sus paredes estaban forradas de armarios y arcones de madera labrada, y en el centro se erguía una mesa muy gastada, atestada de balanzas de bronce, pesas y un mortero.
Había papel egipcio y seda aceitada ordenados en montones, además de cucharas de largos mangos de plata, hueso y cerámica colocadas con esmero junto a ampollas de cristal.
– Así que sois de Nicea -repitió Shachar, picado por la curiosidad-. ¿Y habéis venido a ejercer a Constantinopla? Pues tened cuidado, amigo mío, aquí las reglas son distintas.
– Lo sé -respondió Ana-. Utilizo esas cosas -señaló los armarios y los cajones- sólo cuando son necesarias para curar. He aprendido de memoria los días de santos que son apropiados para cada enfermedad, y también para cada época del año o día de la semana. -Miró al judío buscando en su semblante algún indicio de incredulidad. Ella sabía demasiada anatomía y demasiada medicina árabe y judía para creer, como creían los médicos cristianos, que la enfermedad era única y exclusivamente consecuencia del pecado, o que se curaba haciendo penitencia, pero no era algo que un hombre sensato pregonase en voz alta.
En los ojos de Shachar brilló un destello de entendimiento, pero aquel gesto discreto y sutil no alcanzó sus labios.
– Puedo venderos la mayor parte de lo que necesitáis -dijo-. Y lo que yo no tenga es posible que os lo pueda suministrar Abd al-Qadir.
– Eso sería excelente. ¿Tenéis opio tebano? El judío frunció los labios.
– Eso lo tendrá Abd al-Qadir. ¿Lo necesitáis con urgencia?
– Sí. Tengo un paciente al que estoy tratando, y ya me queda poco. ¿Conocéis un buen cirujano, por si la piedra no pasara de forma natural?
– En efecto, lo conozco -repuso Shachar-. Pero dadle tiempo a vuestro paciente. No es bueno recurrir al cuchillo, siempre que pueda vitarse. -Al tiempo que hablaba, iba trabajando, pesando, midiendo, empaquetando cosas para ella, todo cuidadosamente etiquetado.
Una vez que todo estuvo listo, Ana tomó el paquete y pagó lo que le pidió el judío. Éste estudió su rostro por espacio de unos instantes antes de tomar una decisión.
– Ahora, vamos a ver si Abd al-Qadir puede proporcionaros el opio tebano. Si no es así, yo tengo otro que no es tan bueno, pero que también sirve perfectamente. Venid.
Ana, obediente, lo siguió, deseosa de conocer al médico árabe y preguntándose si sería éste el cirujano que iba a recomendarle Shachar. ¿Qué tal aceptaría eso Basilio, que era tan griego? Quizá no fuera necesario.